Red de Literatura y Cine
Por: Esteban Herrera Iranzo
Veinte años hacía que Aldomar había estudiado en aquella escuela y no iba a desaprovechar la oportunidad que la suerte le había brindado esa tarde al encontrar la puerta abierta para echar un vistazo a su interior. Volver a ella había sido durante todo ese tiempo su mayor anhelo, mas, la prohibición que entonces le había impuesto la dirección de la institución, de no aparecerse más nunca por ella, se lo había impedido. Ahora las cosas eran diferentes, desde luego, pues ya contaba con treinta abriles y seguramente el rector y los profesores eran otros. Así que, con un paso que mostraba una gran decisión, entró por la puerta y siguió por un corredor lateral que dejaba ver casi la totalidad de la escuela. Se detuvo de pronto y recorrió de una mirada cuanto había a su alcance: No vio alumnos ni profesores, y las edificaciones habían cambiado tanto que no parecían las mismas; las ocho aulas de empañete rústico, color amarillo y puertas de madera verde trébol, repartidas en dos alas de cuatro, una frente a otra, se hallaban remodeladas en tal forma que ahora eran seis oficinas empañetadas en yeso y pintadas de beige, que tenían puertas de aluminio marrón oscuro con unas cerraduras de pomo negras. El patio, situado en medio de las dos alas, antes de arena y con una que otra mata de jardín, estaba cubierto de baldosas rojas y adornado a su alrededor por matas sembradas en unas poteras de barro, grandes y de un color ladrillo, que se hallaban dispuestas a unos dos metros una de otra. A un lado de la segunda ala, donde se encontraba el estrecho corredor que llevaba al final de la escuela, había ahora uno mucho más ancho. Atravesó el patio y llegó hasta él, pero al mirar hacia el fondo su decepción fue grande pues no vio la pared alta y de empañete rústico que se alzaba imponente para impedir el paso hacia “la Santísima Virgen María”, la escuela de niñas adyacente que, al igual que sus compañeros de escuela, descendían de inmigrantes campesinos que habían llegado a Barranquilla durante la Crisis de los treinta. De modo que ahora podían verse en esta también, unas oficinas modernas en el lugar en que se hallaban sus aulas. Tampoco vio el árbol de Mamey que, ubicado a unos cuatro metros de la pared, arrojaba una rama gruesa por encima del borde superior de ella. Caminó por el corredor y se detuvo en el lugar en que había estado aquella, y desde allí miró hacia un piso de baldosas rojas muy brillantes que se hallaba en diagonal, donde antes se encontraba el hermoso jardín de flores que su Ana Helena había plantado cuando era estudiante de la escuela.
Era tal el desconsuelo que todo aquello le producía, que dos pesadas lágrimas obnubilaron sus ojos: Había cumplido ya sus diez años y cursaba el quinto de primaria. Esa mañana, mientras sus compañeros charlaban por los corredores de la escuela, él había ido hasta la pared con la intensión de echar una mirada al jardín. Para ello debía trepar al árbol de Mamey, así que caminó hasta él e iba a poner los útiles escolares en el suelo, cuando oyó unos pasos a sus espaldas. Se viró y vio al profesor Eudilio, un hombre alto y de contextura delgada, que tenía unos dientes largos y tan echados hacia adelante que cuando cerraba la boca le cubrían el labio inferior casi por completo.
- ¿Qué es lo que tanto le ve a esa pared, Aldomar? Lleva todo el año mirándola, como un idiota.
Miró hacia un lado, la forma tan poco agradable en que el profesor le hablaba, producía en él tal rechazo que prefirió callar.
-- Vaya al aula que ya vamos a empezar las clases.
Él, sin mirarlo, dio la espalda y, había dado apenas unos pasos cuando oyó un grito: -, Recuerde, Aldomar: ¡No quiero volver a verlo por estos lados! -. Pero a él poco le importaba tal prohibición, así que retiró a manotazos dos lágrimas que rodaban por sus mejillas y siguió caminando.
Cuando llegó al aula encontró que sus compañeros estaban en sus pupitres, así que bajó la cara para que no lo vieran llorar y siguió hasta el suyo, que se hallaba en el centro, justamente a un lado de Alcibíades, un jovencito flaco y de rostro fileño que tenía unos ojos saltones y tan horribles como su nariz, larga y encorvada hacia una boca de labios muy delgados, que casi ni se veían. Se sentó y miró al joven, que tenía las manos sobre una libreta que yacía en el pupitre, y vio que sus uñas, largas y en forma de espátula, estaban percudidas por una mugre negruzca. Quiso reír pero el dolor se lo impidió.
No fue consciente de la llegada del profesor Eudilio, tampoco de cuando este empezó las clases, pero, ¿qué podía interesarle a él nada si en su mente solo yacía la idea del jardín? Necesitaba comprobar con sus propios ojos que era cierto la idea que desde hacía unos meses lo venía acosando de tal manera, que le había ocasionado un sin número de problemas con su padre. – ¡Respete, Aldomar! ¡Si sigue así lo voy a enviar a un orfanato para que sepa lo que es realmente no tener a nadie! – le había dicho aquél esa mañana, antes de salir de casa.
- ¡Preste atención a la clase, Aldomar! -, gritó de pronto el profesor Eudilio con los ojos muy abiertos y un labio superior que intentaba inútilmente cubrir sus desproporcionados dientes.
Él lo miró y quiso decir algo, pero en ese momento Alcibíades se levantó del pupitre y comenzó a rascarse el pecho con un desespero que le hacía pelar unos dientes amarillos y repletos de caries. El profesor, al verlo, se viró hacia él, mientras los alumnos, que también lo miraban, reían a carcajadas.
- Usted es otro, Alcibíades --, gritó el profesor. --. Me cuesta creer que en cinco años que lleva en el plantel no haya podido curarse esa rasquiña.
El joven lo miró con un acentuado aire de vergüenza, y siguió dándose uñas en el pecho. Más, el profesor, que no podía aguantar la rabia, se fue a él y lo tomó por el brazo - ¡Eso le pasa por puerco! ¡Vaya al baño y dese una ducha! –, le gritó, dándole un empujón que lo llevó a trastrabillas hasta la puerta, dónde se detuvo y, después de mirar a este con unos ojos que más resentimiento no podían mostrar, se quitó la camisa, dejando ver un tórax repleto de unas costillas tan pronunciadas que parecían querer romper su piel, y, con ella en la mano, echó a correr hacia el patio y se perdió de vista.
- ¡No me explico cómo diablos una escuela como esta puede aceptar a un carajo así! – dijo entre dientes el profesor, aún con el rostro enojado.
Se viró luego hacia él - Y usted, Aldomar, le advierto que si vuelvo a sorprenderlo distraído en horas de clase, tendré que tomarlo por la oreja y llevarlo a su casa para que su padre haga con usted lo que le dé la gana, porque aquí no lo voy a aceptar.
El profesor dio la espalda para irse al pizarrón, pero de repente se detuvo y viró el cuerpo hacia él. – Ah, y de paso le voy a decir que abra el ojo con usted si no quiere que la lujuria se lo lleve al diablo.
Los alumnos miraron a uno y otro y rieron a carcajadas.
- Sí, - prosiguió el profesor -, porque usted no puede negar que su empecinamiento por trepar al mamey es para ver a las niñas de la otra escuela.
Los alumnos volvieron a reír. Mas él, que lo miraba fijamente, no dijo una palabra sino que esperó paciente, hasta que este volvió a dar la espalda y se fue al pizarrón.
Cuando sonó la campana que anunciaba el recreo, él salió al patio con sus compañeros, y, mientras estos corrían a reunirse con los alumnos de otros cursos para empezar sus juegos cotidianos, fue hasta el ala de enfrente y se sentó en el borde del pasillo. Sabía que desde allí podía tener una vista del corredor que llevaba al final de la escuela. Miró hacia el aula y vio que el profesor Eudilio se hallaba parado en la puerta, recorriendo con su mirada a cuanto alumno había en el patio, como si estuviera buscando a alguien. Se decía que lo mejor era esperar a que el profesor se retirara, cuando vio que este detuvo la vista en él. Echó el rostro hacia un lado, para ignorarlo, pero en ese momento una mano le tocó el hombro. Miró a sus espaldas y vio a Alcibíades, aún con la camisa en la mano y mostrando sus pronunciadas costillas.
- ¿Puedo sentarme a tu lado? -, preguntó aquel con una voz delgada y tan baja que apenas pudo oír.
- Desde luego -, contestó él.
El joven se sentó -. Menos mal que este es mi último año en el plantel - dijo - Estoy harto de que todos se burlen de mí. Por eso he decidido no tener amistad con ellos.
Quiso reír, nunca había podido explicarse el por qué sus compañeros habían centrado su atención en la rasquiña del joven y no en su físico. Más una idea lo asaltó de pronto: - Tal vez él pueda ayudarme – se dijo, así que le habló de una vez de su intención de trepar al árbol. Alcibíades se rascó las costillas y lo miró con unos ojos que denotaban un gran desconcierto, como si estuviera pensando que lo que le pedía era una locura. Más él lo tomó por el brazo - Tienes que hacerlo. Es algo de vida o muerte, de lo que no puedo hablarte ahora.
Alcibíades volvió a rascarse las costillas -. ¿Y cómo?- preguntó.
Él miró hacia el frente y vio que el profesor aún seguía en la puerta. – Trata de distraer al profesor por unos dos minutos siquiera.
Alcibíades lo miró por unos segundos y luego sonrió - ¡Descuida! – dijo, mientras se ponía la camisa para enseguida dirigirse al profesor con un paso muy rápido, y, cuando llegó a él, le dijo algo que lo hizo fruncir el ceño, como en una expresión de extrañeza. Luego ambos caminaron hacia el interior del aula.
Pensó que el momento había llegado, así que atravesó el patio con disimulo, tratando de no ser visto por algún alumno que pudiera delatarlo. Llegó al corredor y caminó por él hasta el mamey, lo trepó hasta el inicio de la rama que iba a la pared, y, cuidando de guardar el mayor equilibrio, gateó por ella hasta el punto en que rosaba con el borde. Desde allí miró hacia el patio de la Santísima Virgen María y vio a unas alumnas vestidas de falda, blusa y tenis, blancos, que corrían, unas detrás de otras, con los rostros alegres, mientras otras, vestidas de igual manera, que se hallaban sentadas en el piso de los corredores, charlaban entre sí con una expresión similar, como si para ellas no existiera mejor vida que la de la escuela. Miró luego hacia abajo, donde empezaba el jardín. Un escalofrió recorrió su cuerpo cuando vio que, en medio de él, al lado de una cayena que tenía un capullo rojo muy tierno, se hallaba Ana Helena, vestida también de blanco. La joven estaba arrodillada y a su lado había una ponchera de aluminio de la que sacaba, con la mano, lo que parecía ser un estiércol de caballo, que luego esparcía suavemente en las raíces de la mata. Algo más atrás se encontraba Beronys con la misma vestimenta. Estaba agachada, con la falda remangada en tal forma que dejaba ver unas piernas gruesas y de una piel muy suave, que se perdían entre unos calzones de color rojo. Su rostro fileño, de ojos pardos, nariz respingada y labios de mediano grosor, mostraba una sonrisa maligna, con la que observaba cada movimiento de Ana Helena, que en ese momento se incorporaba con la ponchera en las manos para irse hacia la parte trasera del Jardín.
- Maldita Beronys – se dijo cuando vio que esta arrancó con los dedos el capullo de una rosa que había a su lado, y, con una sevicia que le hizo pelar una dentadura pareja y muy bella, lo apretó en la mano tan fuerte que lo volvió trizas, y, luego, en un gesto de enorme desprecio, lo arrojó al suelo.
Una sonrisa impregnada de amargura apareció en el rostro de él. Eso que acababa de ver era precisamente lo que había venido sospechando. Alzó la vista al cielo y recordó que su padre le había dicho en una ocasión que Ana Helena y Beronys habían tenido desde niñas una amistad entrañable. Y eso era, desde luego, lo que había impedido a Ana Helena ver qué era lo que esta se proponía. Volvió la mirada al jardín y vio a Ana Helena agachada, tratando inútilmente de revivir con sus manos una mata que tenía las hojas destrozadas, como si hubiera sido pisoteada. Detrás de ella, de pies y con los brazos cruzados, estaba Beronys mirándola con aquella expresión de quien experimenta una gran satisfacción por haber realizado de la mejor manera un plan que se había propuesto. Con los ojos empapados de lágrimas vio cómo Ana Helena se levantó cabizbaja, dio la espalda a la ponchera y, con un paso lento, salió del jardín y entró en una nube blancuzca que comenzó a envolverla. Sintió que la impotencia comenzaba a apoderarse de él. Sabía que nada podía hacer, pero ahora no le quedaba la menor duda acerca de la forma en que Beronys se había adueñado del jardín. Retiró las lágrimas con una mano y vio cómo esta, con una sonrisa cínica, se agachó y acarició suavemente la cayena con sus manos, como lo había estado haciendo Ana Helena, y luego alzó la vista a él y soltó una sonrisa que acompañó de una voz muy dulce -. Aldomar, trata de entender que no es como piensas. Te aseguro que juntos podremos lograr un nuevo jardín.
La miró con aquel odio de quien siente que ha sido engañado de la manera más miserable. Ninguna razón tenía su padre esa mañana para haberlo amenazado con enviarlo a un orfanato, se decía.
El sonido de la campana que ponía fin al recreo lo estremeció en tal forma que de no ser porque se aferró a la rama con sus brazos y piernas, hubiera ido de bruces al suelo. Para remate, cuando se disponía a descender del árbol, vio que al pie de este se hallaba el profesor Eudilio. A su lado, mirándolo con una sonrisa hipócrita, estaba Alcibíades.
- Ya puede irse al aula -, dijo el profesor a Alcibíades.
El joven se rascó las costillas y echó a correr hasta desaparecer.
- Veo que olvidó mi advertencia, Aldomar. Baje ya mismo de ahí, que tenemos que hablar -, gritó el profesor, con rabia.
Él lo miró sin contestar una palabra.
- No se haga el idiota. Baje de ahí le estoy diciendo.
Pero, qué objetivo tenía el obedecer a nadie si después de lo que acababa de ver ya nada podía importarle --, se decía.
- Que baje. ¿O es que no me ha entendido?
Volvió a mirarlo, pero en su mente solo cabía una idea: Beronys se había adueñado vilmente del jardín, y él por nada del mundo iba a permitir que lo embelleciera para sí. Así que se levantó de la rama tan rápido como pudo, y quedó de pies en ella, y, en una acción que nadie hubiera podido esperar, se arrojó de cabeza contra el jardín.
Tres días habían pasado cuando despertó en una habitación del hospital general de Barranquilla y vio a su padre junto a la cabecera de la cama. Este le contó que unas maestras de la Santísima Virgen María y el profesor Eudilio lo habían llevado allí. Pero él solo pensaba en vengarse de Beronys. La destruiría a ella y al jardín a acosta de lo que viniera, aun de su propia vida si era necesario. ¿Acaso no acababa de intentarlo? No lo diría a su padre, desde luego, pues seguramente lo enviaría al orfanato.
Días después fue despedido de la escuela…>>
- ¡Maldita, Beronys, maldita! -, echó a gritar con todas sus fuerzas.
Varias puertas de las oficinas de la Santísima Virgen María se abrieron de pronto y unas mujeres vestidas de enfermera salieron por ellas y lo miraron con unos rostros que mostraban una enorme confusión.
- ¡Maldita. Beronys, maldita! -, seguía gritando, en tanto que un joven vestido también de enfermero, que apareció en el corredor, se dirigía a él – Por fin lo encuentro Aldomar, ¿dónde se había metido? -, le preguntó en un tono amigable.
Pero él no quería escuchar nada.
- ¡Maldita, Beronys, destruiste mi jardín!
- Cálmese Aldomar, venga conmigo -, dijo el joven enfermero al tomarlo suavemente por el brazo.
- ¡Maldita, destruiste mi jardín! ¡Destruiste mi jardín! – gritaba mientras aquel trataba de persuadirlo a que lo acompañara.
Las mujeres se acercaron a ellos con los rostros aún confundidos.
- Es un paciente del pabellón Número uno, que acostumbra tomar las dependencias del hospital como escenarios de un drama personal -, dijo el joven.
Las mujeres fruncieron el ceño y se miraron las caras.
- Así es – insistió este -. Nunca ha podido aceptar el que la mejor amiga de su madre se convirtiera en su madrastra cuando ella murió.
FIN
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