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Isaura me acarició las rastas, mientras me dormía despacio sobre las sábanas verdosas. El humo de marihuana apenas brotaba de los restos del cenicero de madera. Se acarició la barriga de seis meses donde Roni disfrutaba de su confort amniótico. Se recostó boca arriba y poco a poco fue conciliando el sueño.
***
–Crispín, no te me quedes. Te tengo que hablar.
Abrí los ojos medio despistado. Hacía tiempo que no escuchaba esa voz.
–Crispín, mi hijo querido. Te estás quedando. Ya no te queda tiempo.
Era mamá. Se me apareció en una visión radiante. Su figura esbelta flotaba encima de la perfecta redondez de la barriga de Isaura. Mis rastas adornaban el conjunto.
***
Las rastas. Esa moda rara que a papá no le gustaba nada, ahora era un furor. Mucha gente quería lucirlas. Pocos tenían paciencia para hacérselas. Fue otro de mis caprichos. Papá no supo detenerme. Como tampoco pudo frenarme otras cosas.
***
Mamá y papá se casaron con apenas veinte. Al poco tiempo vine yo, me pusieron Crispín. Los llené de alegría. Un niño de lo más bueno, no gritaba ni armaba berrinches. No daba ningún trabajo para comer, dormir o cepillarme los dientes. Iba a la escuela con entusiasmo, volvía con alegría. Sacaba excelentes notas. Mientras tanto, papá trabajaba catorce horas al día, para mantener un hogar que siempre demandaba más dinero. Tuvieron el golpe de fortuna que les permitió comprar la casa. Mamá la llenó de luz y cariño. Las alfombras no tardaron en cubrir los suelos fríos. La mesa de madera invitaba a propios y extraños a sentarse a compartir ratos agradables, que yo siempre llenaba con chispa y sagacidad.
Era un niño que no conocía la tristeza. No sabía llorar. No quería hacerlo. No tenía memoria para las cosas feas y tristes.
Cuando a mamá le descubrieron el tumor, papá no supo qué hacer para explicarme lo que le iban a hacer a mamá; y eso que yo ya entendía si me explicaban. Esa tarde fui a darle un beso al sanatorio, lugar todo blanco y brillante. La última imagen de mamá fue como la de una virgen novia vestida de blanco, recostada en una cómoda camilla con rueditas de dulce ruidito. Ella estaba confiada en que todo iba a salir bien. Le hice adiós con la mano, entusiasmado; ese lugar todo blanco, como la amada mamá, me pareció precioso.
Volví a casa y me quedé solo. Esperé y esperé. Y esperé. No me cansé de esperar. Me quedé dormido sobre la alfombra, soñando cosas lindas. Tenía doce años, todavía un niño.
Papá hizo guardia en el sanatorio. La intervención fue eterna. Se complicó. El tumor era mucho peor de lo esperado. Hicieron todo lo posible por salvarla. No se pudo.
Cuando eran las siete de la mañana y su desconsuelo era incalculable, papá se acordó de mí, estaba solo en casa. Tenía que hacer algo, no podía seguir quedándome solo. Vino a despertarme, hizo como si no pasara nada. Me hizo cambiar y apurarme para ir a la escuela. Me dejó en la puerta como todas las mañanas, y volvió al sanatorio. Como no tuvo coraje para contarme nada feo, apenas se animó a inventar que mamá me mandaba un beso, y que pasase un lindo día en la escuela, como siempre.
No sabía que papá volvía al sanatorio para encarar la dureza de su viudez. Papá no sabía cómo enfrentar la triste realidad de que me quedara huérfano de mamá. Apenas pudo contar con la ayuda de un amigo, que me llevó a pasar el día a su casa, donde me quedé a dormir. Las funerarias no son para los niños, qué horror, miren si todavía les da por llorar.
El día después del entierro fue terrible para papá. Esa casa sin mamá ya no iba a ser nunca más la misma. Era domingo. Me desperté y fui a darle un beso a papá, como todas las mañanas. Hacía años que no fumaba, pero ese día, papá encendió su vieja pipa de madera; en todo caso, yo ya era más grande, no me iba a importar. Inhaló varias veces, como tratando de ahogar un fuego que lo quemaba por dentro. Me dijo que no iba a volver a ver a mamá por mucho tiempo. Hice preguntas. Papá apenas dio respuestas. Cada vez más difusas. Cada vez más vacías. Sin sentido. Nada tenía sentido.
Pasé un domingo deprimente. No jugué. No hablé. No lloré. No sabía llorar.
Papá se tomó una semana libre en el trabajo, iba a necesitar ese tiempo para poder organizar mi nueva vida, tenía que seguir adelante como fuera. Pero claro. La vida de niño sin mamá, ya no es la misma. Menos, cuando papá vuelve a trabajar como siempre, y me quedo rato largo solo. Todo buen padre tiene el deber de mantener un hogar. Eso, yo lo entendía. Pero seguía sin entender por qué mamá no volvía. No encontraba respuestas. Solo el humo de una pipa. Con una triste sonrisa vacía.
***
Los trece años me vinieron llenos de vibraciones nuevas. Los cambios corporales me ocuparon buena parte de mi atención, las compañeras de la secundaria hacían el resto. Yo las miraba, ellas avanzaban. Incitaba la atracción de varias. Pronto todo mi cuerpo se cubrió de pelos rubios encrespados. Las chicas me acariciaban los brazos. Alguna que otra fue más atrevida, me desabrochó la camisa y me pasó las manos por el pecho.
–¡Ay, ay, ay, ay, ayyyy…! Crispín, no te creo que estés recién estrenado… No pareces novato. Eres tan bueno haciendo el amor… Vamos otra vez. ¡Lléname el cuerpo con tu amor!
Así me habló esa chica primeriza. Fui precoz; a esa edad conocí mi primer orgasmo de a dos. La inocencia se me fue perdiendo día a día, con cada beso, con cada chica, con cada orgasmo doble (o múltiple), con la fascinación vivida a cada paso. Les hacía el amor. No lo contaba, pero los demás lo sabían. Todos me miraban como a un compañero destacado. Me respetaban. Muchos, hasta me envidiaban.
Papá seguía con su vida rutinaria. Se guardó su opinión sobre mi iniciación, que en el fondo aprobaba. De vez en cuando me hablaba cosas, consejos concretos, se aseguraba de que supiera lo que necesitaba para manejarme sin riesgos en esa nueva etapa de mi vida. Todo estaba bien, mientras siguiera adelante. Pero no fue tan simple. Se fue complicando. Se fue enredando. Se fue enrevesando.
A los quince traje a la casa una novia de rastas que fumaba marihuana. Papá fumaba en pipa mientras me veía envuelto en humo verde, yo parecía tan feliz con esa chica de ideas raras. Yo aprendía como podía lo que era el amor. Había tenido durante doce años el feliz ejemplo de mis padres. Yo también quería hacer mi vida, reinventarme, lo hacía como me salía. Papá no rehizo su vida, siguió muy solo. Nadie iba a poder ocupar el lugar de mamá, y no tenía forma de darme una nueva madre. Le remordía la conciencia por no haberme hablado nunca con claridad sobre la muerte. Yo no sufría con la palabra muerte, no me dolía; la desconocía. Y corría peligro de terminar desconociendo también la palabra vida.
No tardé en adquirir el hábito de fumar marihuana. Papá tenía el hábito de fumar en pipa. En la casa había ceniceros por todas partes, flotaban nubes de humo. Algún incienso perfumaba el ambiente, lleno de estímulos olfativos.
A los diecisiete estaba desmotivado para estudiar. No fui más a la secundaria, papá también había dejado de estudiar muy joven, no tuvo argumentos para decirme que siguiera. Me toleró que fuera un vago. No me sentía bien así, yo que había sido tan buen alumno en la escuela. Pero claro, había tantas chicas, les daba tanto amor con mi cuerpo crespudo y mi simpática sonrisa, que la vida seguía igual. Con cuidarme ya alcanzaba, ellas volaban.
Tiempo después, papá fue teniendo algún asunto por fuera de casa, estaba sintiendo que necesitaba más vida. No las metía en casa por respeto a mí y por el recuerdo doloroso de mamá. Pero a mí no me negaba nada, yo sí que seguí llevando chicas a casa. Parecía que era un buen amante, siempre contento haciendo el amor, era lo que me mantenía.
A los dieciocho andaba con mi larga melena de rastas rubias con la que les seguía llamando la atención. Salía a la calle a dar un paseo, conquistaba una chica, o ella me conquistaba a mí, la llevaba a tomar una cerveza a casa, terminábamos haciendo el amor en mi cama o en la alfombra. Mientras, papá afuera, trabajaba, volvía tarde. Sus asuntitos tendría, se entretenía. Todo estaba bien.
A los diecinueve conocí a Isaura. Ella acababa de iniciarse con un viajero ocasional que la alborotó. La invité, como era mi costumbre; podría haber sido otra chica más. Pero no fue así. Esta chica era especial. Me elevaba y me bajaba. Me hablaba como ninguna otra. Me ordenaba. Me hizo dejar el cigarrillo de marihuana, por un tiempo.
Tuve una conversación con papá, como hacía tiempo no la tenía. Quería trabajar, hacer algo útil. Me gustaban los números, las letras, el dibujo, las artesanías, las plantas, las mascotas, los textiles… Eran tantas las cosas lindas que me gustaban, que le daba pena verme hecho un vago. Yo me daba pena, y no me daba cuenta. Papá me ayudó y me consiguió cosas que hacer. Muchas cosas.
También entré en un cuadro de fútbol, de aficionado nada más, pero le tomé el gusto al balón y al compañerismo de festejar los goles abrazados. Hice amigos. Recuperé viejos amigos, que me dieron la bienvenida de regreso a la vida. Eran viejos sentimientos que nunca se habían terminado de apagar. Porque los buenos amigos jamás se olvidan, menos cuando son sanos.
Uno de mis nuevos amigos, un artesano, me enseñó a hacer cosas preciosas. Empecé a llevarme más trabajo a casa. Monté un taller con telares, tenazas y torniquetes. Daba gusto verme hacer cosas útiles y bonitas que después vendía a muy buenos precios. Papá, encantado. Sabía que, en el fondo, todo esto se lo debía a Isaura, esa chica inconformista que no paraba de repartir reproches para provocar y siempre se callaba para elogiar.
Me fui creando nuevos hábitos. Pero de vez en cuando, como por descuido, volvía a la marihuana. Isaura me criticaba todo el tiempo por dejado; por el tiempo perdido hacía tiempo. ¿Cuándo se habían escuchado reproches en casa? Nunca. Pero ahora era así. Habían faltado límites durante demasiado tiempo. Y ella iba a poner freno. Aunque para eso tuviese que darle órdenes al suegro. Papá siempre se anticipaba, evitaba negarle nada a la nuera. Isaura, a veces, parecía mi hermana mayor y, más que la nuera, la suegra de papá.
Con Isaura fuimos adoptando nuevos patrones de comportamiento. Pasaban cosas, discutíamos, nos gritábamos, nos pedíamos perdón, terminábamos haciendo el amor a lo loco. Con más intensidad que nunca. La placentera voz de Isaura le agregaba algo de suavidad y dulzura a los momentos más intensos.
Tan intensos, que nos olvidamos de cuidarnos. Un día, Isaura supo que estaba embarazada. Yo me dediqué a trabajar con más ganas, quería tener al hijo, quería ser un buen padre, quería y quería. Pero seguía fumando marihuana, y eso lo complicaba todo.
La barriga fue creciendo. Isaura, resignada, esperaba algo.
***
Un día no aguanté, los gritos de Isaura me cansaron. Empecé a salir de nuevo a escondidas, a hacerles el amor a otras, como tan bien lo sabía hacer.
Una noche no volví, me quedé en casa de aquella chica de rastas que a los quince había traído a casa. La hice volar tres veces, gritando de goce.
–Sigues siendo bueno para el sexo, Crispín. Tú no cambias. Hasta mejoras con el tiempo. Como el buen vino.
–Querrás decir que hicimos bien el amor…
–¿Amor? Jajajajajajaja. No seas cursi. Jamás te hice el amor, ni tú a mí. Tuvimos sexo. Torrentes de sexo. Puro sexo. Nada más. Si me vas a hablar de amor… Bueh, mejor ni me acuerdo, tú sabes. En mi vida, son todos tristes recuerdos. Pero contigo, un poco de sexo sirve, está bien. Si quieres, podemos seguir así, crespudito.
Me alarmé. Me crispé. Me puse la ropa apurado y me fui, dando un portazo.
***
Puro sexo.
Había estado todos esos años, desde los trece, teniendo sexo con un montón de chicas. Con códigos, con responsabilidad, con cuidado, con respeto por los tiempos y los gustos, buscando dar un montón de placer, eso estaba claro, pero… ¿dónde se me había quedado el amor?
¿Hice el amor con alguna?
¿Con tan solo una, aunque sea?
Isaura, ¿por qué me critica y me discute tanto, si yo la amo? ¡Juro por Dios que se lo dije! ¡¡Y que lo siento!! ¡¡¡La amo!!! Hasta se lo escribí. Que busque en los cajones de casa, en algún lado lo puse, está de mi puño y letra.
A ninguna le di nada parecido.
Pero…
Yo siempre amé.
Siempre creí que estaba lleno de amor.
Desbordando amor.
¿Las amé a todas?
¿O sucede que las tuve a todas, pero solo amo a una?
Me fumé un cigarro de marihuana, me quedé toda la tarde tirado, pensativo, en el césped de la plaza. Todas las sábanas blancas de mis recuerdos se enredaban con las incontables manos que acariciaron los pelos de mi cuerpo, los gemidos y las palabras no dichas, las lenguas de fuego y de seda, las noches en vela placentera y los sueños eróticos sin resolución. En mi mundo interior, todo es Eros, el dios griego del amor. Pero… ¿dónde se me quedó el amor?
***
Con otro cigarro de marihuana por la mitad, entré a casa, cerré con cuidado para no despertar a nadie, lo apagué en el cenicero de la mesita, y me eché a dormir. Isaura habrá tenido ganas de reprocharme, pero prefirió callarse.
***
–Crispín, mi hijo querido. Te estás quedando. Ya no te queda tiempo. Se te va la vida.
–¿Mamá?
–Sí, hijo. Soy yo.
–¿Por qué no te escuché todos estos años?
–Trataba de hablarte. Pero no me podías oír.
–Claro que no, si ni siquiera sé en dónde estás.
–Yo estoy muy bien aquí donde estoy. Pero no estoy bien, si te veo así.
–¿Cómo dices, mamá?
–Estás desperdiciando tu vida.
–Pero, mamá… me puse a trabajar, hago de todo, gano dinero, a tu nieto no le va a faltar nada, papá está conforme…
–Tu papá siempre estuvo conforme. Yo tuve que sostenerle el ánimo y complementarlo. Siempre. Nuestro amor fue así. Y ahí te criaste tú.
–Es verdad, mamá. Ustedes se amaron mucho. Tengo lindos recuerdos de todo eso…
No me acordaba nunca de mi infancia. Para mí no había pasado. Desde la entrada en la adolescencia, mi vida había sido puro presente. Era ahora que los recuerdos volvían. Todos juntos. De golpe. Por fin. Acordarme de la infancia, del lindo matrimonio de papá y mamá. Mi verdadero y único ejemplo. El que tuve.
–Muchas veces lamento no haberte enseñado cosas.
–¿Enseñarme, mamá? Si casi fui el mejor alumno de la escuela. Siempre volvía contento, les contaba todo, me llenabas a besos…
–Sí, pero eso fue antes, cuando eras niño. La vida de los adultos no es fácil.
–¿Me lo vas a decir así, mamá?
–Es así como te lo digo.
–Pero… viste cómo es mi vida aquí. Isaura se pasa reprochándome. ¿Eso es amor? Hasta lo reprocha a papá. ¿Esa es manera de vivir? Mamá, yo quiero estar bien, quiero que tu nieto esté bien, pero… ¿se puede, así?
–Ahora yo estoy en el cielo, tú estás en la tierra. Por favor, Crispín, quédate en la tierra, por mucho tiempo. Vive en la tierra. Crece en la tierra. Tienes que crecer. Tienes que creer. Créeme, es posible, Crispín, mi amor. El amor existe. Tú lo sabes bien. Ahora, tienes que vivirlo bien. Pero eso, te toca a ti.
***
Tres jóvenes de rastas en la ladera del cerro.
Dos artesanos amigos conmigo. Los tres fumando marihuana, esa cosa que algunos hasta osan decir que es medicina. Las nubes de humo verde adornan las penas, las tapan, pero no las curan. Uno de los tres, alto y de espaldas anchas, lleva el tatuaje de una pequeña calavera en un pómulo; herida sin cura de un amor doloroso. Otro, flacucho enclenque, con escarificaciones en el brazo; testamento de otro inarreglable dolor, insanable, peor. Yo tengo algún tatuaje en la espalda, de esos que se eligen en revistas bonitas, pero… eso no es estar marcado. Ni siquiera es enfermo. Es estar adornado, decorado, retocado apenas. Mis penas… son penas. Apenas.
Me tengo que dar cuenta, de una buena vez por todas, que no tengo ninguna desgracia en mi vida como esos dos muchachos, bienintencionados ellos, que me acompañaron en esta peregrinación. Todos buscamos algo. Algo que imaginamos pero desconocemos. Algo que nos salve. Que nos saque de tanto dolor, de tanto sufrimiento. Mis amigos sí que saben lo que es sufrir, por eso no se ocupan de transmitir. Pero yo desconozco el sufrimiento, parece que se me escapa al viento.
Imitando a otros visitantes, los tres amigos nos inclinamos en la tierra, como orantes.
Al arrodillarme, revivo aquellos momentos en el lecho, con la imagen de mamá.
Miro la imagen del crucifijo. ¡Despierta!
Las marcas de sangre. Color.
La corona de espinas. Dolor.
Los estigmas. Horror.
La herida en el costado. Está abierta.
«Ahora yo estoy en el cielo, tú estás en la tierra».
Me agarro del suelo de tierra. Araño la tierra. Tiembla la tierra.
Una impetuosa tormenta se desata en mi cuerpo. No es pasión de esas que conozco, no. Es otra pasión. Sufrida.
Me angustio. Me amargo. Me tenso. Intenso el torrente interior.
Lloro. Rujo como un león. El llanto penetra los oídos de los amigos.
Me abrazan. Me dejan. Me acompañan. Me consienten. Me sienten.
Siento. ¡Cómo siento! ¡¡Cómo duele!! ¡¡¡Cómo duelo!!!
Hace falta coraje para sentir el dolor.
***
Dolores de parto.
Dolores de cabeza.
Dolores de oído.
Dolores de panza.
Dolores de corazón.
La vida duele.
***
Me despierto con un poco de dolor de cabeza.
La resaca del buen vino de mesa deja sus secuelas.
La luz es radiante, eso es un poco molesto.
Pero estoy aquí, como siempre, en mi habitación.
Roni me salta encima de la barriga, gritando como un karateka, ¡en guardia!
Ese sabandija parece un demonio. ¡Qué trabajo que da!
–En guardia, papi. ¡Te voy a atacaaaaaar!
–Basta, Roni, basta. Que es temprano, si apenas...
En eso, la voz de papá resuena desde la otra habitación.
–No es nada temprano, Crispín. Apenas falta una hora para la boda. ¿O ya te olvidaste?
–Feliz cumple, papi. ¡Te voy a abrazaaaaar!
Hoy cumplo veinticinco años. Fue el día elegido para casarme.
Así, de manera tan solemne, quisimos que el recordatorio del importante rito de pasaje fuese el mismo día que el de mi nacimiento. Para así marcar un definitivo renacer.
Hacía incontables horas que dormía. La despedida de soltero que me hicieron mis amigos estuvo bien, hasta hubo una buena estríper rubia disfrazada de enfermera, pero nada más que eso, nada de sexo. Puro vino y bromas, muy buena onda, muy buen humor. Venía de unos meses muy intensos, muy llenos de idas y venidas. Pero llenos también de razón, de concentración, de contención, de elaboración, de decisión, de resolución. De amor bien entendido. Sin malentendidos. Sin sobrentendidos, ¿eh?
¿Este es el mismo Crispín de siempre?
Me toco la cabeza. ¡Calvo!
Me miro en el espejo, me quedo mirando. La redonda calva es perfecta. Me queda bien. Un cambio de imagen viene bien de vez en cuando.
El traje negro me queda como pintado. ¡Qué pinta! Un galán alto y flaco que se casa.
–Vamos, Crispín, ya se hace tarde. No querrás dejar a Isaura plantada en el altar.
Papá está radiante, hasta parece más joven que yo. Ojitos de contento.
Detrás se aparece la mujer de papá, precedida por una barriga de ocho meses.
–Ay, papá… nunca te lo dije, más vale tarde que nunca. Estás loco. Mira que querer darme un hermanito ahora, cuando ya tienes cuarenta y cinco…
–¿Loco? ¿Yo, loco? Jajajajaja. Crispín, loco estabas tú, con esa vida que llevabas. Esto sí que es vida. Buscamos este hijo con amor, para ella es el primero. Para ti, más que un hermanito va a ser como un sobrinito. Tú sabes, hasta va a tener con quién jugar y pelear.
Cerca de la ventana, el crucifijo de marfil. Yo nunca lo colgaba, pero… es un regalo de los amigos que me apoyaron. Los que me pudieron bajar del cerro, de esa cuesta. Artesanía hecha de huesos, renacer de vida, resurrección de mi perfil.
En la pared, un retrato de mamá me sonríe. ¿Hoy sonríe como respuesta?
Roni se aparece tras la puerta, con la peluca de rastas puesta.
–Tus rastas, papi. ¡Te voy a copiaaaaaar!
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Obra registrada en SafeCreative con el código 1512166038579
Publicada en "Luz de Candil" número 3, páginas 37 a 45: https://view.publitas.com/p222-8863/revista-3/page/37
Ver también en mi blog: https://blogdefabio.com/2016/09/03/la-peluca-de-rastas/
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Muchas gracias, Emilia, por tu atento mensaje. Que tú también tengas un muy feliz domingo.
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