Arqueología 

Por Arelí Chavira y Jesús Chávez Marín

Mi amigo Fernando vino a Chihuahua y lo llevé a Madera en mi vochito, quería conocer las Cuarenta Casas, pero quiso ir de pueblo en pueblo. En cada uno visitábamos la plaza y la iglesia. En el anterior a Madera llegamos a tocar a la casa del padre, a pesar de que ya eran como las ocho de la noche.

 Nos abrió el sacerdote y mi amigo le preguntó si podía mostrarnos la iglesita. El padre estuvo de acuerdo y entramos. A pesar de ser una iglesia antigua, lucía moderna, lástima; la habían remozado. Algo que me extrañó fue ver la imagen de un Cristo elevándose al cielo, y no en la cruz todo martirizado. Pero bueno, allí estábamos escuchando al cura, su manera de hablar me parecía curiosa, al pasar junto a él me llegó el olor a tequila. Andaba hasta las chanclas.

 Cuando acabó la explicación, nos invitó a un café y nos ofreció unas manzanas.

 ―Tómenlas de la reja que está en el rincón.

 Me agaché por ellas y junto a la reja había una colección de toda clase de licores. Cuando nos despedimos para seguir el viaje, nos dijo:

 ―Es tarde para que se vayan, tengo una habitación extra. Quédense, son patrañas eso de que las parejas no deban dormir juntas sin casarse, yo no tengo problemas con eso.

 Pero mi amigo quería estar lo más pronto posible en Madera, le agradecimos su hospitalidad.

 Llegamos como a las once, parecía pueblo fantasma y hacía un frío del nabo. Llegamos al hotel y nos instalamos,  pero el señorito se aferró a ir al centro a esa hora. Allá fuimos, irrumpiendo en el silencio de la noche. Yo no conocía el pueblo, conducía muy despacio buscando algún lugar para cenar; como era de esperarse, todo estaba cerrado. Decidimos regresar al hotel pero tomé una calle en sentido contrario sin darme cuenta. A lo lejos divisé una patrulla que al vernos avanzó hacia nosotros; en la primera esquina di vuelta a la derecha y me topé de frente con los policías, bajé el vidrio en espera de una indicación pero no pasó nada, avanzamos como un metro y de pronto nos cerraron el paso tres patrullas, dos adelante y una detrás.

 Se bajaron un montón de encapuchados con metralletas, nos rodearon y uno de ellos exigía que me identificara y bajara del carro. Terror. Yo pensé: ya nos desaparecieron, o nos usarán como chivos expiatorios, nos sembrarán droga o de plano me van a violar y matar.

 Con un valor más fingido que nada le dije a los supuestos policías:

 ― ¿Por qué nos detiene?, ¿qué falta cometimos? Nos están tratando como a delincuentes.

 Él me contestó:

 ―Venían en sentido contrario.

 ―Y qué ―le respondí― pues deme la infracción y ya. Está violando mi libertad de tránsito, además no excedí la velocidad ni tengo aliento alcohólico. Déjenos ir.

 ―Bájese del carro y deme su identificación ―me repitió el encapuchado.

 ―Pues identifíquese usted, quítese el pasamontañas y enséñeme su placa, ¿cómo voy a saber si es en verdad policía?, ahora ya ni se sabe ―todo eso le dije casi gritando.

 ―Por última vez, bájese del carro y suavíceme el tono ―vociferó― si no quiere tener verdaderos problemas.

Me apuntó con su arma. No tuve más remedio que obedecer pero sentía que las piernas se me doblaban.

 Nos llevaron a un lado del automóvil mientras lo registraban. Estaba asustadísima y en eso veo unas luces que llegan, en la acera de enfrente se estacionó una troca de modelo reciente. De ella se bajó muy tranquilo aunque algo trastabillante el sacerdote que había sido nuestro magnífico anfitrión. Se acercó con familiaridad y habló con los judiciales:

 ― ¿Qué pasó, muchachos? ¿Hay algún problema con estas personas? Ellos son amigos míos, estuvimos tomando café hace dos horas, son gente buena, mejor déjenlos ir y vámonos de una vez al dominó, ya es tardísimo.

 ―Órale pues, mi cura Hidalgo. Vámonos, espero que se traiga un buen pomo, para el frío, que está liando la grulla.

 El sacerdote se despidió muy cariñoso de nosotros. Y nos dejaron ir.