Artículo escrito por Raysan. Publicado en Febrero 2013 en la Revista Esfinge. http://www.revista-esfinge.com/
Hoy no voy a hablar ni de la sencillez de una sonrisa, ni de la mirada enternecedora de un perro, ni tampoco de aquellas frases de una esperada misiva que se releen y rememoran. Ni del vaho dormido en los cristales de los otoñales días, ni del ronroneo de un gato, ni del bálsamo de la ternura, ni de la mirada paciente del verdadero maestro. Tampoco voy a hablar de la pujanza de una brizna de hierba, ni de la flexible silueta del junco, ni aun de los dorados campos de girasoles, aunque de alguna manera el mundo y la vida estén plagados de incontables pequeñas cosas que rozan con su belleza el mundo de lo indescriptible y fantasioso.
Voy a hablar de algo no menos bello, de la sencillez y la hermosura de lo infinitesimal, de aquello que siendo pequeño es a su vez infinito y sin límites, de los abismos del átomo, de las leves partículas atrapadas en las mismas leyes que mueven los espacios siderales; voy a hablar de la belleza y serenidad que esconden entre sus diminutos pliegues.
Puesto que el mundo se halla conformado sobre la base de leyes sencillas y armónicas, que guardan siempre una velada simetría, en nuestro infinito universo, lo inmensamente pequeño rivaliza en belleza y profundidad con lo inmensamente grande.
Si descendemos desde las dimensiones habituales en que el hombre se mueve hacia el mundo de lo minúsculo, cortando la realidad en pequeños tomos con un supuesto bisturí capaz del más delicado de los cortes, llegaremos al mundo de lo infinitesimal.
En nuestro viaje hemos acumulado ya muchos logros: hemos dejado atrás los segundos-luz y las unidades astronómicas; hemos divido el meridiano terrestre hasta alcanzar la diezmillonésima parte del mismo, al que llamamos metro; hemos dividido por mil veces el metro hasta alcanzar el tamaño de la cabeza de un alfiler, y aun la cabeza de un alfiler, que mide apenas un milímetro, es un mundo inmensamente grande según con qué cosa se lo compare.
Así, la centésima parte de un milímetro nos llevaría a los dominios de la célula roja de nuestra sangre, y la centésima parte del tamaño de dicha célula nos llevaría a los dominios de un virus. Dividamos esta magnitud por mil y alcanzaremos la medida del radio de un átomo cualquiera.
Desde antiguo, el hombre creyó que dividiendo la materia de modo sucesivo se alcanzaría un momento en que se hallaría algo indivisible, a lo que llamó entonces átomo, palabra que etimológicamente significa sin partes.
En la Antigüedad, ya los griegos, aunque lo expresaran de otro modo, pensaban que la materia procedía de distintos elementos o partículas como componentes. Para Empédocles (s. V a.C.) el origen de todas las sustancias determinadas son los cuatro elementos que permanecen inalterables: tierra, agua, aire y fuego. Pero el significado de estos elementos es más profundo del que hoy en día le damos. Adoptan el mismo significado que en los términos alquimistas; por ello, la ciencia actual lo desprecia, por no entenderlo, y me atrevería a traducirlo diciendo que se refiere a que todo en la naturaleza está conformado como reunión de los elementos físicos, energéticos, emocionales y mentales, que se conjugan para conformar a los seres vivos y al hombre.
También Anaxágoras (s. V a.C.) decía que todas las cosas provienen de un primer principio que podía contenerlas, y que era el resultado de la combinación de “las semillas”, es decir, de ciertas entidades ilimitadamente pequeñas, que eran inalterables e inertes. Estas semillas fueron posteriormente llamadas “homeomerías” por Aristóteles (s. IV a.C.), considerando igualmente que según la proporción en que intervenían en cada ente, daban lugar a sus características específicas.
También los atomistas Leucipo y Demócrito expresaron que todo ente, los diversos seres y cosas, proceden de unos átomos, llenos, compactos, indivisibles, infinitos en su número, iguales cualitativamente pero de características diferentes, capaces de movimiento por el vacío existente, y tendentes a la agrupación o separación. Según explican, se mueven por la necesidad, aunque “colisionan y algunos son expulsados mediante sacudidas al azar en cualquier dirección, mientras que otros, entrelazándose mutuamente en consonancia con la congruencia de sus figuras, tamaños, posiciones y ordenamientos, se mantienen unidos y así originan el nacimiento de los cuerpos compuestos”.
Pero hoy en día pensamos que lo que concebían en la Antigüedad por átomos es diferente a lo que hemos concebido nosotros. ¿Será tal vez porque hemos logrado dividir aquello que parecía indivisible? Olvidamos que todo, con el paso del tiempo, también será nuevamente divisible, y otras nuevas concepciones también ridiculizarán las que hoy mantenemos con orgullo.
Diseccionando la realidad
Y ciertamente, transcurrido el tiempo desde las concepciones griegas, se comprobó que el átomo era divisible, y que estaba conformado por un núcleo central y unos electrones que orbitaban en su derredor. Más tarde, el núcleo desveló sus secretos, y se reconocieron los protones y los neutrones, que eran mil millones de veces más pequeños que el tamaño medio de un átomo. Y tras ellos se descubrieron otras partículas o grupos de partículas como los fermiones, los bosones, los mesones, los piones, los muones, los neutrinos, etc. Incluso, recientemente se ha constatado para cada partícula la existencia de su antipartícula, tales como el “antiprotón” o el positrón (“antielectrón”), las cuales, por ser de igual masa y carga contraria, al encontrarse con sus partículas contrarias se funden y desaparecen en apenas una diezmillonésima de segundo.
El número de partículas actualmente conocido es cada vez más elevado, pues son centenares, que a su vez se desintegran las unas dando lugar a las otras, en tanto que sus dimensiones se adelgazan. Pero todas ellas parecen estar conformadas por unas partículas de nivel inferior, a modo de ladrillos componentes de la materia a los que se llama “quarks”, unidos mediante la argamasa de una nueva partícula, el gluón.
No obstante, la apariencia del átomo es la de un espacio vacío. Es conocido el ejemplo que nos dice que si el átomo fuera tan grande como un estadio olímpico, el núcleo sería como una pequeña naranja en su centro, en tanto que un electrón sería tan pequeño como un mosquito en los graderíos.
Por lo tanto, hay más en el átomo de vacío que de materia densa. Y a pesar de lo dicho, los átomos se combinan en moléculas, y son causa de la textura y solidez de lo material, y de la composición de las cosas.
Sabemos también por los experimentos de Bell y de Aspect (1975) que cuando dos partículas gemelas son lanzadas contra una densa placa en la que se ha dejado una rendija, si una de ellas logra traspasar por ella, la otra nunca lo hace. ¿Cómo se dieron el aviso? ¿Qué es este extraño comportamiento para pequeñas partículas distantes que reaccionan como una entidad?
¿Son estas partículas algo que roza lo etéreo, el nivel más ínfimo de la materia? ¿Son a su vez independientes o son aspectos de una única partícula aún por descubrir? De seguro podremos ir más lejos con el tiempo, pero tampoco sabemos si hay lugares donde ir. Hemos logrado dividir el átomo y llegar por ahora hasta los quarks, pero ¿qué impide creer que las partículas indivisibles y sin partes que siempre citaron los textos clásicos no sean los quarks?
Aún hay muchas preguntas a resolver, pues no sabemos si las herramientas utilizadas son todavía imperfectas o existe algún límite natural que el hombre no podrá rebasar.
En su principio de indeterminación, Heisenberg demostró que cuando queremos atrapar una partícula, en el propio interés de medirla la alteramos. Hay, por tanto, una incertidumbre a la hora de conocer perfectamente su posición, y si llegamos a conocerla, al mismo tiempo hemos logrado variar sus magnitudes o características de masa y velocidad.
Es clásico el ejemplo que nos indica que cuando queremos atrapar una moneda que se nos ha caído por la rendija de un sofá, al pretender alcanzarla con la mano provocamos que dicha rendija se haga mayor y cada vez sea más difícil tener éxito.
Tal vez, entonces, desde esta perspectiva, lo que alcancemos a descubrir al alterarlo no se corresponda con lo que queríamos descubrir.
Pero ¿hasta donde podremos seguir dividiendo la materia? ¿Depende de la finura del bisturí que utilicemos o el universo se amplía también en interminables pliegues hacia lo profundo e insondable?
Y de seguir así, ¿nos permitirán dichos adelantos comprender psicológica y humanamente mejor a los seres humanos o tan solo será un descubrimiento físico? ¿Esperamos aún construir una torre de babel que llegue de nuevo hacia el cielo o queremos crecer también en comprensión humana?
Seguramente podremos seguir dividiendo la materia mucho más, y con el paso de los siglos venideros otros tantos nuevos exploradores alcanzarán desiertos salados, yermos parajes en continentes inhóspitos, o disfrutarán de feraces laderas jamás antes holladas por los escrutadores ojos de un microscopio. Mínimas texturas olvidadas, aún escondidas en las ínfimas dimensiones de otras tantas agujas de materiales aún desconocidos en el indolente presente, mostrarán bajo la lupa de miles de aumentos yacentes volcanes dibujados en los ojos de la herrumbre.
Por una brizna de un óxido nuevo, el hombre siempre estuvo dispuesto a alcanzar la luna; por un poco de oro o una gota de petróleo, el hombre siempre estuvo dispuesto a emprender una guerra; pero también es cierto que el hombre –hecho de lo uno y de lo otro–, por una gota de ámbar con una dulce libélula dormida en su regazo siempre estuvo dispuesto a olvidarse de sus propios intereses.
Recordando aquella vieja máxima que enseña que “ciencia sin conciencia es la ruina del alma”, conviene tener presente que tras las dimensiones de lo infinitamente pequeño duermen a partes iguales el interés y el propio afán de superación, la infaltable soberbia del hombre y el descubrimiento de las claves y leyes que le devolverán a la humildad que precisa.
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