- Ya está, lo he decidido: me voy a hacer el Camino de Santiago. Me voy a investigar sobre esa magia que dicen que hay por allí. Meigas, conjuros, magos...Si tanto hablan de esas cosas, es que algo tiene que haber, así que voy a averiguarlo.
- Pero...¿qué dice esta niña, Paco?
Bueno, la pregunta de mi madre, más que a pregunta, sonó a exclamación. Vamos, que si en su lugar mi madre hubiera dicho ¡Paco, a esta niña definitivamente se le ha ido la cabeza!>>, la frase hubiera transmitido el mismo mensaje.
- ¿Qué estás tramando ahora, Mariana?- eso sí fue una pregunta, de mi padre en este caso.
Tramando. Ese gerundio está muy asociado a mí. Les cuento. Yo siempre ando de acá para allá, no tengo asiento ni descanso. El problema es esta enorme e insaciable curiosidad que siento por todo en este mundo. Incluso por aquellas cosas absurdas en las que nadie repara, o no se atreven a reparar por miedo a que los tachen de locos, que es como se me tacha a mí. Yo soy el bicho raro del pueblo>>. Que si tengo muchos pajaritos en la cabeza, que si a ver si me dejo de tonterías ya, que si ya es hora de que les dé a mis padres un respiro, que si por qué yo no puedo llevar una vida como todo el mundo... (¿cuál será esa vida que parece que todo el mundo lleva por igual?, me pregunto yo. Es algo que, aparte de no comprender, me parece de lo más aburrido...). En fin, que todos tratan de aconsejarme diciendo que si no cambio, a estas alturas de la película, jamás encontraré un hombre en condiciones (¡y con lo difícil que está hoy en día encontrar a alguien, hija mía!>>, comenta Mari Pili, una de mis vecinas, cuya gran satisfacción es que ya tiene a todas sus hijas casadas). Y digo yo que sí, que un hombre estaría muy bien, pero...¿cuál de ellos estaría dispuesto a soportar este trote?
Lo cierto es que, cuando lo pienso, soy capaz de darme cuenta de que mi iniciativa no fue demasiado cabal. Decir que la única razón por la que deseaba meterme en semejante aventura era por ver si era posible encontrarme con alguna bruja o algún mago no es algo como para tomarlo con mucho respeto. Lo que ocurría es que de un tiempo para acá yo me había interesado mucho por todo ese mundillo de hechizos, caballeros que guardaban el Camino y queimadas misteriosas... Incluso había leído algún que otro libro que mezclaba la magia con el Camino de Santiago... Era algo que me tenía absolutamente obnubilada.
Así que, ni corta ni perezosa, un día cogí mi mochila (meticulosamente preparada desde hacía una semana), cogí también algunos libros sobre todo ese mundillo que me tenía tan motivada para la experiencia, dinero, mi gorra...¡los mapas! Recuerdo que casi los olvidé en casa. ¡A saber dónde habría acabado sin ellos! Y, vestida de intrépida peregrina con bastón en mano y todo (que se me antojaba como una especie de gran “palo” para hacer hechizos, de esos que deben usar los magos tipo Merlín el Encantador) allá que me fui a comenzar mi aventura.
Pero no conté con algo: que no iba sola. Conmigo se venía todo un séquito de acompañantes: padre, madre, hermanos, mi abuela María (sí, la abuela a caminar también), la tía Enriqueta (uf, menuda es), las hijas casadas de Mari Pili (esto es, todas sus hijas), mi tutor de mis tiempos de Secundaria y gran amigo de mis padres, don Eulalio, y el grupito de chicas que dicen ser mis “amigas”, a las que tengo “fascinadas” con mis excentricidades y les sirvo de inspiración para sus burlas y bromas pesadas.
Cuando los vi a todos frente a mí, no me lo podía creer. ¿Que toda esa gente iba a acompañarme en esa travesía? Pero, lejos de amilanarme, pues no deseaba darles el gane, me subí al autobús seguida de toda esa patulea, con destino a Astorga, mi punto de partida en esta aventura. Escogí Astorga porque, físicamente no me encontraba bien para empezar en Roncesvalles. Y, además, Astorga era lo que me pillaba más cerca de mi pueblo. Y, supongo, que esta decisión de no andarme todo el Norte de España en dirección Santiago de Compostela fue de agradecer por más de uno o de dos que venían en mi “corte de acompañamiento”.
Mi viaje en autobús hacia Astorga fue un puro trajín, como viajar rodeada de gallinas cluecas: que si qué necesidad había de pasar por aquello; que por qué no me quedaba en el pueblo como todas las chicas de mi edad, haciendo lo que normalmente hacen las chicas de mi edad; que de dónde había sacado yo aquellos libros; que ya podría yo haberme entusiasmado mejor por libros de cocina...
- Hija, que para ser una buena mujer se debe ser una buena cocinera.
Este comentario fue de mi abuela María.
- Sobre todo si quieres pescar un buen marido.
Éste otro, cómo no, era de la casada hija mayor de Mari Pili...
Al llegar a Astorga, muy temprano en la mañana, decidí desayunar algo y comenzar a caminar de inmediato, sin descansar nada. Pensé que, a lo mejor, si ya mismo comenzaba a andar, conseguiría amansar a las fieras que me acompañaban hasta que finalmente callaran por cansancio. Pero nada, el trote no consiguió rebajarles el ánimo ni secarles la lengua. Mi pobre cabecita era como un hervidero de grillos. Y yo necesitaba que estuviera despejada, en perfectas condiciones para así poder concentrarme en cada detalle del Camino, cada persona... no podía despistarme de mi objetivo si quería que toda aquella calamidad tuviera algún sentido.
Durante varios días, mi peregrinar fue una auténtica purga por mis pecados. La comparsa de personas que llevaba tras de mí no callaba por nada del mundo:
- Hija mía, nosotros, a tu edad, éramos padres y todos...- mis padres, intentando hacerme ver que había otras posibilidades más sensatas para mí en aquellos momentos.
- Esta hija tuya está rematadamente loca – ésa fue la tía Enriqueta, ella siempre tan directa.
- Al menos te vas a quedar muy delgada, Mariana. Lástima que no lo luzcas con esa ropa que traes. Fíjate qué estilo más chic tienen algunos peregrinos, fíjate...- mis amigas, siempre conectando con el sentido trascendente de la existencia.
- En vez de hacer esto, Mariana, ¿por qué no proyectas tus energías en tu futuro profesional? Eso sí es un camino en el que deberías profundizar y buscar la forma de llegar lo más lejos posible – ésta fue la primera aportación vocal de don Eulalio al grupo, y ya no calló desde entonces.
- ¡Esta niña, cuándo cambiará!- vocearon todos al unísono.
¡Eso me decía yo! ¡ Cuándo cambiaré... pero de país! Empezaba ya a enojarme tanta crítica destructiva, y mi enfado crecía por momentos. Entonces intentaba alejarme de ellos cuando no se daban cuenta. Era en esos precisos momentos cuando me entregaba a mi quehacer. Me mezclaba con los otros peregrinos, conversaba con ellos, y a algunos les llegué a contar la razón por la que estaba allí. Uf, hubo de todo: el que se rió en mi cara, el que se rió al dar la media vuelta, el que dejó automáticamente de darme conversación, el que me miró con gesto raro...Pero también hubo quien me escuchó, y hasta mostró cierto sincero entusiasmo. Esto me dio seguridad para iniciar con determinadas personas interesantes charlas, debates, diálogos... que me permitieron conocer más un poquito del mundo en general, de este planeta Tierra del que a veces disto tanto. Y algo curioso también pasó en mí: por una vez en mi vida llegué a no sentirme un bicho raro>> mientras hablaba de mis inquietudes, pensamientos, sentimientos, deseos... de todo en general que tuviera cierto eco en mí y que parecía tener cierto interés para los demás. Y me sentía tan bien... tan lejos del sentimiento de soledad y de lejanía del resto de la gente que a veces se adueñaba de mí...
También procuraba indagar en los sitios por los que iba pasando. Me paraba en los lugares que me inspiraban, que me hacían creer que algo misterioso se gestaba en ellos, que algo sobrenatural flotaba en el ambiente: determinados rincones especiales donde realidad y fantasía podían mezclarse, desde una queimada hasta una vista desde lo alto de un monte, pasando por una montaña de piedras que peregrinos dejaban allí o una esquinita muy especial de algún albergue... Pero ni rastro de mis brujas y mis magos. ¿Dónde se esconderían? Pues yo estaba segura de que andaban por allí...
Y mientras mi búsqueda iba tomando cuerpo, algo realmente misterioso (eso sí que fue raro) fue ocurriendo: mis acompañantes iban poco a poco dejándome, iban abandonándome a mi suerte.
La primera en darse por vencida fue la abuela María. Dio su camino por finalizado en Villafranca del Bierzo. Demasiado lejos llegó.
Los siguientes en abandonar fueron la tía Enriqueta y don Eulalio, que se quedaron a la sombra de un árbol, antes de subir la cuesta de La Faba.
- ¡Ahí te quedas con tu camino! – corearon.
Me dio no sé qué dejarles allí, pero algo dentro de mí me decía que se las apañarían bien.
Mis amigas desistieron en el Cebreiro. Después de aquella subida tan tremenda sobre piedras, fango y sudor, descubrieron que el glamour las había abandonado por siempre y, horrorizadas, se marcharon en el primer autobús que las llevara para el pueblo, a ver si allí lo recuperaban.
Conforme me iban dejando, mejor podía yo ocuparme de mis menesteres. Sin embargo, cuánto más me implicaba en el Camino, con sus gentes y sus lugares, y más sensaciones novedosas y extrañas iba recaudando, más lejos de mis propósitos me veía. No lograba toparme de cara con algo que tuviera que ver con sortilegios y hechizos. Secretamente he de confesar que una noche salí del albergue y dormí a cielo abierto, para ver si lograba divisar alguna bruja volando con escoba sobre mi cabeza, o si, por un casual, al menos me asaltaba un búho parlanchín de ésos. La desesperación iba engordando cada vez más mi locura.
Las hijas casadas de Mari Pili me abandonaron en Portomarín. Éstas aguantaron un buen tramo. Pero decidieron bajarse de aquella aventura ellas y sus intenciones de casarme con todos los peregrinos que se cruzaban.
Mis hermanos, que me habían seguido todo el tiempo en silencio absoluto, pusieron fin a su andadura en Arca. No dijeron nada. Comprendí que, aunque éramos hermanos, no teníamos que tener las mismas metas. Supongo que ellos también comprendieron eso.
Y, finalmente, mis padres se quedaron en el Monte del Gozo. Aquella separación fue la más dura para mí:
- Quédate con nosotros, Mariana. Hija, abandona ya.
Pero, llegados a ese punto, yo no podía hacerlo. A pesar de mi honda pena, y hasta de algunas dudas que me invadieron, yo debía continuar, y terminar. Así que me abracé a ellos y allí les dejé.
Y así fue como llegué a Santiago. Recuerdo que mientras recorría los kilómetros que separaban el Monte del Gozo del Apóstol, miles de preguntas y respuestas bullían dentro de mí sin emparejarse las unas con las otras de forma correcta. Y continuamente sobrevolaba sobre mi cabeza esa terrible idea de que todo había sido en vano. Salí en busca de algo que no encontré, y que mucho me temía ya no iba a encontrar.
Recuerdo que así me hallaba, sumida en mí misma, sola por primera vez en todo el camino. Y, de repente, no me acuerdo cómo llegué hasta allí, pasé por debajo de una especie de... arco, creo, y, al girar a mi izquierda, de las sombras pasé a la luz. Allí me encontré con ella. Enorme, majestuosa, segura de sí misma, fiel y hospitalaria como una madre universal... La catedral de Santiago.
- Hola Mariana. Sabía que llegarías hoy. Te esperaba. En realidad te esperaba desde que saliste de casa.
Puedo jurar, de verdad que puedo, que la oí. Oí que me hablaba a mí, sólo a mí, por mi nombre me llamaba. Sólo yo estaba allí para ella en ese momento. Me dejé llevar por lo extraño de la situación.
- Sola y derrotada – le contesté. – No encontré esa magia que vine a buscar.
- ¿Estás segura de ello? ¿Te fijaste bien?
- Con los ojos bien abiertos.
- Se trata de fijarse precisamente con algo más que con los ojos. En cuanto a lo de sola...
Tardé una hora exacta en comprender esas palabras, pero en cuanto lo hice, rompí a llorar. ¡Oh, Dios, y cuánto lloré!
Cuando volví al pueblo, allí me estaban esperando todos. Y allí estaban porque en realidad nunca vinieron conmigo. Los que sí vinieron fueron mis propios fantasmas, aquello que me asusta de la vida: el qué dirán, el no gustar, el no ser lo que esperan de mí, que mi carrera profesional no fuera del todo brillante, que no encontrara a ese alguien con quien compartir la vida, el no poder ser yo... Y todos esos temores se fueron quedando poco a poco en el camino, pudiendo así yo comprobar que podía llegar a cualquier meta siempre y cuando me tuviera a mí misma, limpia de miedos.
Fue en ese momento cuando sentí un enorme amor por mi gente, y les abracé con todas mis fuerzas. Ya estaba en casa.
Hoy me siguen preguntando algunos del pueblo, con tono jocoso, si llegué a encontrar magos y brujas en el Camino de Santiago. Noto cómo, cuando me lo preguntan, burlonamente muestran una mueca que parece ser una sonrisa intencionadamente mal disimulada. ¡Ilusos! Ya soy inmune ante ellos. Hace mucho que dejé de sentirme culpable por ser diferente al resto del mundo. Y, en consecuencia, hace mucho que dejé de pedir perdón por ello.
- Y dinos, Mariana, ¿encontraste por fin las brujas y magos que buscabas?
Otra vez con la preguntita.
- ¿Se te cruzó alguna meiga en el Camino, tesoro?
Oigo las risitas a mi espalda. Era curioso que precisamente ella, Nuria, esa mujer y sus circunstancias, me preguntaran si me había cruzado con alguna meiga en mi camino. En fin, para ello, me di cuenta durante mi peregrinación, no tenía que marcharme hasta Santiago.
- Mujer, allí dicen que haberlas... pues que sí, que las hay.
- Pero, dinos, ¿tú has visto alguna?
Sus grandes ojos y los de sus acompañantes me miraban expectantes, brillantes, con la mueca burlona en sus rostros. Y por un momento me pregunto si, detrás de esa infantil insistencia, en el fondo no sienten el pequeño escozor de la curiosidad y el morbo.
Abro mi boca con la intención de contarles la verdad y...
- Alguna he visto. Aún hoy las sigo viendo.
Entonces se marchan riendo a carcajadas, con aire triunfador por haber desenmascarado un día más a la loca que hay en mí. Y yo, allí me quedo, en parte enfadada por no haber conseguido que se ofendieran con la ironía de mi respuesta, y en parte conmovida porque, en el fondo, es triste comprobar que hay personas que encuentran sentido a sus vidas de esa manera tan patética.
¿Qué si he visto brujas y magos? ¡Claro que los vi durante mi peregrinación! Y no pocos.
He visto brujas, brujas buenas que, con fantásticos potingues y ungüentos, y unos toques de mano muy acertados mientras te cuentan su mundo interior, rebajaban mis crecidas ampollas y aliviaban unos pies vencidos por el pasar de kilómetros. Manos prodigiosas capaces de calmar la tensión de una espalda castigada por la mochila durante horas.
- Anda, toma un poco de esta agua fresca. Te dejará como nueva para volver al camino- me decían, ofreciéndome de sus cantimploras.
Agua de manantial, sangre de montañas muy milagrosa, se lo digo yo. Hacen al cuerpo renacer tras una buena ración de pasos.
Con alguna que otra bruja mala también me topé... sin embargo descubro, como he dicho antes, que de esas nos encontramos todos alguna vez en la vida. Pero sus poderes quedan anulados, y a veces hasta olvidados, con la bondad que también, si somos capaces de apreciar, sale cada día a nuestro paso.
He visto magos, hombres que, ante la desesperación que te da el cansancio y el no encontrar lugar para dormir, sacaban sitio de donde no lo había como sacan liebres de las chisteras los magos de la tele. Hombres que cualquier rinconcito de sus casas o de sus iglesias transforman ante tus ojos en un cómodo hueco donde reposar y abandonarse al sueño.
También he visto señales mágicas. Flechas amarillas, conchas de piedra, números reveladores que surgían de entre los árboles como por arte de magia para asegurarme de que por ahí iba bien. Suspiros de tranquilidad en las encrucijadas.
Y he oído voces, susurros. Los de las piedras, los de los árboles, los del viento, los de las montañas... y los del propio camino. Pero sobre todo, oí su voz, la de ella, tan grande y poderosa, allí, plantada en la Plaza del Obradoiro, con la seguridad que le da el pasar de los años ante ella; con la firmeza de que, aunque el mundo se caiga, ella seguirá allí, recibiendo a sus peregrinos, llamándolos por su nombre. Todavía la oigo llamándome por el mío.
Y me preguntan si hallé la magia que salí a buscar.
A veces la magia puede ser tan humana y cercana que somos incapaces de percibirla. Pero es magia, porque te cambia por dentro y no sabes cómo ocurrió... Ése es el mágico misterio que rodea al Camino, un secreto callado cuidadosamente, que se te revela desde la rutina del caminar, y desde ahí mismo te haces cómplice de él. Comprendes entonces que sólo en el silencio puedes mantenerlo vivo y real, que no puedes contárselo a nadie porque es personal a la vez que universal, y porque sólo se descubre y se entiende...andando.
Y por ello hoy sigo siendo la loca del pueblo, la Mariana, la hija del de la tienda de hilos y lanas, que no anda muy bien la pobre de la cabeza, y que tiene a su familia aburrida.
Enciendo la tele, leo los periódicos, escucho la radio, oigo a la gente, observo sus vidas... ¡y me llaman loca a mí! Yo, porque un día salí de mi casa y, de repente, tuve el gusto de darme de bruces conmigo misma y con mi vida, allí, en Santiago. Ésa es mi felicidad, ¡y mi locura!, a la que me abrazo cada día para poder sobrevivir a este mundo.
Esta es la magia y el hechizo que encontré, y creo que los que todos encuentran cuando se comienza un camino que se anda con el corazón. Y es que los pasos que nos llevan más lejos son precisamente aquellos que no damos con los pies.
¡Necesitas ser un miembro de Creatividad Internacional para añadir comentarios!
Participar en Creatividad Internacional