Hacemos a continuación la semblanza del personaje emblemático de la novela Ojo de Venado, quien fue miembro de las estructuras conocidas como “los escuadrones de la muerte” durante el conflicto civil salvadoreño, la narración está basada en testimonios de la vida real, en personas que han vivido en carne propia estos oscuros pasajes de la historia.

Malasia

Son pocas personas que conocen esos episodios tristes que hablan de mercenarios de diferentes nacionalidades que arribaron a El Salvador durante la década de los 80. Su objetivo no era necesariamente luchar en la guerra civil que acontecía, más bien, entrenar a los miembros de la fuerza armada o soldados del ejército regular.

En la novela “Ojo de Venado” el personaje principal es un soldado que fue adiestrado en contra-insurgencia por uno de estos mercenarios a sueldo, esos mismos que los organismos de inteligencia estadounidense y salvadoreños contrataban para contrarrestar el agudo ataque que el entonces incipiente FMLN ejercía en El Salvador.

A lo largo de la narración nunca se sabe a ciencia cierta el nombre de este mercenario pero si se devela su origen, era de Malasia, precisamente como muchos otros países donde los largos tentáculos de la guerra fría habían llegado.

De la misma forma que el caso centroamericano se tergiversó, así otros conflictos en todo el mundo. Se sabe que había mercenarios que llegaban de Taiwán e Israel, entre otros.

Para el caso salvadoreño y en especial para desarrollar nuestro personaje en la novela, el aprendiz local era un recluta de poca monta que logró ser muy aplicado y diestro como su maestro oriental; entonces fue conocido por todo el gremio castrense como “Malasia”, como el país de origen de su mentor, después de todo los seudónimos e indicativos eran populares en esa época.

En la trama, “Malasia” era el apodo de ese recluta que escaló rápidamente hasta llegar a ser un soldado especial de un célebre batallón élite, su nombre es Carlos Solórzano y nació a finales de la década de los 60 en un caserío llamado: “Los Solórzano” (nombre sustituido), pues toda su familia y parientes cercanos allí vivían, al pie del volcán San Vicente, en el departamento con el mismo nombre.
Anales del personaje
Carlos Solórzano nació días antes que estallara la guerra entre Honduras y El Salvador, la famosa guerra del fútbol en 1969, aun hoy en día ese conflicto despierta curiosidad para los extraños, pues es difícil creer que dos países hayan iniciado una guerra por un resultado entre sus selecciones de balón pie; sin embargo, esa es otra historia que en su momento debemos contar.
Lo cierto es que un grupo de milicianos partió caminando desde la capital salvadoreña, San Salvador, el 14 de julio de 1969, cuando ya era inminente un conflicto entre ambos países. Salieron con el objetivo de tomar a la fuerza la ciudad de Tegucigalpa, capital de Honduras, y durante su recorrido marchaban de pueblo en pueblo, de cantón en cantón, e iban valiéndose de los suministros que les proporcionaban las poblaciones civiles que encontraban, pero sobre todo iban reclutando adeptos a la lucha armada contra los “catrachos” (hondureños).
Para convencer y connotar su causa nacionalista iban mostrando unas calcomanías que se hicieron populares en el vecino país, con la leyenda “hondureño toma un leño y mata un salvadoreño”; - Así nos tratan a los salvadoreños allá… -proclamaban en pregona mientras mostraban el rectángulo de papel adhesivo que se solía colocar en los parachoques de los autobuses de las principales ciudades hondureñas.
También mostraban de puerta en puerta recortes de periódicos con gráficas de las barbaries que se cometían contra mujeres salvadoreñas en territorio hondureño, enseñaban titulares donde decían que mataban mujeres en cinta e infantes indefensos. En verdad no se sabe si eran periódicos reales o simples impresiones utilizadas para hacer contra propaganda.
Lo que sí fue cierto es que “Los Solórzano” desde entonces se conocieron en la zona del norte de San Vicente como un clan o familia que siempre fueron pro-ejército, es decir, muy cercanos a la institución castrense. Pasó la guerra contra Honduras, pero sus hijos, sobrinos y nietos siempre hacían el servicio militar, además pertenecían a la “reserva” (del ejército), quienes se volvieron enemigos naturales de cualquier voz de disidencia en los años posteriores.
Luego al poco tiempo estas poblaciones afines a la institución armada “evolucionaron” y se convirtieron en lo que se conoció como “defensas civiles” u “ORDEN”,  que eran miembros de la población (campesina) que se armaron en pro de defender la patria contra los embates del comunismo, según la retórica de la guerra fría, eran esos paladines que combatían las ideas invasoras de Cuba y La Unión Soviética.
“La defensa civil” eran soldados irregulares, sin rango, descalzos y quijotescos que luchaban contra mitos modernos como: los “come niños”, "los terroristas facinerosos",  los terengos, los herejes impíos que no creen en la gracia de nuestro señor Jesucristo; incluso, hoy en día encontramos esas voces y como siempre insistimos: El principio de la problemática que vivimos es cultural, más que económica o política.
El Conflicto
De esta manera cuando en la zona rural las comunidades cristianas de la iglesia católica comenzaron en los años 70 a hacer sus esfuerzos por concientizar y redefinir la relación patrono-campesino. En este ejercicio un sector de la Iglesia Romana creían de forma decidida en la Teología de la Liberación, descubriendo a las personas de la llanura las injusticias humanas que venían acarreándose en forma cultural, a lo largo de los siglos, y fueron evidentes las razones de exclusión y explotación.
En general contextualizamos parte del inicio de la guerra en la campiña salvadoreña, y así poco a poco los conflictos sociales se recrudecieron. Los grupos llamados “defensa civil” actuaban al margen de la ley, privando de libertad y ejecutando a las personas que se identificaban con muchas comunidades de base cristianas, que además de estudiar la biblia, también reflexionaban sobre los artículos de la constitución y los derechos civiles universales.
A finales de la década de los 70, e inicios de los 80 se da esta conflictividad bajo la ignominia de los medio de comunicación tradicionales, la radio y los dos periódicos de mayor circulación fomentaban el vocabulario propio de la guerra fría. La persuasión de la opinión pública era primordial para justificar la escalada de violencia.
Primero "las defensas civiles" atacaban los ranchos de los miembros de estas comunidades, pero luego a los pocos años se revierte la situación y los sobrevivientes de estas ofensas atacan a su vez los caseríos y cantones donde se sabían que habitaban los miembros de estos grupos paramilitares.
“Los Solórzanos”
Así fue que llegó de noche una columna guerrillera de una de las facciones que luego formarían el FMLN a “ajusticiar cuentas” y masacrar el caserío de Los Solórzanos.
La abuela de la familia había sido la vivandera de muchos soldados a quienes les había tomado cariño, desde la guerra contra honduras hasta esos años; y fue ella misma la que tomó finalmente un fusil G-3 para disparar contra los insurgentes que se le venían encima inevitable, ya que sus hijos y nietos habían sido vencidos esa misma noche; y al verse atribulada no le quedó más que alzarse ella en armas, pero no fue suficiente su coraje, también fue derruida quedando desecha como las paredes de adobe después de tantos balazos.
Luego de la historia contada quedan como únicos sobrevivientes dos niños, Carlos y Benito (Solórzano) quienes para no ser ejecutados y que no quedaran con un destino "incierto", fueron llevados e incorporados a las filas insurgentes. Ambos de 11 y 4 años respectivamente, siendo trasladados a los primeros territorios “liberados” del FMLN en el departamento de Chalatenango donde pasan allí tres años más.
Benito y Carlitos
La guerra continuó y recrudeció, y mientras estaban en un campamento guerrillero fueron atacados repentinamente por un operativo del ejército, uno de esos famosos embates “aéreo  transportados”, donde llegaban cientos de efectivos que descendían rápidamente de helicópteros y arrasaban con los focos "enemigos", que para el caso eran Carlos de 14 años y Benito de 7, quienes corrieron frenéticamente del ataque del ejercito y aprovechando para huir de cautiverio, se refugiaron en un caserío aledaño.
Carlos quien era el mayor arrastró a duras penas a su hermanito, dejándolo depositado con una señora y luego huyó por separado; salvaron así su vida ambos pero nunca más se volvieron a ver hasta en la actualidad (año 2013 cuando se cierra la última epístola de la novela).
Durante esos tres años de cautiverio en el campamento guerrillero, Carlos disparaba contra garitones o posiciones del ejército; o bien, a los convoyes que llevaban suministros a los destacamentos militares, tiraba uno o dos balazos y luego no esperaba enfrentamiento alguno, solo huía y ya, era parte de la táctica de hostigamiento y guerra de baja intensidad que la guerrilla practicaba, el "golpe de mano".
Por otra parte Benito servía de correo para llevar mensajes de un campamento a otro, Carlos quien era el mayor cuidaba afanoso a su hermano menor.
Después de separarse Carlos huye y llega hasta la ciudad donde se refugia en una zona marginal a las afueras de San Salvador, aprendiendo a sobrevivir como un adolescente huérfano en un ambiente urbano pero a la vez agreste, en inicios de la década de los 80. Pasan tres años más y se deja reclutar por el ejercito regular para engrosar las filas del conflicto armado.
Una vez en la institución demostró sus dotes y experiencias guerreadoras, por eso sus superiores le fueron tomando aprecio y conoció así a un mercenario extranjero que decía venir de Malasia, quien lo entrenó con el poco español que sabía, enseñándole las artes de la guerra de baja intensidad. La frialdad de mantener siempre serena la mente bajo los más intensos ataques, aprendiendo de la peor forma a no temerle a la muerte, a saltar y caer de altas distancias, a camuflarse, a disparar certero, a ser pícaro y traicionero, a cumplir la misión bajo cualquier costo, a obtener información, a torturar y a tolerar el dolor intenso.
Los acuerdo de paz
Una vez firmado los armisticios a principios de la década de los 90, Carlos es desmovilizado y después de ser un soldado héroe de guerra pasa a ser un cuatrero en la zona de Aguilares, al norte de la capital salvadoreña. Donde a los pocos años es aprendido por la policía y encerrado en el penal La Esperanza, conocido como “Mariona”.
Allí se encuentra con un ex colega suyo, quien también había sido un soldado élite durante el conflicto: “El Gaveta”. Este último había migrado a la ciudad de Los Ángeles en Estados Unidos y luego deportado por traficar cocaína, no sin antes haber viajado como indocumentado en el tren de la muerte a lo largo del territorio mexicano.
El Gaveta es a finales de la década de los 90 uno de los primeros jefes de pandillas e invita a Carlos a unirse al proceso de formar sus propios grupos clandestinos; sin embargo, Carlos al verse privado de libertad reflexiona del por qué ha luchado toda su vida y a quién ha beneficiado, decide entonces con ayuda de un pastor cristiano evangélico amarrar sus demonios internos e iniciar su difícil conversión.
Finalmente una organización no gubernamental conoce su caso de separación de él y su hermano, e investigan el paradero de Benito quien es localizado en la fría ciudad canadiense de Winnipeg. Como había sido adoptado tenía otro nombre y no recordaba su pasado caótico con su hermano mayor, valiéndole para llevar una vida medianamente normal, a no ser, por las repetidas pesadillas de violencia y guerra que afloraban de su subconsciente durante la noche.
Carlos obtuvo su libertad a inicios del siglo XXI pero sin mayor educación su nivel de vida era precario; no obstante, se había rehabilitado llevando una vida del día a día, como mucha gente pobre en la actualidad. Gracias a un trato que hizo con El Gaveta, a duras penas sobrevivía y participaba por su cuenta en las marchas de los ex soldados, pidiendo una pensión por sus años de guerra.
La moraleja
El argumento de la novela Ojo de Venado gira alrededor de este personaje que es llamado “Malasia”, quien resulta ser antagónico y protagónico a la vez, bueno y mal
o. Complejo como nuestra realidad misma, pero si lo vemos bajo el lente del humanismo nos resulta comprensible la historia y nuestros procesos culturales.
En él vemos el reflejo de lo malo que nos ha sucedido como pueblo, ese destino ineludible a que nos enfrentamos, violento y cruel; pero a la vez su discernimiento nos lleva a la esperanza, alimentando en forma positiva el espíritu y vigorizando poco a poco la salud mental que tanto necesitamos.
Por eso es fácil identificarse con la narrativa, las heridas del alma que cada uno, o bien todos, llevamos a cuestas no son diferentes a las de Carlos Solórzano, y el amuleto del ojo de venado complementa esa idea de proteger siempre a las nuevas generaciones de los males latentes que nos persiguen, a través de la creencia y la fe, fortaleciendo así el legado cultural, ruta inequívoca hacia el desarrollo de los pueblos.

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