Que hubiese un Proust antes de Proust no es noticia. El que aún halla en Marcel un Marcel secreto es lo que importa. Un escritor tan explorado puede acumular poca clandestinidad, y sin embargo durante un siglo ha permanecido a resguardo una esquina más de su escritura.
Unas notas que son las miniaturas de nueve cuentos (ocho inéditos) escritos cuando aún era un joven entregado a la vida social sin más obra que el tanteo de contar su mimada mundanidad en los salones distinguidos de París, en los veranos del Gran Hotel de Cabourg y en las casas de campo de sus amigos en Douville o Trouville.
Por entonces, Marcel Proust sabía lo que era la frustración de un deseo. Y la domaba escribiendo con un ánimo furtivo y crepuscular muy afinado al espíritu de un tiempo (la transición del siglo XIX al XX), cuando la vida estaba a su merced pero la verdad de su apetencia no podía ser descifrada.
En una carpeta ocultó un puñado de relatos sin dejar rastro de ellos en ninguna confesión, en ninguna confidencia, hasta que el editor Bernard de Fallois los reunió manteniendo durante otros 50 años más la discreción. Fallois, mito europeo de la edición, falleció en 2018.
Y entonces sí: el proyecto de estos cuentos echó a rodar hasta que el acontecimiento se hizo libro. En Francia salieron publicados en medio de la peste, el pasado mes de junio. En España aparecen ahora, publicados por Lumen con el título del único conocido: El remitente misterioso y otros relatos, a la venta a partir del próximo día 21 de enero.
¿Qué hay en estos folios para acumular tanto misterio? Nada que no se sepa, pero sí algunas cosas por descubrir. Lo que todo enigma verdadero exige. Los ocho relatos guardados y olvidados por Proust los escribió mientras el escritor recopilaba los textos de Los placeres y los días y son una provocadora confirmación del erotismo, de la clandestinidad sexual, del rechazo a la represión, e impactan contra la maral de una época que no aceptaba los amores iguales.
Proust juega en ellos una vez más al rodeo, a la circunvalación, a la melancolía de querer y no poder desactivar los reglamentos. Lo explica bien en el prólogo a la edición española el escritor Alan Pauls: "Puede que la osadía con que nombran el deseo homosexual explique el por qué de estos textos dispares -relatos, fábulas, diálogos de muertos, ejercicios de género- habían quedado en la sombra, víctimas de la censura del propio Proust".
Hay algo de insurrección primeriza y de excitación fulminante en el tono de algunos de los relatos, como sucede en Recuerdo de un capitán. Y desde ahí es posible también leer el conjunto. No exactamente desde el asombro, sino desde la certeza de una salida del armario que no busca comprometerse.
Basta con ser escrita para sí mismo. Dar a conocer estos textos habría sido un escándalo por el que Proust prefirió no pasar. El editor francés de los cuentos, Luc Frassier, sostiene que son casi ese "diario íntimo" que el escritor no confió a nadie, que apartó de cualquiera. "Lo que en su tiempo podía escandalizar a su entorno familiar y a la sociedad es el hecho mismo de la homosexualidad. Porque estos textos no contienen nada escabroso, nada que suscite voyeurismo alguno. Pero profundizan en el problema psicológico y moral de la homosexualidad que padeció Proust. Exponen una psicología especialmente sufriente y permiten entender una experiencia humana".
En estos años de juventud y clavel en el ojal, Proust incuba lo que traerá después a la literatura. De ahí que los relatos recobrados sean un sabroso antecedente de esa elaboración encarnizada a la que el Proust de madurez se entregó hasta dar forma a En busca del tiempo perdido.
Pero antes quiso enunciar de manera directa y personal quién era, qué deseaba, qué amaba, qué placer prefería. Lo hizo en estos textos, de manera a veces oblicua, como un animal oculto que se sujeta en el consuelo de escribir aunque la literatura no puede borrar el sufrimiento, ni la sospecha de maldición que algunos de su entorno asociaban a sus placeres prohibidos. La carga emotiva y personal de estos cuentos es fuerte. De ahí ese baile entre la culpa y la condena. Entre el pecado de fingir y el desgarro de ocultar.
Proust ensaya en estos cuentos con su estilo, con su vida, con su miedo y con su contexto. Juega a la fábula y a la parábola, nada que delate al gran novelista en el debutante. Pero sí permite rastrear la maestría de ir creando con la escritura la tensión entre apariencia y realidad, una de las formulaciones más profundas de su obra, como también la contradicción.
"Un problema moral se manifiesta aquí en una atmósfera sombría", dice Fraisse. "Pero no solamente eso: estos relatos expresan la admiración ante la belleza, la densidad de vida que encierra el misterio, el enigma por resolver y la riqueza inalienable que posee cada uno, que consiste en explorar su propio mundo interior". De algún modo, son una alternativa a la desesperación. Y una forma de decir también que mucho de lo que nos parece excepcional lo es, especialmente, cuando se ha esfumado.
Sucede con la obra de Proust algo difícil de explicar. Algunos momentos sublimes alcanzan una condición de vigilia en la que uno puede estar dispuesto a confundir su existencia con aquello que le cuentan mientras las palabras lo rodean. Es la suerte de un estilo que halló su fulgor en el relato del esplendor decadente. Ese esplendor adherido al daño de mantenerse deseando en secreto.
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