Red de Literatura y Cine
Mi nombre es Alfred Hitchcock: seis escalones hacia el torreón del séptimo arte
El nuevo documental de Mark Cousins, que se estrena en salas el 18 de agosto, supone un simpático viaje por la vasta filmografía del director británico
Un fundido a negro y una luz abisal recibe a los espectadores en una sala acondicionada para el misterio. Saben a lo que van o, al menos, pueden intuirlo. Cuando se trata del maestro del suspense, uno nunca puede estar del todo seguro.
El estreno en cines del documental Mi nombre es Alfred Hitchcock, 43 años después de la muerte del realizador y 62 desde que su mítica Psicosis llegara a España (un año después de su fecha de estreno en Estados Unidos y con ciertas modificaciones en el metraje), recupera la imborrable estela del cineasta británico con originalidad y destreza, tanto narrativa como técnica.
Esta cinta de Mark Cousins, quien firma otros tantos documentales y libros sobre la historia del cine (La mirada de Orson Welles, Women Make Film, La marcha sobre Roma), examina la vasta filmografía y el legado de uno de los cineastas más grandes del siglo XX tomando la propia voz del director como hilo conductor.
Eso se dice al principio, lo que empuja a la inmediata conclusión de que, empleando los recursos de inteligencia artificial, se han replicado la cadencia y las peculiaridades de su habla para reproducir el texto en off. Llegan los créditos y la realidad se pliega ante la ilusión, y viceversa: la voz del narrador no es, por supuesto, la de Hitchcock, sino la del imitador y actor de doblaje Alistair McGowan, que antaño fue comentarista de tenis en la BBC.
Pasado y presente confluyen desde la primera secuencia, que muestra la cabezuda estatua gigante de Hitchcock frente a los antiguos estudios Gainsborough en Islington (Londres). Luego, una fotografía en blanco y negro de su rostro, cuyas pupilas permanecen clavada en el espectador, interpelándole cada vez que surge la ocasión.
Lo hace en cada uno de los seis capítulos en los que se estructura el documental, graficados como tramos de una escalera y titulados, por orden, Evasión, Deseo, Soledad, Tiempo, Plenitud y Altura. En un amago de falso documental, McGowan (o Hitchcock; son indisociables) se ríe y lanza un anzuelo a quien ocupa la butaca: averiguar qué anécdota de todas las que relata es una mera patraña. Ni siquiera muerto deja de sorprender el director.
A lo largo de dos horas, la pantalla ofrece estampas familiares y escenas icónicas de las películas de Hitchcock, siempre en consonancia con sus comentarios sobre temas diversos. Los fotogramas hablan de la necesidad de huir en Con la muerte en los talones, el simbolismo de las localizaciones exteriores en El jardín de la alegría, la atracción y la pérdida de control en Atrapa un ladrón, el uso de metáforas visuales en Vértigo, la soledad autoimpuesta en Marnie, la ladrona, la identificación con el personaje en La ventana indiscretay un largo etcétera.
Hitchcock revela, a través de McGowan, los porqués ocultos tras sus imprescindibles técnicos: los planos cenitales, las secuencias ininterrumpidas en salones y pasillos, la cámara giratoria, el uso de claroscuros y los golpes de efecto en el montaje. Lo hace sin ánimo de ser pretencioso; no queda rastro de la suficiencia latente en su conversación con François Truffaut, reproducida en las múltiples ediciones de El cine según Hitchcock y adaptada por Kent Jones hace casi una década también en forma de documental.
Pero en Mi nombre es Alfred Hitchcock no solo hay espacio para los hitos de su filmografía: Los pájaros, Rebeca, Psicosis, Sabotaje, Cortina, Extraños en un tren y La soga ceden su lugar sin reparos a pasajes de obras mucho menos célebres, como Vida alegre o La mujer de granjero, que retratan sus inicios como realizador en los años 20 y 30, cuando el cine mudo aún imperaba.
Un fundido a negro y una luz abisal recibe a los espectadores en una sala acondicionada para el misterio. Saben a lo que van o, al menos, pueden intuirlo. Cuando se trata del maestro del suspense, uno nunca puede estar del todo seguro.
Pasado y presente confluyen desde la primera secuencia, que muestra la cabezuda estatua gigante de Hitchcock frente a los antiguos estudios Gainsborough en Islington (Londres). Luego, una fotografía en blanco y negro de su rostro, cuyas pupilas permanecen clavada en el espectador, interpelándole cada vez que surge la ocasión. Lo hace en cada uno de los seis capítulos en los que se estructura el documental, graficados como tramos de una escalera y titulados, por orden, Evasión, Deseo, Soledad, Tiempo, Plenitud y Altura. En un amago de falso documental, McGowan (o Hitchcock; son indisociables) se ríe y lanza un anzuelo a quien ocupa la butaca: averiguar qué anécdota de todas las que relata es una mera patraña. Ni siquiera muerto deja de sorprender el director.
Hitchcock revela, a través de McGowan, los porqués ocultos tras sus imprescindibles técnicos: los planos cenitales, las secuencias ininterrumpidas en salones y pasillos, la cámara giratoria, el uso de claroscuros y los golpes de efecto en el montaje. Lo hace sin ánimo de ser pretencioso; no queda rastro de la suficiencia latente en su conversación con François Truffaut, reproducida en las múltiples ediciones de El cine según Hitchcock y adaptada por Kent Jones hace casi una década también en forma de documental.
Pero en Mi nombre es Alfred Hitchcock no solo hay espacio para los hitos de su filmografía: Los pájaros, Rebeca, Psicosis, Sabotaje, Cortina, Extraños en un tren y La soga ceden su lugar sin reparos a pasajes de obras mucho menos célebres, como Vida alegre o La mujer de granjero, que retratan sus inicios como realizador en los años 20 y 30, cuando el cine mudo aún imperaba.
Aunque con molestas trazas de didactismo, el documental apuesta por un caos ordenado al encadenar escenas y escenarios, captando el interés desde el minuto uno. La historia (o, más bien, la intrahistoria de la obra de Hitchcock) discurre con naturalidad, como un discurso metarreferencial que llega a resultar placentero. En especial para aquellos que se confiesen fans del cineasta y devotos del artificio cinematográfico, pero también para un público no especializado.
El erotismo implícito en las obras de Hitchcock, tanto en medio de una persecución como al perpetrar un asesinato, refleja fielmente su dualidad como mortal y como maestro. Metódico y brillante profesional, se condenó a vivir del fetiche dada su predilección por las actrices rubias, especialmente por Grace Kelly.
También a hacer de su fascinación por el crimen perfecto su modus vivendi. Reproches y cuestionamientos aparte, después de ver Mi nombre es Alfred Hitchcock, el mensaje de Cousins es claro: el director de la papada fue uno de los mayores genios que ha dado el séptimo arte.
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