Red de Literatura y Cine
No construyen las catedrales más pequeñas que las casas
Por Arelí Chavira y Jesús Chávez Marín
Te voy a leer un relato que hice cuando era niña, ya ves que a veces me da por escribir cosas; lo encontré entre los papeles que estaban en una caja. Mi primer corazón roto. Le di una arregladita a la redacción.
Va:
Siempre le gustaron las catedrales. La de Santa Rosalía, en Camargo, su ciudad, era tan alta que, al mirarla, Alba tenía que torcer el cuello de tal manera que terminaba mareada. Temía que sus pies se despegaran del suelo y que la catedral la jalara hasta las nubes; de todos modos, su espíritu aventurero la llevaba cada tarde a la Plaza Hidalgo. Amaba sentir el cosquilleo en su estómago cada vez que lo hacía, a tal grado que se convirtió en obsesión.
Era la única estrategia que encontró para llevar a cabo lo que de ninguna manera una niña de once años sería capaz de realizar sin una adecuada preparación. Aquel desafío de pararse frente a la catedral no era otra cosa que un ensayo, el ejercicio de valor que necesitaba para enfrentarse a Gabriel Vega: el muchacho de diecisiete años más lindo y guapo que la naturaleza había hecho.
Lo veía todas las tardes salir de la escuela, altivo, con sus libros, caminar hasta Lomas del Santuario, donde viven los ricos. Lo seguía con la mirada sin que se diera cuenta, como una espía; su rostro reinaba en su mente mientras su cuerpo no paraba de dar vueltas en la cama, hasta que su madre, que oía rechinar los resortes, abría la puerta de su habitación, se sentaba a su lado y suspiraba. Pero Alba no podía contarle lo que le turbaba, suficiente tenía la pobre para preocuparla con sus problemas; eran dificultades que debía resolver ella sola yendo a diario a la catedral.
Hasta que un día de domingo lo vio. Gabriel Vega estaba allí, a unos metros de ella, esperando para entrar al Santa Fe, el restaurante de moda más caro de la ciudad. Esa era su oportunidad, podía hacerlo. Había imaginado aquel momento un millón de veces: Respirar al mismo ritmo mientras las nubes viajaban rozando la cúpula de la catedral. Ahora era ese momento; no obstante, cientos de miles de mariposas anidaron, de nuevo, en su estómago.
Alba tomó aire, tratando de controlar el cosquilleo de sus alas y caminó hacia el chico, al principio muy despacio como esos astronautas que andan por la luna; después tan rápido cuales hormigas cuando se extravían; de no darse prisa, Gabriel podría entrar al restaurante. Cerró los ojos y en cuatro zancadas se colocó junto a él, en realidad detrás de él, no podía ser de otra manera, nunca los pobres se pusieron por delante de los ricos, como tampoco construían las catedrales más pequeñas que las casas, y solo el humo de sus chimeneas, como si fuesen sueños, podían aspirar a conquistarlas.
Pero estaba tan cerca de la felicidad, sin comprender qué de bueno había hecho. Su aroma se colaba dentro de la pequeña nariz de la chica, y él, como si supiera que algo le estaba siendo robado, se giró de repente. El rostro de Alba se incendió como lo hacen los atardeceres de verano; desvió la mirada hacia otro lado, hacia la catedral que los contemplaba desde el cielo.
Había llegado demasiado lejos para huir ahora, de manera que respiró profundamente y giró de nuevo su rostro hacia el chico de sus sueños. Todo estaba allí, en ese instante donde una mujer desea elegir su destino. No lo dudó: “Hola, me llamo Alba,” dijo. Gabriel, que le sacaba casi una cabeza de estatura, la miró desde lo alto, y como si no fuese suficiente levantó el mentón y dijo sin interés: “Ah…” El corazón de Alba sintió una pequeña herida, pero no se rindió, esperó, tomó aire de nuevo, y volvió a intentarlo: “…y me gustan las catedrales”. Gabriel consultó su reloj, sonrió y dijo: “¿me cuidas un momento mi lugar?, están por llamarme, vuelvo en seguida”, y se alejó sin esperar la respuesta.
Alba se quedó cuidando el turno, dejando pasar a todas las personas que llegaban, una tras otra; los rayos del sol fueron abandonando la plaza, que tomaba un tono gris según avanzaba la tarde, hasta que todos se fueron y solo quedó el anfitrión que la miraba con recelo.
Hacía frío y la Catedral estaba rodeada de una pequeña bruma. Alba tomó camino hacia su casa. Su madre, al verla llegar, la contempló en silencio, tratando de entender por qué lucía diferente. Luego movió la cabeza y se agachó para echar unas maderas a la estufa, mientras su cabello brillaba por el resplandor de las llamas y un suspiro escapaba de su boca, un suspiro profundo que le recordó a Alba el sonido de esas olas que se alejan cuando traen de la mar los restos de un naufragio, hasta la playa.
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