Con relativa frecuencia, uno puede encontrar en la bandeja del correo electrónico mensajes inesperados de personas desconocidas y, en ocasiones, anónimas o bien de personas desconocidas pero no anónimas. Unas veces son mensajes de tono amenazante o de disparatados insultos; algunos otros, afables, que transmiten felicitaciones y buenos deseos, ofreciéndose a contar historias o contándolas directamente, sin permiso, para que las rescribas; otros, finalmente, los más, comunicaciones habituales en un ámbito de cordialidad o bien simples y molestos spams.

           Pero el mensaje que voy a exponer, por ser de persona conocida e identificada, no me sorprendió, sobre todo, porque previamente  yo mismo había abierto la puerta a su envío —aunque  lo tuviese olvidado por haber ocurrido varios meses antes—. Es cierto que mi ofrecimiento estuvo guiado por el intento de desembarazarme de sus aflicciones y molestos lloriqueos, de eludir, en fin, su impudor, aunque ni por un momento pensé que aceptaría mi propuesta.

           Sin más preámbulos, reproduzco el escrito recibido. Añadir, no obstante, que realicé algunos retoques de estructura y estilísticos que, acertadamente o no, creí oportunos, y suprimí los nombres propios que se citaban en el mismo; por lo demás, creo haber respetado su esencia y su espíritu. Finalmente, en el post scríptum —no reproducido en el texto— me autorizaba a usarlo libremente siempre que respetase su anonimato, lo que  interpreté como  un secreto de confesión manteniendo a salvo la identidad del pecador.

           

 

           Confieso la irritabilidad y, a la vez, el abatimiento que desde hace tiempo me avasalla. Un sentimiento de continuo malestar que, alojado en algún lugar dentro de mí, amenaza con fijar, sin mi consciente autorización, su residencia definitiva. Las primeras alertas llegaron desde fuera. En efecto, con las primeras y en absoluto inocentes preguntas sobre mi estado físico o mental, sobre la existencia de alguna causa que me generase problemas, intuí que algo me ocurría. La primera vez debí responder con despecho y pleno de arrogancia: “¿Yo, problemas…?”. Pero la negación de la realidad solo podía conducirme —aunque entonces lo ignorase— a prolongar una enfermedad que, al no administrarle la medicina adecuada en el momento oportuno, se volvió crónica e irreversible.

            Quizá cuando recibí esos avisos externos ya era tarde: un corrosivo gusano se había extendido en mi interior con la rapidez de una galopante metástasis; hasta entonces, simplemente me había dejado arrastrar por el oleaje que poco a poco erosionó y debilitó mis defensas permitiendo que mi particular Leviatán me anulase la razón.

            La conclusión de mis reflexiones me situaron en el centro de mi creciente e indomeñable desazón: ni más ni menos que una persona cercana. Precisamente, la persona que más se había interesado por las causas de mi estado iracundo.

           Fruto del sacrificio y entrega diaria a sus tareas artísticas, desde hacía algún tiempo, encadenaba entrevistas y conferencias, éxitos y reconocimientos; hechos éstos a los que parecía restarle importancia e incluso manifestaba incomodidad. Yo lo interpretaba como falsa humildad, como la maldita modestia que puede permitirse quien mira hacia abajo desde la cima, como quien puede permitirse decir no porque recibe numerosas ofertas. Y ahí debieron comenzar mis resquemores, un sentimiento de injusticia que me nublaba la capacidad de discernimiento. En momentos de lucidez comenzaba a sospechar los motivos de mi tristeza e iracundia. Decidí confirmar esa impresión poniéndome bajo estado de auto-vigilancia. Y, efectivamente, no tardé en descubrir que el mal se centraba en esa persona amiga, pero aún quedaban por investigar las razones profundas.

 

          Me sorprendí restando importancia a sus logros, al estado de bienestar, de plenitud, que le producirían reconocimientos de semejante magnitud. Denodada e inútilmente luchaba por convencerme de que eran estados pasajeros, efímeros, de simple y llana euforia, que cuando la marea bajase quedaría tan vacío como yo.

          De forma obtusa quise contrarrestar esas supuestas sensaciones que se me antojaban celestiales, y sin dudarlo me lancé a una vorágine compradora —que me llevaría al borde de la quiebra— con el ciego objetivo de disminuir y anular la diferencia entre nosotros; una diferencia  que solo existía en mi mente y, por tanto, inmaterial. Mi erróneo objetivo, sin ser del todo consciente, se centró en suscitar la codicia hacia mis superfluos bienes. Pronto supe que no ambicionaba aquellos objetos, signos externos de riqueza material, sino que, por el contrario, se mostraba —ignorante de su falsedad— satisfecho de mi alegría. Mi semblante, exhibición impudorosa del espíritu, se arrugaba en cuanto me quedaba a solas.

 

          A sabiendas de la insatisfacción que me dominaba, me tentó de nuevo mi demonio, que siempre aprovecha la debilidad humana para conseguir sus objetivos. No, no eran los aspectos materiales los que envidiaba, sino las atenciones que concitaba, los honores que recibía, la riqueza interior, la superioridad intelectual o artística, las sensaciones y sentimientos de los que presuntamente gozaría y que no estaban a mi alcance.

         Atrapado en esa espiral de sentimientos negativos, pensé en el modo de deslucir sus logros. Primero fueron palabras que trataban de ahondar en su estado de plenitud. A mis insidiosas preguntas, él respondió: “Cuando realmente siento bienestar es durante la realización de la obra, cuando la bosquejo, cuando la moldeo, cuando atisbo sus formas definitivas... Cuando la doy por concluida —por hartazgo o incapacidad para mejorarla— siempre me hago la misma pregunta, ¿y ahora qué? A ese momento le sucede un tiempo de desorden mental, una especie de extravío hasta que encuentro una nueva veta en la que afanarme.”  No le creí. Pensé que trataba de desmotivarme, de confundirme, de evitar que pudiera alcanzar reconocimientos análogos, que yo pudiese superarle.

            Mi siguiente paso no consistió en emularle poniendo manos a la obra —en cierto modo albergaba complejo de inferioridad: no me creía poseedor de sus cualidades—, sino en deslucir públicamente sus méritos. Sabía que perdería su amistad, pero no me importaba. Mi objetivo se centraba exclusivamente en producirle daño, en bajarle de ese pedestal dorado, en destrozarle su corona de laurel, incluso a utilizar la fuerza si se resistía. Estaba dispuesto a socavar su prestigio mediante difamaciones e insultos.  

            A partir de ese momento me ejercité en la hipocresía: debía mantener su máxima confianza para pillarle desprevenido y evitar, de este modo, que se me revolviese cuando me decidiera a clavarle el puñal.

            Sabía que hasta entonces sólo había transgredido una ley divina y, por tanto, reprobable,  pero, salvo la relativa al no matarás, no condenable por las leyes convencionales. Y es que las transgresiones a la moralidad o, dicho de otro modo, los pecados, antes eran castigados, previa confesión, con contriciones y penitencias, pero son conceptos ya anacrónicos sustituidos por otro más vanguardista y ambiguo denominado falta de ética, que aunque reprobable socialmente no es sancionable ni se exige arrepentimiento. De todos modos, la pena ya la venía purgando, pues ese maltratador psicológico, llamado envidia, no me había permitido vivir sanamente con su continuo acoso.

           En algún momento de lucidez quise verificar mi diagnosis. Sobre el asunto encontré abundante información vertida por algunos personajes insignes. Dejo constancia de algunas expresiones: “La envidia es más terrible que el hambre, porque es hambre espiritual”; “La envidia es causada por ver gozar a otro poseer lo que quisiéramos poseer nosotros”; “La envidia va tan flaca y amarilla porque muerde y no come”; “Si hubiera un solo hombre inmortal sería asesinado por los envidiosos”.

            A pesar de éstas y otras vergonzosas frases, que sin duda me podía aplicar, ni por un momento han conseguido apartarme del objetivo que me había fijado. Sin embargo, hasta ahora sólo he tenido ocasión para las primeras escaramuzas, pues un buen día desapareció sin dejar el menor rastro, tal vez sospechando que se cernía sobre él un grave riesgo.  Hábilmente ha escapado por ahora de las garras de ese pecado capital, cuyo significado, para tu información, no es relativo a su magnitud sino por dar origen  a otros muchos pecados.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                 Abril 2012

             

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Comentario por Cristina de Jos´h el julio 7, 2012 a las 1:55am

Tiste relato, pero ciertamente real. El tema es novedoso porque muy pocos airean estos temas, Por qué ¿quién no los ha experimentado en su pripia piel? me refiero a que seas una víctima de otros que por algún motivo les encanta ponerte la zancadilla de mil formas, Gracias por esa historia

.

Comentario por Cristina de Jos´h el abril 28, 2012 a las 5:35am

 

Muy bueno tu relato, Me ha gustado y te seguiré leyendo. Un saludo

 

Comentario por Cristina de Jos´h el abril 28, 2012 a las 5:34am

Muy bueno tu relato.

 

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