Red de Literatura y Cine
Teódulo López Meléndez
Cuando una sociedad se corrompe, lo primero que se gangrena es el lenguaje.
Octavio Paz
El tema del lenguaje ha sido siempre de interés de la filosofía. Sobre el desgaste del lenguaje o sobre la muerte de las palabras o sobre la relación entre mundo y lenguaje actuaron dos filósofos contemporáneos entre sí, como Heidegger y Wittgenstein, dejándonos expresiones como el hundimiento del lenguaje en la decadencia o de la búsqueda del sentido original de las palabras. Sobre las palabras, como signos convencionales, dejaron abierta la duda sobre la correspondencia entre ellas y los objetos.
Más allá, o más acá, de los filósofos expresando su búsqueda, encontramos la referencia directa a un deterioro del lenguaje en el siglo XXI, uno que parece compartido entre los medios tecnológicos y los actores políticos. Admitimos al lenguaje como un cuerpo vivo en constante transformación y sujeto a periodizaciones, pero también que toda descomposición del lenguaje implica una descomposición social. Quien tiene una lengua empobrecida simplemente ya no piensa.
El impacto tecnológico sobre el lenguaje ha provocado incertidumbres e interrogantes pues, en cualquier caso, están modelando nuevos procesos cognitivos y nuevas estructuras mentales. El lenguaje es expresión del pensamiento, la capacidad lingüística elabora reflexiones. El empobrecimiento del lenguaje a través del Messenger, del chat o de redes sociales con número limitado de caracteres ha sido señalado en innumerables ocasiones.
Al mismo tiempo que uno de los temas claves de las primeras dos décadas de este siglo ha sido el deterioro de la democracia; podemos apreciar un deterioro paralelo del lenguaje, de una crisis del debate público que conlleva a señalar a los actores políticos como unos vacíos de contenido y como pervertidores de este último. El lenguaje de los políticos se ha vuelto nimio, liviano, una nominación de insignificancias. La mentira descarada, la destrucción de la sintaxis, la aberrante “feminización” en ruptura de todas especificidades de nuestro idioma, la ausencia de sustancia argumentativa, el uso de todas las argucias para engañar, han convertido a los inertes ciudadanos en receptores de lenguaje corrompido. Seguramente lo que Giovanni Sartori llamaría “videopolítica”.
El filósofo italiano acuñó el término pensando en la imposición de la imagen, pero sus comentarios son pertinentes sobre la incidencia del lenguaje en el tema que nos ocupa porque se trata de una transformación radical del “ser político” y de la “administración de la política”. En efecto, este efecto distorsionador es más notorio en regímenes totalitarios, pero igual en democracias deformadas donde existe una oposición que contribuye a que los procesos de opinión no se produzcan de abajo hacia arriba sino en cascadas que se contraponen a lo que viene de abajo. En otras palabras, lo que resulta es una opinión masivamente heterodirigida que vacía a la democracia como gobierno de opinión, dado que lo que se produce con el descarrilamiento verbal es un seudoacontecimiento resultante de una manipulación. Sartori agrega a la lista las estadísticas falsas, amén del predominio del ataque y de la agresividad, como lo presenciamos a diario.
Los significados se tuercen y se define incorrectamente todo lo del ámbito público, desde poder hasta revolución, desde inflación hasta la política carcelaria, pasando por convertirlo en instrumento de violencia. Rafael Echeverría (Ontología del lenguaje, Dolmen, Santiago 1994) definió este derrumbe como “el giro lingüístico” que tomó el lugar de la razón.
Si la filosofía definió al lenguaje como el que permite el advenimiento y apertura del Ser, podemos advertir que el de los actores políticos y del debate público siembra anticipadamente la oscuridad. El empobrecimiento del lenguaje desarticula el pensamiento y sin él no hay ideas y sin ideas es imposible cualquier vía de escape de la realidad mortificante que atosiga a un cuerpo social en ese oscuro momento.
Es evidente que la palabra deterioro equivale a disminución de lo entero. No saben ya los actores de una vida pública acezante nombrar totalidades, redactar su textura. También podemos denominarlo decadencia que encuentra en la conducta desorientada su normal consecuencia. Estamos ante la ausencia del diálogo que se origina en el lenguaje y que ha sido sustituido por balbuceos, uno que sólo encarna simulación. La cesura del lenguaje transmisor equivale a sumisión social en el marasmo. La clase política no dice, dicta. El lenguaje ha sido reducido a instrumento de imposición que, por ende, elimina todo pensamiento. El lenguaje es, en la admisión de las diferencias, un reconocimiento de semejanza. Un pueblo habita en su lenguaje de manera que el deterioro programado y ejecutado sin piedad por la clase política es un atentado a la pervivencia misma de ese pueblo.
Se recurre al eufemismo, un recurso aceptado en todos los idiomas, pero cuando un régimen, o quienes argumentan oponérsele, viven de él, se convierte en un enmascaramiento, en la forma habitual de las engañifitas, en una deformación del lenguaje que alcanza los linderos de un intento de dominación. Asistimos a diario a un emparentar de palabras que sólo muestran vacío cultural. La vida pública se ha convertido, pues, en un territorio reservado a los depredadores. Ese deterioro del lenguaje deteriora la política y, a su vez, la política deteriora el lenguaje, en un realimentarse perverso que lo primero que aleja de la palabra es toda credibilidad.
En Venezuela hay análisis como El personalismo en el discurso político venezolano (Un enfoque semántico y pragmático) (Universidad del Zulia, Maracaibo. 1999), y muchos otros más de admirable oficio, de la profesora Lourdes Molero de Cabeza, estudio sobre los discursos de Hugo Chávez en la campaña presidencial de 1998 y durante su primer año de gobierno, donde podemos apreciar el personalismo en la perspectiva lingüística mediante la construcción del “yo” vía autoreferencias o comparación con personajes históricos. La autora destaca el estudio del discurso político desde Hobbes y el señalamiento en Austin y Searle del lenguaje como una forma de acción y a Chilton y Schaffner (Política como Texto y conversación: enfoques analíticos al discurso político) puntualizando como los términos del debate político, como los procesos políticos mismos, están constituidos por textos y habla y son comunicados por esos medios.
La política como discurso ha sido objeto de estudios desde hace mucho tiempo, en particular el lenguaje que corresponde al totalitarismo. George Orwell lo abordó en su obra fundamental 1984, pero también hay consideraciones suyas muy interesantes en un artículo publicado en 1946 bajo el título “La política y el lenguaje inglés”, donde insiste como la decadencia del lenguaje tiene causas políticas y económicas y de cómo el lenguaje se vuelve tosco por lo disparatado de nuestros pensamientos, pero al mismo tiempo la dejadez de nuestro lenguaje hace que pensemos disparates. Orwel observa como la voz de los políticos va careciendo de lenguaje nuevo, llenándose más bien de oscuras vaguedades. Si bien su crítica se centraba en el inglés son oportunos sus comentarios sobre la brecha entre los objetivos reales y los declarados y sobre los padecimientos del lenguaje en una atmósfera enrarecida.
El tema es puntual en el proceso de degradación generalizada de la política y del lenguaje al que asistimos en estas dos primeras décadas del siglo XXI, especialmente si se vive en un país donde ambos han llegado al extremo de la esterilidad. En países como España y Argentina, amén del nuestro, se vuelve a reflexionar sobre si la desvitalización del lenguaje se debe a la decadencia de valores morales y políticos o si el lenguaje no hace otra cosa que reflejar su agonía. Es obvia la presión degradante de la decadencia cultural sobre el lenguaje, apreciable en los mensajes emitidos desde el poder donde la vulgaridad y lo grotesco son mostrados como bienes adquiridos gracias al “proceso” encabezado por quienes hablan. Es tal el grado de importancia de esta caída de la palabra que podemos hacer una equivalencia con la subordinación a una voluntad despótica. En otras palabras, se trata de convertir sus cadenas significantes (llamadas en psicoanálisis “armazones de semblante”) en la verdad misma. El goce de la masa reunida, usada como escenografía, es harto difícil de superar como tal, pero es también cierto que la propia estructura de este discurso que excluye la realidad puede dar lugar a un deseo inconsciente de terminarla.
La filóloga, escritora y política española Irene Lozano nos habla en su libro “El saqueo de la imaginación” del cambio de sentido de las palabras en el lenguaje político lo que conlleva a un engaño generalizado para los valores de una sociedad y, obviamente, para la relación semántica entre las palabras. Y agrega que esta inestabilidad léxica o confusión semántica reflejan una carencia de sentido.
Ciertamente sabemos de una crisis generalizada, de un mundo agotado que se muestra incapaz de producir los elementos claves sustitutivos, a lo que debemos añadir, si es el verbo que cabe, el deterioro paralelo del lenguaje y de la política, las dos bases posibles para encontrar el camino. Por si fuera poco, el renacimiento de la manipulación lingüística llega en variados casos a tales extremos que muestran un retorno totalitario al uso de la destrucción de la palabra como arma fundamental de una neodominación. Para esta ideologización que desplaza el sentido original de las palabras Jorge Majfud encontró la expresión “narración invisible” en su texto “Teoría política de los campos semánticos”. “Palabras envenenadas” llama Lozano a estas a las que atribuye precisamente “un saqueo de la imaginación”.
La consecuencia obvia de esta degeneración del lenguaje y de la política es la dificultad de hacer entender un lenguaje que hable con la verdad, que disienta de aquél que pronuncia el poder (de quien lo ejerce desde cualquier trinchera) y que rompa con la cascada diaria de la alteración, dado que el ciudadano ha sido degenerado a polichinela incapaz de entender para encontrarse a sí mismo.
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