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Las palabras, engranajes de pensamientos e hilos rectores de experiencias sensoriales. Todo acaba contradiciendo las palabras, pero son perseguidas, buscadas como refugio, como crisol de lágrimas y sufrimientos. Cada paso se anda a causa de las palabras, grabadas en mármoles más resistentes que la propia vida. Las personas concebidas como palabras, después como ideas y acaso, finalmente, como realidades. Egos desatados, traiciones previsibles, sentimientos reprimidos y, en raros casos, las palabras eclosionando la vida en una ilusión largamente acariciada. No es posible valer más que la palabra empeñada, la lucha puede pretenderlo, pero quien se enfrenta a las palabras acaba saboreando la derrota de forma ineluctable.
No es lo mejor, tal vez, pero sí lo más sublime. No entender no implica no coronar las cumbres de la grandeza. Aunque todo falte, una palabra hiere y otra palabra sana. Lo perdurable es lo que aún no se ha encontrado en el caótico laberinto de las palabras. Yo lo hallaré, porque aunque no crea en mí mismo, me considero un pastor de palabras, un jardinero de nubes, un solitario convencido, un incapaz talentoso, un malvado redimido… Yo soy un hijo de las palabras.
Esa noche cayó en el pueblo una copiosa nevada de hielo e impiedad. Transcurría el último fin de semana de febrero de 1983. Habían cortado el suministro eléctrico y fue necesario recurrir a las velas. Se hicieron largas y tediosas las horas de oscuridad, agravadas por la sensación de frío que cundía por toda la casa. El único refugio se concretaba en el cuarto de la estufa de hierro colado, en cuya panza ardían troncos de olivo añejo. Mis padres no hablaban; estaban como sumidos en un estado hipnagógico, recogiendo sus pupilas los inciertos destellos de las velas. Yo me aburría soberanamente, pero no quería irme a dormir antes de tiempo. Era temible imaginar el helado contacto de las sábanas de hilo y la lana del colchón, que no adquirirían la temperatura idónea hasta pasado cierto rato.
No me explico cómo, pero entre los redondeles luminosos de las velas apareció mi cuaderno de música. Se me ocurrió pedirle a mi padre que me prestara su pluma estilográfica, una Sheaffer de cuerpo de resina negra, sin gavilanes y con plumín de oro de 14 kilates. “Ten cuidado, no me la vayas a estropear”, me advirtió tras tendérmela a regañadientes.
Abrí el cuaderno con las pautas musicales y me fui a una de las páginas del final. Luz de velas, el chisporroteo de troncos incandescentes en la estufa, las sombras anudadas contra los silentes frisos de madera antigua, el cuaderno abierto, el silencio de la nieve acumulada, la pluma a punto de prodigar su linfa creativa. Algo era necesario que fuera contado. Sin apenas percatarme, advertí el sonoro rasgueo de la pluma sobre las pautas musicales. La luz de las velas se rompía en esquirlas irisadas al incidir sobre las facetas del plumín de oro. Surgieron las primeras palabras de tinta negra. Una frase convocó a otra y, cuando me quise dar cuenta, ya había completado el espacio de dos páginas.
Era la historia de un pueblo sepultado en la nieve, a cuyas calles acudían los lobos en hambrienta jauría. La campana de la iglesia doblaba a difuntos. Las estrellas, ensartadas en el firmamento, sólo auguraban promesas de más frío y desamparo. La tahona del pueblo, escasa de harina y trabajadores, empezaba a cocer las primeras cochuras. El sabor del trigo tostado impregnó mi paladar. Los lobos aullaban en calles y plazoletas, el hielo crujía en las tumbas del cementerio…
—Es hora de ir a dormir —avisó mi madre—. Vamos a apagar las velas.
Me sentí incómodo. La historia debía continuar, hacerse tan larga como el lecho de un río, aspirar de nuevo el olor del papel, la tinta fresca y las velas acabadas de despabilar. Yo quería que las palabras cobraran sentido cada noche de mi vida, cada claro atardecer de primavera, cada momento de dulzura espiritual. El placer tenía que materializarse en cada una de las historias que salieran del telar de mis sueños.
Aún las velas despabiladas me alumbran cuando escribo, aún la pluma de mi padre me extasía con su crujir sobre el papel pautado. Es necesario que así sea; la vida me va en ello. Con palabras frescas de tinta no hay noche de invierno exenta de belleza. Arden los sentimientos, cual recios troncos de olivo, en la estufa de la mente creadora.
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