Pensaba hasta ayer seguir extendiendo este poemario hasta más allá de los trescientos poemas porque el carácter prolífico de mi producción me obliga a que mis libros de poesía sean muy extensos pero he decidido dejarlo en las doscientas veinte piezas porque ha ocurrido un pequeño incidente que ha hecho que mis poemas de amor cambien en un detalle a partir de ahora y se me hace necesario concluir ya el libro para comenzar mi nueva etapa con más desembarazo.
     El suceso de que hablo es una conversación con una desconocida que comenzó con un mensaje suyo donde me decía que no le gustaba que empleara la palabra niña en mis poemas porque la perturbaba psicológicamente.
     Yo, como, en este mundo, no es infrecuente la arbitrariedad y el espíritu controlador, pensé, con disgusto, que me las estaba viendo con una persona envanecida que pretendía imponerme sus ideas propias y le dije que yo empleaba esa palabra como una metáfora más para hablar de la pureza, inocencia y bondad de mi amada porque ella es un pedacito de pan y por eso la quiero tanto y añadí que el trabajo literario era una exclusiva tarea del autor porque era solo él quien sabía lo que quería expresar y el que tenía que buscar el recurso expresivo y la forma que más cuadrara con sus propósitos y que yo no podía escribir mis poemas cuidando de satisfacer las manías de cada cual porque eso me desviaría de la misión que, como escritor, me había propuesto.
     Ella me dio en parte la razón muy amablemente pero insistió diciendo que las personas adultas no son inocentes y siguió un diálogo donde yo le intenté convencer de que somos tan inocentes como la insidia de la culpa nos haya dejado ser y que tenemos que vivir libres sin el peso de las imposiciones ajenas porque lo contrario nos hace perversos y dañinos para los demás.
     Ella pareció aliviada con mis palabras pero dijo de todas formas que la idea de la niñez la perturbaba espiritualmente y, cuando le dije que yo me había sentido mucho tiempo de la misma forma porque quería que, en mi entorno, se me considerara adulto pero no lo lograba porque la gente entendía que, para serlo, había que perder la pureza y la ingenuidad y yo era incapaz de hacerlo, me confesó que, en su caso, se trataba de un abuso sexual que había sufrido cuando era muy niña.
     Yo, al fin, lo comprendí todo y le expresé mi condolencia y ella se despidió cordialmente de mí pero, a los diez minutos, le puse un mensaje donde le dije que, en adelante, ninguno de mis poemas de amor llevaría la palabra niña y no solo por piedad hacia ella sino porque también de esa forma llevaría a cabo mi misión como escritor más eficazmente. Y es que mi empeño como escritor es traer la felicidad al mundo y eso solo se consigue defendiendo el bien y la libertad. Ella lloró de emoción al leer este mensaje, quizá como lloramos al sentir alivio en la más arraigada de nuestras aflicciones.
     Cuando miro a mi amada, no codicio convertirla en un objeto del que obtener una satisfacción egoísta sino darle tanta luz a su corazón y tantas alas a su libertad que no sienta nunca el deseo de alejarse de mí. El espíritu que alienta al que abusa de un niño no está penetrado por la claridad, ni es libre, ni obedece a la verdadera voz de su corazón, ni siquiera cree en la dignidad, carece de orgullo y solo reserva odio y deslealtad para su propia esencia. Desea destruir la inocencia y la pureza de los niños para satisfacer su vanagloria y su rencor hacia sí mismo causando sufrimiento pero, hasta que muera, vivirá su propio infierno porque solo el hombre libre e inocente disfruta de la felicidad que nos reserva este mundo.
     Cuando mi amada nació, yo tenía veinte años. Por esa época, un amigo mío tuvo una hija. A mi amada, la llamo niña porque frecuentemente me inspira el afecto condolido que se le tributa a lo más frágil, inocente y desvalido y el gozo que se siente ante la gracia y la belleza, atributos de la infancia, y también porque tiene una edad muy lejana de la mía, la misma quizá que la hija de mi amigo pero lo que quiero de ella no es el disfrute banal de su físico fresco y joven sino la mirada de su espíritu, el afecto de su corazón, la vitalidad y salud de su alma, fuente de esperanza y gozo para mí. Podría ser feliz con ella sin hacerle físicamente más que lo que le haría su propio padre porque mi amor es verdadero y, no como el de quienes abusan sexualmente, una pantomima donde se representa el escarnio y la degradación.
     En este poemario, juego muchas veces desenfadada e inocentemente con la ambigüedad que trae la palabra niña, creí que, con ello, rendía un tributo a la ingenuidad y la pureza del amor, como ocurre en los casos en los que la he llamado hermana o con cualquier metáfora sacada de la naturaleza pero vivimos todavía en un mundo donde la estupidez hace de la perversidad moneda corriente y no me gustaría que ningún desalmado viera en mis poemas una exaltación de sus infames prácticas y, por consiguiente, jamás volveré a hablar en mis poemas de mi amada como si fuera todavía una niña, si los pederastas quieren una disculpa a sus estúpidas ansias, de mí no la van a obtener.
     Este es mi duodécimo poemario y lo he acabado justo cuando está a punto de publicarse por primera vez en un sello editorial un poemario mío, también de amor, La claridad que me inunda. Mañana comenzaré un poemario nuevo donde se contengan los nuevos poemas que le escriba a mi amada, trataré de escribirlos con absoluta libertad, alejándome como siempre de cualquier imposición o presión ajena a mi corazón, con una excepción: tendré que hacer el pequeño esfuerzo estilístico de evitar la palabra niña, que tanto he utilizado hasta ahora, con ello contravendré al gusto de mis sentimientos pero no me importa porque estaré al mismo tiempo obedeciendo a mi deber moral.

Luis Rafael García Lorente