7:00 a.m.
El despertador suena a las siete de la mañana. Otra vez lunes, otra vez de vuelta a la rutina de todos los días, desde hace cinco años.
Golpeas el despertador como haces todas las mañanas, te quedas sentado en la cama, tienes la boca pastosa y, a tu espalda, puedes escuchar los ronquidos de tu mujer. La miras. Hay más pelo teñido, quemado y enlacado que mujer. Y más antifaz que cara. En el lado de ella, la mesita de noche presenta una escena muy conocida para ti: una novela rosa barata con un trozo de papel de marca páginas, y un cenicero en el que las colillas de cigarros negros rebosan.
¿Cómo puede roncar tanto una mujer tan pequeña?
Te pones tu bata, llena de lamparones, y te vas al cuarto de baño. No tienes ganas de afeitarte, te lavas un poco, y te vistes con la misma ropa de todos los días, pantalones de pinza azules, mocasines negros, camisa blanca de manga corta y corbata negra.
-¡Alfredo, ponme un café bien cargado y una tostada, y mientras me lo tomo, hazme el favor de abrirme una cerveza!- La voz de tu mujer, te suena a veces a la voz del sargento que te hizo la vida imposible en el ejército, los dos años que permaneciste ahí.
Te vas a la cocina y preparas café con un poco que había del día anterior, un poco de agua, y leche casi caducada de la nevera. Sacas del tostador una tostada que no te comiste el día anterior y le untas mantequilla y mermelada, lo pones todo en una bandeja que parece blanca, o gris, y se lo llevas a tu mujer, que esta encendiéndose un cigarro, y tosiendo, como si la vida le fuera en ello.
-Aquí tienes Malina.- Dices.
-¿Y la cerveza?-
-Ahora te la traigo.-
-Son las ocho.- Dice Malina mirando el despertador.- Despierta a Julián. Tengo que llevarlo a la guardería dentro de media hora.-
Te acercas a la habitación de Julián, tu hijo, de tres años. La criatura duerme plácidamente, ajena a la vida de sus padres, desastrosa desde antes de su nacimiento.
Tras despertar a tu hijo, o al menos intentarlo, coges tu chaqueta y bajas a la calle.
En el parabrisas de tu destartalado coche, hay una multa, la coges y la colocas en la guantera, junto con las demás, puede haber más de veinte.
Sales con tranquilidad, son las ocho y cuarto, tienes tres cuartos de hora para llegar a tu trabajo.
Como todos los lunes, tienes que esperar una hora hasta llegar a la oficina, los atascos pueden durar décadas en esa condenada ciudad.
Subes hasta la cuarta planta. Nadie repara en tu llegada, excepto tu supervisor.
-Llega tarde señor Costa.- Su voz se clava en tus tímpanos, como un alfiler al rojo vivo.
-Lo siento señor, el tráfico los lunes es imposible.-
-Dígame, señor Costa. ¿A qué hora se levanta?-
-A las siete.-
-Pues hágalo a las seis, y así no llegará tarde, porque si no muestra algo de puntualidad el resto de la semana, será usted despedido.-
-Sí señor. Entendido señor. No volverá a ocurrir, señor.- Dices mirando al suelo, sin atreverte a levantar la mirada.
Llegas a tu puesto de trabajo, una dura silla de madera, donde te espera un teléfono, que no dejaría de sonar nunca, antes de sentarte, ya está sonando.
-Packer, informática. ¿Dígame?-
-Buenos días, quería dar de baja mi cuenta y que no me pasen más servicios.-
-Un momento que le paso con gestión de altas y bajas.-
Siempre la misma rutina. Sólo estás ahí de intermediario entre un cliente cabreado y un jefe tuyo, más joven que tú, con una vida mejor que la tuya, y más estúpido que tú.
Te levantas para ir al servicio, son las diez de la mañana, llegas a la puerta y te la encuentras cerrada. Sólo hay un servicio cada diez plantas. El primero en el cuarto. El siguiente en el catorce.
Subes por el ascensor, está atestado de gente. El olor a sudor, a colonia barata, a tabaco, puros y demás, a todos aquellos olores que tú odias, y que tu mujer utiliza.
Según se para el ascensor en las plantas, baja una persona y suben dos, sientes el mal aliento de un tipo en tu nuca, el que tienes a la derecha te pisa un pie, y en la planta diez se ha subido un tipo que no para de toser, ha conseguido que todos se aparten de él, con lo cual uno de los que está cerca de ti te ha clavado el codo en las costillas.
Al fin bajas del ascensor, respiras aire fresco, o al menos eso crees, la fotocopiadora de ese piso ha salido ardiendo y el ambiente está cargado de olor a plástico y papel quemado, en la garganta te pica el maldito contenido del extintor.
Entras en el lavabo y ves a un chico de unos veintitrés años guardándose un tubito de cristal en el bolsillo de su americana y tocándose la nariz.
-Los lunes son horrorosos.- Te dice el crío, que trata de encontrar tu aprobación para sentirse menos culpable de haberse metido un par de rayas antes siquiera de haber desayunado.
Cuando sales del servicio el olor sigue ahí, esperas pacientemente el ascensor y bajas en él. Mientras baja, piensas en lo maravillosa que sería tu vida si fueras un alto ejecutivo. ¿Seguro? Acabas de pensar que los altos ejecutivos son más jóvenes que sus subordinados, tienen más dinero pero son unos imbéciles integrales. Acabas de ver a uno poniéndose hasta el culo de vete tú a saber qué. No estás puesto en las drogas modernas, ni en las antiguas.
Sales del ascensor y encuentras una carta en su mesa, es la nómina. A pesar de los años que llevas trabajando ahí, sigues cobrando tus dos mil euros menos impuestos. Mil doscientos euros totales para mantener una casa que se cae a pedazos, un coche que arrancas a golpes, una esposa alcohólica y con problemas de tabaquismo, y un hijo que es lo único que hace que te levantes cada mañana.
La vida de un millonario debe ser genial, es como jugar a un juego poniendo trucos, haciendo alguna trampilla que te hace poder comprar prácticamente todo lo que quieras. Pero no te preocupas de cómo vivirá un millonario, sino de cómo vives tú. Odias esta vida, pero es la que te ha tocado vivir, quizá dentro de unos años, puedas jubilarte, para ocupar tus días en ir a mear cada cinco minutos, en vez de aguantar cada día los gritos de tu jefe, recordándote lo inútil que eres.
Abres un paquete de caramelos que encuentras en un cajón, no sabes de cuando son, quizá de hace un mes, o dos, de repente te apetece tomarte uno, justo cuando lo tienes en la boca, llaman al teléfono, y tienes que guardarlo en un pañuelo de papel, que es lo único que encuentras a mano. Tras discutir con un cliente insatisfecho, coges el caramelo y observas que tiene mucho papel pegado alrededor, lo tiras a la basura y abres otro.
Son las once de la mañana, el caramelo te ha dado sed, y hasta las doce no puedes levantarte de la silla, aunque un terremoto azotara todo el edificio. Observas a tu supervisor. ¿Qué tal le quedaría una barra de acero del edificio clavada en la frente?
-¡Costa! No te pagamos para que me mires, sino para que trabajes, al menos haz algo que parezca útil y tráeme un café.-
-Sí, señor.-
Te levantas de tu silla, y te acercas a la máquina, el café, no es gratis, al menos no para ti, ya que su café lo pagas tú, que para eso eres el subordinado, se lo acercas con un palito para que mueva el azúcar que hay en el fondo.
-Siéntate, pareces un perro que quiere su galleta después de traerle las zapatillas al amo.-
Vuelves a tu asiento. El teléfono suena de nuevo, antes de que contestes, ya te han encargado dos pizzas medianas sin champiñones, y dos refrescos. Le recuerdas amablemente que esto es una empresa de informática, y le aconsejas a gritos que aprenda a marcar, añadiéndole alguna que otra mención a la memoria de su madre.
El reloj marca las once y media, nunca se te habían hecho tan largas las primeras horas de trabajo de un lunes. Eso tocaba los viernes.
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