Red de Literatura y Cine
(Selva mexicana)
Este cuento contiene dos tiempos y dos espacios. El tiempo es el de la Viena imperial de los Habsburgo. María Teresa anticipa en sueños a su heredero emperador, Maximiliano, en otro tiempo y otro lugar desconocidos: el México del siglo XIX. Se unen ambos elementos en el sueño de la Reina, y así puede estar en la tierra del jaguar y el quetzal, en la vegetación lujuriosa de nuestra tierra americana.
REGINA ORBIS
“Cuando sueñas aún las acacias, estos recuerdos renacen”
(Del autor)
Regresó temprano del sueño y todavía quedaba alguna impresión en destellos apagados por el amanecer. Hoy debe prepararse para la fiesta que se dará en su honor de Reina. Su imperio llega más allá de Austria, hasta los lindes de Hispania, porque también en Lutecia hay otra Reina como ella, de su misma estirpe, y su hija soberana le ha dicho en sueños que extienda su poder hasta los mundos de la fronda y el quetzal. María Teresa se dispone este día a revivir las emociones más intensas y sorprendentes, y asistirá a los ensayos de música en los que escuchará el rondó y verá la danza sobre espejos tranquilos.
El sueño insiste en presentarle la imagen de soles desconocidos que alumbran la mirada de seres extraños y animales con otras formas y colores, flores con olor de murmullo, penachos de selva. Recuerda ahora, en la confusión del despertar, la infancia en el Jardín del Luxemburgo adonde habían llevado árboles procedentes de lugares más lejanos de lo que su memoria podía rescatar. Y mientras evoca esas sensaciones, abre la caja de música que es Mozart y es Viena. Lo que aún resta del sueño es un patio recoleto sembrado de acacias, con calor de tierra húmeda en altas mesetas.
Agua y sol entran en el aposento de María Teresa cuando admira desde la ventana los setos en orden de verde y luz. La extraña floración significa algo nuevo. No es Luxemburgo con sus fuentes y estatuas, y tampoco es la Viena de su triunfo. Este día ofrece encuentros nunca presentidos, y las extensas landas de su Imperio se coronarán de volcanes, y las damas de la corte danzarán a ritmo de tambor y fuego. Elige la Reina sus joyas más brillantes, engastadas en medallones encamados de figuras que parecen nuevas, salidas de la piedra y la noche. Nada de eso le importa en este momento en el que el aroma de árboles lejanos y desconocidos y el rumor de todas las cascadas se presentan en los espejos que exaltan su inquietud. En el patio la espera la danza del minué, pero en la evocación del sueño escucha una música triste que nunca había sonado en los aposentos reales. Es una melodía monótona de marimba y cuerdas sobre madera, es un golpe repetido en las huellas que aún deja oír la queja de Glück:
J’ai perdu mon Eurydice/
Rien n’egale mon malheur…”
Hay mar revuelto y viento que haría sonar hasta romperlas todas las columnas del Palacio de Schönbrunn.
Está preparada la Reina y sale al encuentro del azogue en ventanas y espejos. Allí estarán los mismos personajes que ha visto desde que coronó a María Antonieta; y sin embargo nota algo extraño, una novedad en la Casa Real. La sala recibe a un visitante con quien ella ha soñado y que viste un traje que nadie ha vestido en la Viena apacible. El recién llegado parece buscarla a ella Reina, en la Sala abierta a la noche, y es emisario de un mensaje de cal y de niebla. Su lengua no es comprensible y sus pupilas sin luz enredan en sombras los esplendores del Palacio. Puede que sea un dios de venganza o el anuncio de lo que ella Reina ha entronizado en su duermevela matinal.
La vigilia te llena los ojos y la magia del cuarzo rompe la imagen en mil fragmentos. Ves tu rostro repetido en las fuentes y en los pasos de la danza, y estás aturdida ante la presencia del emisario lucero. Retienes con fuerza la caja de tus misterios donde guardas los secretos de la ciudad imperial y los tuyos que ninguna persona ha podido ni siquiera vislumbrar. Orfeo canta a Eurydice y los bosques de abetos son escenario de tus artes de cetrería. Has cultivado halcones para que sirvan a tus propósitos de cazadora, y te inquieta la promesa de un nuevo imperio en tierras que sólo has visto en estampas. La Reina tiene puesta la esperanza en la palabra que el visitante no pronuncia, en la noche pedernal que deslumbra.
Se extiende la danza en el Palacio de Schönbrunn y las parejas van a la terraza verde de aguas para encender el instante de silenciosos afanes. Pulsan las cuerdas el allegro y el ritmo es pausado como los latidos de un corazón tranquilo; pero no para la Reina. María Teresa percibe estridencias de selva, ella que es cazadora del aire y ha perseguido ciervos de musgo. En los salones de Viena no ha visto figuras como éstas, ni escuchado rumores de agua embravecida que corre por vertientes sin límites. Los caballos eran de bronce y los perros espuma en un paisaje ordenado que ahora se corona de floraciones distintas, en el patio donde la Reina escucha tambores de milicia, silbido de flautas y lanzas. Tu memoria, María Teresa, está enamorada de la distancia y refresca perfumes de pólvora para celebrar la llegada de tu nieto Emperador de altas mesetas. Allá continuará tu dominio.
El canto se desvanece. Por la sala cruza un viento de tormenta que da formas nuevas a las efigies de los muros. Medallas y lienzos muestran el rostro barbado del nuevo Emperador Habsburgo, junto a la figura de Carlota de Bélgica, que sonríe esperando la gloria que da el poder real. No imagina la hija del Rey Leopoldo que el camino desde la costa hacia su triunfo imperial estaría sembrado de tantos volcanes.
Pero ellos no tienen, como tú, María Teresa, un secreto de tanta fuerza. A ellos sólo los complace alcanzar la vana certeza de la gloria, mientras que tú posees un cetro de sangre que haces vibrar en las espumas del océano Pacífico y de todos los mares del mundo. El sueño que tuviste ofrendó tierras de tiniebla donde arcos nocturnos disparan flechas de luz. En la ciudad río y en la ciudad piedra se escuchará música de Viena, en arcoíris de rosas sobre las olas, en palacios vestidos de Europa. El emisario del maíz que ha venido a la fiesta te dice estas cosas en la piel de los espejos, como tu piel enardecida.
Las sombras en el salón iluminado llevan máscaras y garras y fauces. Quieren entrar en la danza y María Teresa les permite hacerlo. Dice: “Yo duermo bajo otro firmamento”, y resplandece su silencio cuando bajo un dosel de flores rojas, encendidas como ella a la vista de un mar creciente, recibe la invitación a la danza. La música suena a tiempo adelantado, y junto a las notas iniciales recibe el fragor del mar embravecido, extraño a este apacible paño de verdor. Está la Reina en la orilla pasional frente a un faro que gira y oscurece franjas para alumbrar otras, luz vertiginosa anclada en la locura de un instante, multiplicada en gritos y llanto que no pueden contenerse ante la avasallante sensación del amor desatado. Lleva la fuerza del águila que alza en sus garras la victoria sobre todos los cetros. Casi desmaya en el recuerdo.
Y de repente es una niebla que penetra en los recintos del Palacio. No es liviana como el otoño ni finge el frío del invierno temprano: tiene la densa multitud de la selva y la tempestad de las mesetas lejanas. Un velo cubre los ojos de la Reina y le oculta la insinuación del visitante que la abraza en un baile de huellas, choque de escudos, roce de cortinas y de pieles que despiertan la ansiedad en el jaguar y los quetzales… Estás herida, María Teresa. La flecha que lanzaste se devolvió en el espejo y te enlazó para elevarte en un arriba y bajarte en un espasmo. Ahora quieres el tatuaje de ríos inmensos en algarabía de noches pobladas de ritos y tactos. Quiere ahora la Reina emisarios del polen, calendarios de follaje, arpegios de lluvia, dinastía de extraños animales para su séquito real. Quiere llegar al cactus y la espina del desierto, en el mar fragor que ella evoca desde un tiempo que no ha vivido, mientras escucha el pulso de las olas violentas.
Después todo fue borrándose. La gran sala del Palacio quedó en silencio y sólo pudo sentirse un viento largo y verde, y se vio en las columnas el surco de las serpientes y en los jardines el maíz blanco de luna, carne desgranada en el deseo final de la Reina. En su caja de música ya no suena el minueto de Glück ni los setos guardan el orden imperial.
El emisario habló del vano esfuerzo en la tierra de la Malinche, de los augurios de Carlota en El Vaticano; dijo de un destino cercenado por las balas. Y María Teresa concede aquiescencia en este nuevo escenario donde murmulla una música de lluvia cortada, sones distintos coloreados de acacias.
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Gracias por tu preámbulo aclaratorio Alejo, pero se intuye en el relato ese sueño premonitorio, en el corazón de la reina.
Tiempos de esplendor y opulencia. Ropajes y joyas cubriendo un corazón de mujer.
Un buen relato Alejo, con tus letras nos transportas a esos lujosos lugares, a las salas del palacio donde llegaba la fragancia de sus jardines.
Felicitaciones, amigo
Bella descripción de un alma muy femenina
Saludos
Ignacio
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