El proceso está siendo largo y doloroso. Casi dos años de maltrato y ahora en tratamiento psiquiátrico y psicológico. Mi psicóloga dice que otras no han tenido tanta suerte. Es cierto, yo estoy recibiendo mucho apoyo. Voy resurgiendo de mis cenizas poco a poco, con una confianza en mí misma, en mi poder, que antes nunca hubiera imaginado y, aunque todavía evito los lugares en los que pudiera existir la posibilidad de encontrármelo y aún necesito salir a la calle acompañada cuando tengo que alejarme mucho de casa, he reunido las fuerzas suficientes para contar mi historia, por si a otras pudiera servirles de ayuda.
Pertenezco a una familia de una clase social media. Soy la menor de tres hermanos: mujer la mayor y varón el segundo, ambos ya casados y viviendo en otras ciudades. Nací a destiempo, cuando mi madre no pensaba para nada en la posibilidad de volver a quedarse embarazada. En realidad, se puede decir que me he criado como hija única; sin embargo, mis progenitores nunca han sido sobreprotectores. Yo era bastante dócil. Nunca les planteé grandes problemas.
Debido a su trabajo (ambos enfermeros en el hospital) y a las actividades deportivas y culturales en las que participaban, pasaban poco tiempo en casa. Eso se lo podían permitir, les oí comentarles en más de una ocasión a sus amigos, porque tenían plena confianza en mí. Así que desde bien pequeña tuve las llaves de casa. Era frecuente que comiera sola a mediodía y que nuestros encuentros más prolongados se limitasen a la hora de la cena y algunos momentos del fin de semana. En contra de lo que se pudiera pensar, nunca me sentí desatendida ni abandonada (o, al menos, eso creía. La terapia con la psicóloga me está demostrando lo contrario). Cuando en escasas ocasiones me quejaba ante Vera, mi amiga del alma, de que apenas veía a mis padres, se apresuraba a recordarme la buena suerte que tenía con mi independencia, pues a ella (que sí era de verdad hija única) la tenían súper controlada.
Yo no destacaba en nada ni para lo bueno ni para lo malo. Pasaba desapercibida tanto en las clases como en la pandilla. Llevaba una vida más o menos tranquila, sin grandes sobresaltos ni ambiciones.
En tercero de la ESO llegó a la clase un chico nuevo, Pablo. Se rumoreaba que venía de otra ciudad y que era repetidor. Pablo es guapo y simpático a rabiar. Desde el momento en que lo vi, mi rutina emocional dio un giro de 180 grados. Amor a primera vista, me decía mi amiga Vera que se llamaba lo que me había ocurrido. Pero ni se me pasaba por la imaginación que yo pudiera llegar a gustarle. Sin embargo, a mediados de curso su atención se centró en mí. Más adelante, me confesó que estaba harto de las facilonas y que lo que le había atraído era mi timidez, lo roja que me ponía cada vez que se cruzaban nuestras miradas. Comenzamos a salir; al principio, unas veces solos y otras en pandilla. Vivía en una nube de felicidad indescriptible. Yo, que nunca había destacado en nada, era el objeto de envidia de las compañeras del instituto y «una princesa» (así me llamaba Pablo) para el chico más guapo y popular. Mis padres, por supuesto, ni se enteraron del cambio. La única que lo sabía todo era Vera. Con el tiempo, la pobre se quejaba con razón de que me estaba perdiendo, pues Pablo se fue volviendo cada vez más posesivo. Yo creía a pie juntillas sus razones: me quería tanto, que no podía compartirme con nadie.
Fue en la Nochevieja del año siguiente (él tenía 17 años y yo 16) cuando me llevé el primer disgusto serio. Habíamos quedado para celebrarla en un pub con los amigos. Cuando entramos en el pub y me quité el abrigo, me sujetó del brazo con fuerza y me susurró:
— ¿Dónde vas con esa ropa de puta?
Me volví hacia él sin poder dar crédito a lo que acababa de escuchar.
— Suéltame -le dije —. Me haces daño.
— ¡Vamos afuera!
Salimos a la calle. Me sentía bastante confusa y ofendida.
— ¿Qué mosca te ha picado? ¿Cómo te atreves a llamarme puta? Es Nochevieja. Voy vestida como las demás.
— Como vayan las demás, es asunto suyo. Tú eres asunto mío. O vas a cambiarte o se terminó la fiesta.
Al tiempo que decía aquello, me pellizcaba fuertemente en el brazo. Se me saltaron las lágrimas. No rompí a llorar por vergüenza, por no dar un espectáculo.
— Vámonos de aquí -le dije nerviosa.
Por el camino le expliqué que no podía ir a cambiarme porque mis padres habían decidido celebrar la fiesta en casa con unos amigos. Ellos desconocían mi relación con Pablo y yo no sabía qué excusa inventar. Me acompañó a la parada de autobús y me mandó para casa.
— Estarás contenta de haberme amargado la noche. En media hora te llamo. Que no me entere yo de que te mueves de casa.
Fingí ante mis padres que me había entrado jaqueca, seguramente porque la regla estaba a punto de venirme. Se lo creyeron porque me solía suceder algunos meses. Cuando Pablo me llamó, justo a la media hora, su voz sonaba totalmente cambiada. Volvía a ser el chico sosegado y cariñoso.
— Que duermas bien, princesa. Mañana te espero a las doce en la plaza.
Aquella noche la pasé llorando sin conseguir entender nada.
Al día siguiente llegué puntual a la cita. Me besó y me entregó una cajita de bombones.
— No me gusta que nos enfademos, princesa.
— Ayer me hiciste mucho daño -le enseñé un gran moratón en el brazo —. Además, no entiendo por qué te enfadaste tanto.
— Porque te quiero. Eres mi princesa. Solo yo puedo mirarte así.
Me pidió perdón por el pellizco. También me pidió que saliésemos siempre los dos solos. Quería disfrutar de mi compañía a tope, sin compartirme con nadie. Fue tan zalamero durante aquellos días, que volví a confiar en él y a sentirme la mujer más importante del mundo cuando estaba a su lado.
Vera protestaba:
— Alejandra, no comprendo por qué no tienes en todo el día un rato para estar con tu mejor amiga.
— Vamos, Vera, no te pongas celosa. Ahora tengo novio.
— Ese Pablo es un bicho raro. ¿Ya se te ha olvidado lo que te hizo en Nochevieja?
— Eso es agua pasada. Me pidió perdón, se dejó llevar por los nervios y los celos. Me ha prometido que no volverá a suceder.
— Allá tú. Yo no me fío.
Llevaba razón Vera al no fiarse de Pablo. A lo largo de ese curso, se repitieron los episodios de celos (que si había mirado a alguno, que si me había maquillado demasiado, que si fulanito me miraba, que si cuando me llamaba no siempre mi móvil estaba disponible y él quería saber con quién »cojones» hablaba o dónde «cojones» estaba). Episodios de celos acompañados siempre de algún tipo de violencia física (un bofetón, un empujón, un pellizco, voces, insultos). Pero tenía una habilidad prodigiosa para alternar la furia con la ternura y hacerme creer que no podría vivir sin mí.
Una noche acudió a esperarme a un parque cercano a casa con el coche de un amigo. Ante mi temor de que nos cogiera la policía sin carnet de conducir, me aseguró que la policía no rondaba por el lugar donde me iba a llevar. Me tenía reservada una sorpresa, la prueba más grande de amor. Llegamos a un descampado.
— ¿Dónde está la sorpresa?
Como respuesta, me llevó al asiento trasero. Empezó a besarme y a acariciarme esmerándose, como siempre, en hacerme sentir única. Me desnudó lentamente, luego se desnudó él. Yo permanecía muda, dejándome hacer, creyéndome una princesa en brazos de su príncipe. Entonces, me enseñó un preservativo. Me sobrecogí.
— Nunca lo he hecho, Pablo. No sé si debo. No sé si estoy preparada.
— ¿Me quieres más que a nada ni a nadie?
— Sabes que sí.
— Ahora tienes la oportunidad de demostrármelo. Desde esta noche, serás totalmente mía. Yo seré el primero y el único.
Se colocó el preservativo. En un santiamén estaba encima de mí, me abrió las piernas y me penetró con brusquedad. Me quejé de dolor y quise apartarlo. Se detuvo enfurecido y me abofeteó. Continuó violándome al tiempo que me insultaba:
— ¿No te gusta, puta? ¿Acaso te gustaría más hacerlo con otro? ¿No la tengo lo suficientemente grande para ti? Vamos, zorra, a mí no me engañas; sé que estás disfrutando.
Cuando entendí que había terminado, salí como pude de debajo de él, me vestí aprisa. Aterrorizada, lo observaba de reojo de vez en cuando. Había en su mirada perdida una expresión de locura. Sudaba y jadeaba. Un hilo grueso de saliva le resbalaba por la barbilla. Con más miedo que vergüenza, me fui al asiento delantero.
— Por favor -musité — llévame a casa.
Se vistió sin decir palabra y sin decir palabra me llevó hasta casa. Bajé del coche como alma que lleva el diablo, corrí hacia el portal pidiéndole a Dios que Pablo no me siguiera y que mis padres aún no hubiesen vuelto. Me duché con agua bien caliente, restregándome a fondo en un intento desesperado por borrar las huellas de lo que acababa de vivir. El móvil no paró de sonar desde que entré en casa. Sabía que era él y no estaba dispuesta a cogérselo. Pero continuó sonando. En un arrebato de valentía, decidí cogerlo antes de que llegaran mis padres. Le iba a dejar bien claro que lo nuestro se había acabado. Fue él quien habló primero:
— Oye, zorra, ni se te ocurra hablar con nadie sobre lo nuestro.
— No soy ninguna zorra. Pero tú sí eres un cabrón. Lo nuestro ha terminado. No vuelvas a acercarte a mí.
— A mí tú no me dejas plantado. Eres mi novia te guste o no. ¿O acaso quieres que vaya por ahí enviando mensajes y contando todo lo que he hecho contigo?
— ¿Por qué me hiciste creer que era tu princesa? -me había derrumbado y lloraba.
— Tú eres la que lo has estropeado todo al no querer hacerlo conmigo.
— Pero… yo solo dije que me dolía.
— Vaya por Dios con la estrecha. No me vengas con reproches. Seguiremos siendo novios o… atente a las consecuencias.
Las semanas siguientes fueron un infierno. Menos mal que contaba con el cariño de Vera, a quien le confesé todo. Dejé de asistir a clase. Cuando podía, me quedaba en casa. Si estaban mis padres, buscaba lugares donde nadie pudiera verme durante las horas de clase. No me importaba suspender el curso. Me inventaría una buena excusa para cambiar de instituto. Pablo cumplió su amenaza. A los compañeros del instituto comenzaron a llegarles mensajes suyos en los que me ponía de puta, mosquita muerta, calienta pollas y un montón de insultos por el estilo.
Vera estaba muy preocupada por mí. Me decía que tenía que buscar una solución y la solución no era dejar de ir a clase ni vivir a escondidas constantemente. Yo no había hecho nada de lo que avergonzarme; el único culpable era Pablo. Me dio un ultimátum: o hablas YA con tus padres o lo hago yo.
Al final me decidí. Pedí a Vera que estuviera presente para darme apoyo moral. Fue muy doloroso contarles a mis padres lo que me llevaba ocurriendo desde el curso pasado. De la reacción de sorpresa pasaron a la del reproche: no nos esperábamos esto de ti. Reproche que Vera cortó en seco cuando se atrevió a echarles en cara que también ellos tendrían algo de responsabilidad por haberme dejado tanto tiempo sola. Luego vinieron los llantos de arrepentimiento, las escenas de cariño. Te vamos a apoyar en todo o que necesites, me aseguraron y lo cumplieron. Revisión médica para descartar un posible embarazo o enfermedad de transmisión sexual; cita con un psiquiatra y con una psicóloga.
Mis padres y Vera, aconsejados por los especialistas, decidieron denunciar a Pablo. Primero declaré yo. Al salir, me crucé con él acompañado por sus padres. Advertí desprecio en la mirada altanera de Pablo y de su padre; sin embargo la madre caminaba con la mirada baja, encogida y llorando. Pablo aseguró que yo era quien le había buscado y provocado. Pero los e-mails que yo guardaba y los que me facilitaron algunos compañeros sirvieron como prueba de acoso. La condena de Pablo consistió en abandonar ese instituto y no acercarse nunca más a mí. El apoyo incondicional de mi familia y de Vera ha sido fundamental; pero también lo ha sido el apoyo del profesorado del instituto y el de algunos compañeros.
El tratamiento psicológico me está ayudando a entender que yo no tuve la culpa (aunque a veces me pregunte si no será verdad que de alguna manera le busqué y le provoqué; otras, me siento culpable de no haber cortado a tiempo, de haberme dejado llevar por sus halagos). La psicóloga me ayuda a perdonarme por sentir miedo, por sentirme en ocasiones como una auténtica mierda. Me dice que nuestras reacciones son fruto en gran medida de la huella que nuestra infancia ha dejado en nuestro subconsciente.
Estoy comprendiendo que no hay un solo culpable. El puzzle de terror en el que he vivido los últimos años lo componen muchas piezas de las cuales quizá la mía sea la más pequeña. Entre esas piezas estarían la sociedad, mis padres, Pablo, sus padres (supe tiempo después que el padre de Pablo maltrata a su madre de la misma forma que él hizo conmigo), los padres de sus padres y también los padres de mis padres, y así podríamos incluir a todos los ancestros, que con su ejemplo, de modo consciente o inconsciente, nos han ido criando.
Hablo mucho con Vera sobre todo lo que estoy aprendiendo y al final de nuestras conversaciones siempre nos preguntamos: ¿llegará el día en que sea posible predecir en qué eslabón de la historia familiar comenzará a gestarse el futuro maltratador?
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