Han pasado años desde aquellos tiempos de ilusión cuando semanas e incluso meses antes todo giraba  en torno al día mágico.

            Aún recuerdo uno de aquellos días esperados con desmedida ilusión porque –inducido por mi madre- había enviado carta no solo a los Reyes Magos, sino también a una reina europea que por entonces ocupaba las páginas más glamurosas de las revistas del corazón. A medida que se acercaba la festividad de la Epifanía, crecía la inquietud en mi inocente espíritu, atrapado por la duda de cuál sería la disposición de su graciosa majestad para conmigo. El asunto se convirtió en tema recurrente de mis hermanas mayores y mi madre. Inocentemente preguntaba con insistencia si la primera dama belga se avendría a satisfacer mi deseo; ellas, en connivencia, solían decir que aún había esperanzas, que tuviese paciencia. Pero, para añadir más gotas de inquietud a mi impaciencia infantil, comentaban a menudo que era posible que no pudiera atender todas las peticiones, que éramos muchos niños en el mundo, pero que, si no este, tal vez el próximo año…

            Mi madre, gran fabuladora, que manejaba, además, el suspense con habilidad, solía contarnos historias que nos dejaban boquiabiertos, expectantes y deseosos de que no acabaran nunca. Aquella vez su imaginación se había superado convirtiéndome en coprotagonista de una narración por partes y creándome expectativas de consecuencias materiales.

            Con frecuencia, a hurtadillas, ojeaba alguna de aquellas revistas buscando la sonrisa beatífica de su majestad en instantáneas tomadas mientras saludaba a sus súbditos. La miraba extasiado haciendo cábalas sobre mis posibilidades, y mis pensamientos se inclinaban porque aquél semblante bondadoso atendería mis deseos.

 

            En algún momento desperté a la verdad; no recuerdo cómo ni cuándo, pero nunca hubo preguntas, reproches ni justificaciones. Tal vez me produjese decepción o quizá ya habría añadido elementos defensivos que me ayudaran a sobrellevar pequeñas contrariedades.

           Nunca se volvió a hablar de ello, de aquel momento concebido para colmarme de ilusiones, de transmitirme un mensaje optimista —tal vez engañoso pero con buena intención—, que todo podía conseguirse con escaso esfuerzo y mucha fe. Todo tan fácil: carta enviada y deseo cumplido.

            Antes de aquello, mis fantasías ya se habían alimentado de los cuentos tradicionales, cuyos escenarios eran parte de un mundo superlativo donde valores como el amor, la magia y la honestidad prevalecían sobre todo lo demás.

           Más tarde, ya en la pubertad, sentí curiosidad por saber qué contaban aquellas fotonovelas que mis hermanas leían con verdadero afán. Vencido por la tentación, a escondidas —eran lecturas no recomendables para varones—, leí algunas de ellas. Los desenlaces, superados los conflictos a los que el autor o autora sometía a los protagonistas, siempre eran  propicios. Confieso que, comenzada su lectura, no paraba hasta respirar profundamente mientras me recreaba en la última fotografía, que generalmente era una joven pareja besándose, olvidados del mundo y entregados a su recién hallada y merecida felicidad.

          Sin duda que aquellas lecturas contagiosas prendieron en mi subconsciente  hasta que oportunamente fui  despertando a la realidad.

 

            Personas cercanas preguntan por qué mis escritos, el contenido de mis mensajes, encierran los aspectos negativos del alma, de las bajezas humanas… En ocasiones me han sugerido que escriba alguna novela divertida, romántica o humorística. Arguyen que el contenido de los escritos difiere de mi actitud ante la vida, que no soy ni parezco un tipo amargado, sino lo contrario, un individuo optimista, que incluso a veces resulta simpático. Reconozco que la primera vez quedé sorprendido. Reflexioné sobre ello y recordé que más de una vez, rememorando aquellos cuentos de hadas, había sentido la tentación de cambiar sus finales. Un pensamiento que me persiguió durante mucho tiempo. Y recuerdo que, en algún momento, asumí mi propio reto, pero me encontré con un problema: debía rescribirlos íntegramente, aunque mantuviese los mismos personajes y circunstancias, pero el periodo a contar tendría que comenzar necesariamente a partir de la boda, del convite, de los besos y de la luna de miel, cuando los novios quedaban a solas y comenzaba la convivencia, el conocimiento del otro, de las costumbres, de las manías y de los malos humores. La chica, por ejemplo, que no se adaptaba al protocolo palaciego, que de cuando en cuando afloraba su natural asilvestrado, que los regios suegros no acababan de tragarla, que el príncipe carecía de carácter, que era poco higiénico, que bebía demasiado y que, además, fallaba estrepitosamente en las relaciones sexuales dejando insatisfecha a la flamante dama; después, tocaba la lucha contra la  traviesa prole; al soberano pueblo, que en algún momento jaleó la romántica historia, esa unión comenzaba a parecerle un error. Finalmente sobrevenía el divorcio, la soledad, la vejez, la enfermedad y la muerte.

            Quizá la vida se aproxime más a estos últimos planteamientos que a un corto y placentero periodo.

            No, definitivamente mi opción no pasa por el puro entretenimiento ni por plasmar escenarios teñidos de rosa, sino por el intento de reflejar hechos ajustados al entorno, que sirvan de defensa contra la adversidad y ayuden a conducirse por la senda del conocimiento y de la prudencia. Y no es que reniegue de mi niñez entre algodones, que piense que una infancia feliz estigmatice toda una existencia, pero sí que, al despertar del sueño de la infancia y posteriormente de la adolescencia, crea desconcierto.

            Me inclino, sin dudarlo, por diseccionar la cara oscura del género humano con el secreto ánimo de contribuir a clarearla, para evitar caer en la autocomplacencia cerrando los ojos y dormir un plácido sueño, para crear un estado de prevención y proveer de unas alertas que nos ayuden a afrontar y superar adversidades, para persuadir que hay que entregarse a cada momento favorable, disfrutarlo hasta las entrañas, sentirlo vivo dentro de nosotros como una ocasión única e irrepetible. En todo caso, sirva esta visión crítica de contrapunto  a mundos oníricos.

 

            Olvidaba decir, amable lector, que el egregio regalo llegó a tiempo: lo encontré sobre mis zapatos y lo abrí con desbordada ilusión, como cualquier niño.

                                                                                                                                                                                          Abril 2012               

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Comentario por T.H.Merino el mayo 15, 2012 a las 5:45am

Gracias, Cristina, por el seguimiento que haces de mis escritos y, también, por los comentarios que siempre son bienvenidos y enriquecedores. Te envío un abrazo. T.H.Merino

Comentario por Cristina de Jos´h el mayo 15, 2012 a las 3:10am

Es tú opción y me parece perfecto pero, hay que sopesar ambas caras de cualquier existencia y es bueno que no todos piensen igual. La mente es un arma muy, pero que muy poderosa y nada es totalmente blanco o negro. Me gustan tus relatos y que seas fiel a esa versión que de alguna forma, conecta con la escueta realidad.

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