Eché a correr como alma que lleva el diablo. Ello se debía a que (después de un agradable desayuno en el hotel, con mi estancia ya liquidada y la maleta guardada en el coche), yendo por la calle Virgen de la Paz, a la altura de la Alameda del Tajo, observé un nutrido grupo de excursionistas japoneses. Llevaban todas las trazas de ir adonde yo iba, esto es, el coso de Ronda. Tuve que incursionar brevemente en la calzada para adelantarles. Era necesario, porque si no me hubiera tenido que aguantar un buen rato haciendo cola para sacar mi entrada.
Se accede al lugar por el lado de la plaza del Teniente Arce, toda ella hermosamente empedrada. Allí aguardan los taxistas a los incautos, con el reclamo de bajarles con sus vehículos al fondo del tajo para disfrutar de las mejores vistas de la ciudad, al módico precio de 15 euros por pasajero y con la condición de ir como mínimo cuatro pasajeros en cada viaje… Como mínimo y como máximo, habida cuenta de que cuatro es el número de plazas reservadas a pasajeros en la mayoría de los vehículos a cuatro ruedas. Si yo, que viajaba solo, hubiera alquilado un taxi, hubiese tenido que apoquinar 60 euros para haber podido bajar de esta manera al tajo. En fin, ya me estaba dando cuenta de que la picaresca rondeña no es para hacerla de menos.
Una vez en taquilla, saqué mi entrada con opción al uso de audioguía, en total 8’50 euros. Las audioguías me dan un poco de miedo porque se emplea mucho tiempo en escucharlas de cabo a rabo, y observé, ciertamente abrumado, que en este caso había nada menos que cuarenta y cinco pistas de audio. No quería emplear en la plaza de toros más de una hora, para que me cundiera la mañana; por lo tanto, se imponía hacer un uso selectivo de la audioguía.
Siguiendo el itinerario marcado, iba a comenzar la visita en las dependencias de la Real Maestranza de Caballería de Ronda. Me enteré de que esta corporación nobiliaria es la más antigua de España, y su principal objetivo es ejercitarse en el bello arte de la equitación; incluso, en tiempos antañones, los maestrantes tenían que participar en las batallas a las que fueran requeridos. Felipe II instauró esta corporación en 1572, aun cuando sus orígenes se remontaran a la época de sus bisabuelos, los Reyes Católicos. En España, además, existen las Maestranzas de Sevilla, Granada, Valencia y Zaragoza, pero, como ya he apuntado, la de Ronda es la de más antigua fundación.
Antes de acceder a los corrales y el picadero, todo él acertadamente techado, eché un vistazo al cielo luminoso de la mañana; ni una nube empañaba su uniformidad, ni un soplo de aire se dejaba sentir; se avecinaba una jornada de calor.
El picadero me pareció excelso, pero sin caballos piafando en la arena deslucía bastante. Me quedé admirado ante los paneles divulgativos donde se detallan las principales maniobras ecuestres. Delante de mí llevaba a un matrimonio de italianos de mediana edad, que estoy seguro de que barrieron con su cámara de fotos cada metro cuadrado del recinto. Siempre que nuestros ojos se encontraban, nos intercambiábamos sonrisas de cortesía; tal vez se extrañaran de verme tan solo.
Del picadero pasé a los chiqueros, que es donde los toros aguardan en las corridas el momento de salir al albero. Mi opinión anterior se reforzó en este caso: sin animales a la vista, a estos compartimentos se les resta mucha espectacularidad. No soy aficionado al arte taurino, pero tampoco un detractor a ultranza; respeto las dos posturas, aunque para nada comparto las visiones fanáticas que en uno y otro caso pueden ofrecerse. Lo que es indudable es que el mundo del toro lleva ligada una tradición de siglos, y tendrá sus defensores y sus detractores. Unos ven nobleza en el arte taurino; otros, la expansión de conductas sádicas. Lo cierto y verdad es que yo nunca he asistido a un espectáculo de esta clase; cuando de niño los veía por televisión, me aburrían soberanamente. No es momento de adentrarse en juicios valorativos: que el tiempo decida quién ha de tener la razón en todo este galimatías.
De repente me encontraba en el mayor ruedo del mundo, cuyo diámetro es de 66 metros. Lo denominan la catedral de la tauromaquia. Hay cerca de 5000 localidades que, a diferencia de otras plazas, cuentan con la bendición de la sombra por medio de un doble piso de arquerías sostenidas por sólidas columnas toscanas. Los tendidos están protegidos, también como nota peculiar de esta plaza, mediante barreras de piedra. El palco presidencial y el palco real están uno encima del otro. Como he dicho, no soy aficionado a los toros, pero ante la vista de tan soberbio ruedo me dieron ganas de asistir a una corrida, mayormente si se trataba de la famosa Corrida Goyesca, que se viene celebrando todos los años en los albores de septiembre. El sol arrojaba sus lanzas sobre la arena amarilla del coso, y enseguida fui a buscar la sombra de las arquerías; los más temerarios se quedaron en medio del ruedo, tirándose todas las fotos del mundo y admirando bellezas que sólo pueden captar los ojos de los avezados a los espectáculos taurinos.
Me dejé caer en uno de los asientos de la galería superior, desde donde se me ofrecía una vista imponente de la plaza. A través de la audioguía me enteré de que la madera de que están formados los asientos es de pinsapo (abies pinsapo). Esta especie arbórea emparenta con otras coníferas que se dan con preferencia en los Montes Urales de Rusia, en la frontera natural entre Europa y Asia. También se conoce al pinsapo como abeto de Andalucía. En las inmediaciones de Ronda, estos árboles proliferan en la Sierra de las Nieves, aunque para encontrar el mayor pinsapar de España es necesario desplazarse al Parque Natural de la Sierra de Grazalema, cuyas estribaciones son visibles desde la misma Ronda. La Sierra de Grazalema tiene la peculiaridad de ser el lugar de España que registra mayor índice de pluviosidad en el cómputo de un año; no es de extrañar, pues, que reúna las condiciones que requieren estos soberbios abetos para su desarrollo: sustratos calizos, temperaturas suaves y lluvias abundantes. La madera de pinsapo es de consistencia blanda, y hasta hace unos años se usaba en la industria papelera. Su floración es distinta según sean pinsapos masculinos o femeninos, y alcanza su máximo esplendor en primavera. Se trata de un árbol especialmente emblemático en la ciudad de Ronda. De antes había podido apreciar que muchas tiendas y comercios usaban la palabra pinsapo en sus muestras, que a lo primero me llamó a sorpresa por mi desconocimiento de la misma… Puedo dar fe de que el asiento de madera de pinsapo se me antojó especialmente cómodo.
La imaginación se me echó a volar, y pude percibir sonidos de timbales y clarines en el transcurso de una de las corridas goyescas. Allí, resguardado en la sombra del calor del día, entorné mis ojos y perdí brevemente la noción del tiempo. No es muy alegre una plaza solitaria, tampoco lo es un alma solitaria. Di en preguntarme por qué había querido venir solo a Ronda. El teatro descrito por A.E.W. Mason existía, pero por ninguna parte se apreciaba el movimiento de sus personajes y comparsas. Eso es lo que yo no detectaba en lo más adentro de mí: movimiento de personajes. Yo era como el mojón plantado a un lado del sendero; veía transcurrir la vida sin ser parte de todas las historias que pasaban a mi vera y que, inevitablemente, se distanciaban de mí. ¿Habría aún un modo de enmendar las situaciones que se antojaban erróneas? ¿Volverían a volar en mi derredor los pájaros de antaño?
Casi como una sombra recorrí las interioridades de la plaza de toros. Se trataba de un auténtico museo, galerías laberínticas que encerraban puñados de historia y arte. Trajes de luces, cuadros de distintas épocas, carteles taurinos, recuerdos de las dinastías Romero y Ordóñez, una completa armería donde me sorprendió encontrar un juego de pistolas de duelo utilizadas por Vicente Blasco Ibáñez… Allí quien quisiera hallaría motivos para pasarse horas y horas escudriñando aquí y allá. Por mi parte, me conformé con tirar una foto a un cuadro que representaba la Plaza Mayor de Madrid en los tiempos en que se habilitaba como un inmenso ruedo. Y creo recordar que vi también fotos de Hemingway y Orson Welles en sus días en Ronda; llamaba la atención el enorme habano que este último se estaba fumando en la instantánea que le hicieron.
Tras una inexcusable visita al baño y hacer entrega de mi audioguía, acabé, como era de esperar, en la tienda de recuerdos. Fue allí donde adquirí el libro “En Ronda. Cartas y poemas”, de Reiner Maria Rilke, que tendría ocasión de leerlo en jornadas posteriores. Y después partí como una exhalación hacia la Casa del Rey Moro. El sol de la mañana trepaba a la cúspide de la bóveda celeste. El tiempo, que ayer parecía dilatarse, hoy se diría que iba precipitado. Yo quería emprender el viaje de regreso antes de la hora de comer.
Con posterioridad, algunos amigos con aficiones taurinas me han encarecido la suerte que tuve de visitar la más magnífica plaza de toros que conoce el mundo. Y añadieron que de haber podido asistir a una corrida de rejoneo, pocas cosas más hermosas me hubieran quedado por ver en lo que me restaba de vida.
Creo que exageran bastante.
Ronda no necesita de festejos taurinos para ser magnífica.
CONTINUARÁ…
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
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