Santuario

                                                                       Martha Estela Torres Torres

¿Habrá personas tan parecidas que uno identifica su perfil y descubre el humus de sus ojos? Parece que nadie es tan parecido que pueda confundirnos de tal manera, pero sí existe un instante entre dos eternidades en que se puede asegurar la diestra mano del destino jugando con tus recuerdos al revelarte en otros ojos, en otro rostro, la ternura de aquel a quien quisiste tanto.

Este hombre moreno llegó de otro planeta seguramente, porque tiene un aire de superioridad que lo elevaba sobre el piso. Primero se desconcertó al verme, fue como si viera un fantasma de otra dimensión, incluso me cuestionó por ingresar sin permiso a su laberinto. Después recapacitó al intuir en mí, algo familiar, como cuando se observa una obra de arte que revela varios temas pero no se puede comprender ninguno.

Me miró fijamente ignorando ese encuentro inesperado y fortuito, sin embargo pude leer en su rostro la formulación interrogante del pasado. De nuestro pasado nostálgico que se desvaneció con el tiempo y la bruma de la vida. Pero no, no era él en realidad, era solo una reencarnación instantánea en este personaje con vestimenta blanca.

Después de varios meses de andar de aquí para allá visitando médicos, haciéndome estudios sobre la columna que todo puede sostener con la gracia de Dios vine a parar a este nosocomio que siempre está saturado de personas que de una u otra manera manifiestan la enfermedad, el dolor y la decadencia humana. ¿Pero quién no ha estado al borde de la desesperación cuando el dolor incólume se impone con fuerza? Nadie está a salvo del dolor y la muerte en este mundo terrenal, por eso ando buscando alternativas para mi problema de salud, de un lado para otro como les digo, hasta que me tocó azarosamente este doctor transfigurado en él, igualito: moreno, alto, espigado, con sutil sonrisa y cabello lacio, por eso al comprobar sus rasgos físicos le manifesté con mi mayor expresión, la alegría que me causaba encontrarlo de nuevo aunque fuera en otra persona y con otra profesión: médico para curar cuerpos y tal vez almas, y yo quería que me curara primeramente el alma, y si fuera posible también las cervicales que ya no me dejaban vivir en paz. Pero el momento de magia se evaporó, él solo veía el monitor, revisaba mis datos de derechohabiente y mis anteriores incapacidades para tomar una decisión y decirme sin preámbulo que me canalizaría con un neurocirujano que acababa de llegar de Houston, y yo insistente tuve que aclarar que solo lo necesitaba a él, a ningún otro y menos a un extranjero. Pero mi súplica no sirvió.

El galeno siguió escribiendo en el teclado, extendiéndome una nueva incapacidad y varias instrucciones para otro médico. “Doctor, me gustaría que usted atienda mi caso, ya que también usted es neurólogo,” me atreví a decir tratando de conmoverlo. “Estaré mejor atendida por usted.” Pero el especialista en su mutismo, dando órdenes a la impresora, solo respondió: “Su nuevo médico será el doctor Barkley.” Tomó las hojas impresas y me las dio sin voltearme a ver. Salí deteniendo las lágrimas en lo posible, rompí recetas y formularios y me fui al santuario: a ese lugar de ensueño donde las monarcas empiezan a retornar este invierno.     

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