Sedantes para aguantar tantas orgías y sexo animal en la mansión Playboy

Sedantes para aguantar tantas orgías y sexo animal en la mansión Playboy: un documental relata los abusos de Hugh Hefner


La marca del conejito, alejada del magnate, trata de reposicionarse como plataforma feminista e inclusiva, tras las revelaciones de una nueva serie documental

Hugh Hefner siempre fue un tipo con sentido de la oportunidad. “Tenía el don del momento perfecto”, reconoció su obituario en The New York Times. Emergió a principios de los años cincuenta como un joven redactor y viñetista, casado con su primera novia y solo con experiencia en una revista para niños.

Luego se inventó un producto y un personaje, él mismo, que eran inseparables, esa idea de un tipo suavón y seductor, que pone un poco de jazz en el fonógrafo y mezcla un buen martini. Intuyó por donde iría la revolución sexual y supo ofrecer una transgresión perfectamente calibrada para el gusto popular, una travesura capitalista y patriarcal que fue ajustando perfectamente década tras década para seguir rimando con los tiempos.

Pero cuando mejor demostró su don de la oportunidad fue a la hora de morirse: el editor de Playboy falleció el 27 de septiembre de 2017. Ocho días más tarde, el 5 de octubre, Jodi Kantor y Megan Twohey publicaron en The New York Times un reportaje sobre Harvey Weinstein que desencadenó el #MeToo. Se fue con el batín puesto y no hubo tiempo ni de cancelarlo.

Esta semana se ha estrenado en Estados Unidos Secrets of Playboy (A&E), una serie documental que desvela lo que todo el mundo ya podía intuir, que la marca Playboy no fue un agente de liberación para la mujer y que en la famosa mansión había más de un paño sucio escondido.

Si Victoria’s Secret tuvo en 2018 una serie documental que provocó su caída, ¿cómo no iba a merecerla una franquicia tan omnipresente, reconocible y potencialmente problemática como Playboy?

La serie está dirigida por Alexandra Dean, autora de dos documentales previos sobre Paris Hilton y Hedy Lamarr. De momento, se han emitido solo dos capítulos.

El primero está basado principalmente en el testimonio de Jennifer Saginor, que da una versión de su experiencia mucho más tenebrosa que la que escribió en sus memorias, tituladas Playground: A Childhood Lost in the Playboy Mansion (”el patio de recreo: una infancia perdida en la mansión Playboy”). Jennifer es hija de Mark Saginor, el médico a quien apodaban Dr. Feelgood (”doctor Felicidad“) por su tendencia a prescribir drogas legales, amigo cercano de Hefner. La autora explica en el episodio cómo transcurrió su extraña infancia. Tenía seis años cuando visitó la mansión Playboy por primera vez y 11 cuando se instaló allí de manera semipermanente tras la separación de sus padres. Era la mascota de la casa. Se movía de la sala de juegos a la piscina y corría entre los dormitorios espiando todo lo que pasaba allí. Las conejitas le tenían especial cariño.

“Dorothy Stratten era mi canguro”, explica, refiriéndose a la modelo y actriz canadiense asesinada por su exnovio en 1980, poco después de que la hubieran nombrado Playmate del Año.

 A los 15, explica Saginor en la serie, se enamoró de una de las tres o cuatro novias oficiales que Hugh Hefner tenía siempre en nómina, una mujer a la que llama Kendall, aunque ese no es su nombre real. Las dos mujeres empezaron una relación amorosa en la que, cree ahora Saginor, ella estaba proyectando su falta de apego maternal. Hefner lo sabía porque todo se sabía en aquella casa que, él mismo solía presumir, estaba llena de micros y cámaras que lo grababan todo. En una ocasión, el fundador de la revista la llamó a la habitación y la invitó a participar en un trío con Kendall, a pesar de que Saginor siempre había visto a Hefner como un tío, una figura paterna que le enseñó a jugar al pinball y a valorar los pechos de las mujeres en las fotos que llegaban constantemente a la casa. Aunque en la mansión regía una completa separación de géneros (hasta que dejaba de regir), a la pequeña Jennifer se le permitía sentarse en la mesa de los hombres y participar en ese proceso de cribaje. Miraban las fotos de chicas de todo el mundo y decidían qué médico iba a operar a una para aumentarle el pecho ―a ella misma se lo hicieron a los 15― y qué cirujano le podía hacer la rinoplastia.

A pesar de aquella invitación a su cama, que no se consumó porque la otra chica se puso a llorar, lo que definitivamente hizo que Saginor se sintiera traicionada por parte de Hefner fue el hecho de que él boicotease sus entrevistas cuando publicó su libro. En él, por cierto, se cuidó mucho de hablar mal de él.

En la serie, varias explaymates se refieren a Hefner como “monstruo” y a Playboy como “secta”. Se enumeran algunos de los escándalos que fueron sobrevolando la mansión Playboy, pero que nunca acababan de arañar la reputación de Hefner: la propia muerte de Dorothy Stratten, los suicidios y muertes por sobredosis de varias chicas que sucedieron en la casa y que apenas trascendieron, el caso Bill Cosby ―la mansión era uno de los lugares en los que el cómico inició su carrera como depredador sexual, drogando a chicas para luego violarlas―, el suicidio de su asistente, Bobbie Arnstein, en 1984.

Si todo eso no sirvió para hundir la marca, se especula en el documental, es en parte por la relación tan estrecha que Hefner cultivó con las fuerzas del orden y también por el arsenal de cintas comprometedoras que guardaba de todos los poderosos que habían pasado por la mansión y que utilizaba como forma de chantaje.

Uno de los testimonios más valiosos es el de Sonda Theodore, novia de Hefner en los setenta. Cuando él la captó para Playboy, él tenía 50 años y ella 19. Su relación duró cinco años, durante los cuales Theodore tomaba cocaína y un sedante hipnótico, para aguantar el ritmo de orgías diarias con hombres y mujeres que Hefner le imponía.

A él le gustaba mirar lo que ella hacía con los invitados que él iba trayendo. En una ocasión, explica Theodore, lo pilló “en actividades sexuales” con su perro. “Él hizo ver que era cosa de una sola vez, que estaba haciendo el tonto, pero nunca volví a dejarle solo con mi perro”. No es el único acto de bestialismo que se menciona en la serie. Una antigua “madre conejita” (las playmatesmaduras que se encargaban de adiestrar a las jóvenes que iban llegando), P. J. Masten, explica en la serie que vio como Hefner obligó a la actriz Linda Lovelace a practicarle una felación a un pastor alemán.

“Todos se estaban riendo cuando Linda salió de la limusina. Estaba borracha y drogada. La drogaron tanto que le hicieron practicar sexo oral al perro. ¿Quieres hablar de depravación? Esto es asqueroso”. La propia Masten tiene relatos de terror para contar. Ella fue una de las víctimas de violación de Bill Cosby en 1979. Sucedió en un hotel de Chicago. “Tenía sangre cayendo por las piernas porque me había sodomizado”, llora ante la cámara. “La sangre caía por el suelo. Me puse la ropa, pero había mucha sangre. Fui goteando todo el camino hasta el vestíbulo del hotel”.

Además de dar espacio a esos testimonios desgarradores, que hermanan la serie con otra que resultó igual de difícil de ver, la que Netflix dedicó a Jeffrey Epstein, Alexandra Dean trata de enmarcar el imperio Playboy en sus distintas encarnaciones. Resulta especialmente revelador atender a la etapa final de Hefner, ya bien entrados los años dos mil, cuando cayeron las ventas de las revistas para adultos y el empresario reorientó la franquicia hacia la telerrealidad, con el programa Girls Next Door (”las chicas de la puerta de al lado”), que ofrecía una versión blanca de lo que sucedía en la mansión Playboy y lo mostraba con tres novias jóvenes. Cuando las tres primeras chicas dejaron el programa tras cinco temporadas, Hefner las sustituyó por otras tres chicas rubias, y se terminó casando con una de ellas, Crystal Harris. Él tenía 85 y ella 25. Todo esto sucedía bajo la luz cegadora del mainstream, en el centro mismo del entretenimiento para todos los públicos, el canal E!, el mismo que vio nacer a las Kardashian.

Una de las tres vecinitas (así se podría traducir el “girls next door” del título) originales, Holly Madison, ya escribió un libro en 2015 contando su experiencia y aporta nuevos detalles en la serie. Madison fue una de las parejas de Hefner desde 2001 hasta 2008. En la serie describe una versión crepuscular de la misma pesadilla que el resto de mujeres: las vejaciones constantes del magnate, que, ayudado por la Viagra, seguía exigiendo sexo sin preservativo todos los días, la sensación de estar atrapada en una secta ―todas las chicas tenían que estar en casa antes de las nueve y en realidad se las animaba a no salir jamás de ella―, la cirugía estética obligatoria para parecerse al resto de las playmates. En una ocasión, se le ocurrió cortarse el pelo y Hefner la recibió a gritos. Le dijo que le daba un aspecto de vieja y “barata”. 

Lo llamativo es que Playboy como marca aún existe y está intentando desesperadamente distanciarse de ese pasado, como si Disney renegase de Walt o Apple de Steve Jobs. Tras emitirse los dos primeros capítulos de Secrets of Playboy, publicaron un comunicado en Medium condenando las “horribles acciones” de su fundador. “Creemos y validamos a las mujeres y sus historias y apoyamos a todos los individuos que han salido a contar sus experiencias. Como marca basada en una visión positiva del sexo, creemos que la seguridad y la confianza son básicas y todo lo que se aparte de ahí es inexcusable”, sigue el escrito.

El equipo que lleva ahora Playboy recuerda que ya no está asociado con la familia de Hugh Hefner y que ahora son “una organización con un 80% de mujeres” que pretende valorar lo bueno de su legado, que a su entender tiene que ver con la libertad de expresión y con la posibilidad de tener “conversaciones seguras sobre sexo, inclusión y libertad”.

La marca Playboy es ahora propiedad del conglomerado Mountain Crest, que pagó 381 millones de dólares (341 millones de euros) por la franquicia. La revista, el producto que durante décadas dio sentido a todo el imperio, ya no existe. El último número se publicó en la primavera de 2020, después de 66 años en circulación con distintas variantes de un combo arriesgado: Ahora Playboy es una marca de productos. Vende juguetes sexuales, ropa y videojuegos en los que figura siempre el famoso conejito.

Aunque en el comunicado que se emitió esta semana y que busca posicionar Playboy como un epítome de la expresión feminista ―”seguimos redefiniendo los cánones obsoletos de belleza y abogamos por la inclusión en materia de género, sexualidad, raza, edad, habilidad y localización”―, en sus redes, que alternan la promoción de productos tipo sudaderas y camisetas con las fotos del archivo de la revista, la mayor parte de las fotos que se cuelgan seguían siendo de mujeres delgadas, rubias y con pechos enormes y artificiales, justo como le gustaban a Hefner. Excepto esta semana, que el responsable de redes sociales tuvo a bien rescatar una imagen de la cantante Lizzo (afroamericana, de talla grande) de un reportaje de 2019.

Como franquicia, Playboy tiene aspectos a su favor, empezando por el reconocimiento de marca, pero también se enfrenta a una tarea casi imposible de separarse de su pasado. Y a la serie aún le quedan ocho capítulos.

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