A mi amada

      Andrés era el único niño de su clase que tenía el pelo lacio y los otros se burlaban de este detalle. Además, no le gustaba comprometerse con nada porque estimaba mucho su independencia, lo que le aislaba todavía más de los otros, quienes, al preferir los juegos en grupo a los que tenían lugar entre individuos por considerarlos más divertidos, lo excluían en las diversiones del patio. Él sentía una natural aversión por las agrupaciones de gente porque veía en ellas lazos y servidumbres que disminuían su libertad, que él amaba sobre todas las cosas. Por eso, cuando, en el patio o en el exterior del colegio, se veía como objeto del escarnio de alguna pandilla de niños que querían reírse de él, de su pelo lacio y su tristeza de niño solitario que nunca juega, su fobia instintiva contra la confabulación agravaba hasta tal punto su angustia por la humillación que su espíritu quedaba hondamente perturbado aun sin haber recibido daño físico alguno de los otros niños. 

     En sus sueños de grandeza, aspiraba a una gloria que le restituyera la dignidad que sus compañeros, según sentía su corazón, le arrebataban día tras día. Para ello, concibió la idea de escribir poemas muy largos cuyos versos rimaran muy graciosamente y dejar abiertas las bocas de todos los otros niños pues se hizo el razonamiento de que siendo, como era, el más listo de clase, ninguno de los otros lo conseguiría superar.

     Escribió su primer poema, sobre la muerte de un canario, lleno de aires elegíacos y con una rima asonante espectacular y lo llevó a clase. Cuando se lo mostraba a los otros niños, le devolvían el poema sin prácticamente hacer comentario alguno y esto lo decepcionaba enormemente pues él había esperado ver en el ambiente algo parecido a una reacción química al entrar en contacto el menosprecio de sus compañeros con la extrema habilidad mostrada por él en su composición. Tanta indolencia encontró en todos que rompió el poema y escribió otro que, a su entender era mucho más bello y lleno de habilidad e ingenio. Pero, cuando lo mostró a sus compañeros, sus reacciones tampoco le parecieron suficientes para satisfacer su orgullo herido.

     En casa se puso a pensar qué podría escribir que llenara de admiración a los otros niños y se dio cuenta de que lo que le ocurría con ellos no era más que la justa retribución de lo que ellos recibían de él. Ansiaba ser reconocido por unos niños por los que no sentía un vínculo de afecto; escribía poemas para ganarse su admiración pero lo único que conseguía era distanciarse más de ellos, hacerse más extraño y ridículo todavía para ellos porque era precisamente su singularidad lo que provocaba su desprecio.

     Los niños recibían con indolencia sus ingeniosos poemas porque, cuando él los escribía, latía en su pecho el espíritu de la rebelión contra todo lo que aquellos niños representaban y amaban. ¿Cómo esperar entonces una explosión de emoción en ellos, una exclamación de admiración, un abrazo sentido si lo que esos poemas contenían era un ataque mortal al mundo que ellos defendían?

     Quiso predecir cómo hubiera podido lograr producir en el colegio un seísmo de admiración y su indagación le llevo por caminos tan alejados de lo que él era y deseaba hacer con su vida que consideró conveniente olvidarse de la gloria como enemiga máxima de la libertad.

     Pensó que la gloria que se lograba a toda costa no se diferenciaba en absoluto de las humillaciones del colegio y que la peor indolencia ante sus buenas aptitudes era la que le pudieran contagiar a él quienes deseaban que claudicara y se revolviera contra su propio corazón para traicionarlo y cederles su propiedad. Si sus poemas hubieran llegado a producir en sus compañeros una sensación de sometimiento semejante a la de las humillaciones que recibía de ellos, una gran parte de sí mismo sería también sojuzgada, entregada a las servidumbres de la pantomima, de la máscara del opresor. El tirano carece de libertad porque no puede dejar de humillar. Se dio cuenta de lo poco envidiable que era el papel de sus compañeros acosadores y la inmensa indolencia que se despertaba a sí mismo se extinguió en su corazón.

     En adelante, cada vez que veía a un niño intentando humillarlo, le embargaba una gran lástima por él y, volviendo el pensamiento hacia sí mismo, recordando hasta qué punto era libre e independiente, sentía su corazón llenarse de orgullo.

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