Red de Literatura y Cine
OBSESIÓN
Cuando no sé qué hacer me voy a la taberna del tanatorio. No niego que me gusta ver los cadáveres que allí exponen, por supuesto. Sin embargo también la cerveza que sirven está de coña. Es una cerveza especial de barril, con un sabor tan suave, que entra tan bien, que no sé cómo no llega el circuito comercial a las tascas del barrio y demás baretos y cafeterías, pues resulta de una calidad que no debería perderse en los barrios altos, o en los ambientes más chic. En fin, pero éstos ya sabemos que son misterios del marketing.
Me gusta también ir a la taberna del tanatorio porque allí no te ofrecen los típicos cacahuetes rancios de la mayoría de las tascas del barrio. Está situado en el mismo centro comercial, al lado de la hamburguesería, con lo cual muchos chavales como yo, cuando salen del cine o de cenar, entran a la taberna del tanatorio a echar un vistazo o a tomarse un lingotazo antes de ir a la disco o algún after hours. No creo que ninguno tenga luego excesivas ganas de ver muertos, pero no es infrecuente, y más de un caso ha habido y se han generado algunas broncas. De eso sí que tengo noticias.
Esto ocurre porque la gente no sabe beber, se meten en los velatorios con las birras en la mano y preguntando a diestro y siniestro donde está el servicio y, claro, se acaban metiendo en cada berenjenal que para qué. Esto las camareras lo saben, por eso muchas veces los encaminan de nuevo al centro comercial. Allí la mayoría se pierde de nuevo en algún otro garito cervecero y casi ninguno vuelve a aparecer en toda la noche.
No es raro, de todos modos que pasen estas cosas. La taberna recuerda un local temático más que una cafetería de tanatorio, y se confunde fácilmente, por eso mucha gente al ver los carteles que anuncian los mejores tipos de cervezas que hay en el mercado, se acercan y quieren probar lo nuevo. Muchos de ellos entran compungidos, pretendiendo olvidar algún pariente o familiar querido, y por eso deciden tomar un lingotazo en la taberna antes de irse a llorar las penas en casa.
Claro, luego repiten, se enganchan al querer volver a sentir el sabor de unas birras tan suaves y dulzonas. Es por eso que vuelven. Pero el lugar también cuenta, y por esta razón está teniendo tanto éxito este tipo de locales de hoy en día, que combinan muy bien el ambiente llamativo y versátil de los grandes centros comerciales con el negocio que representan los tanatorios y todo su tinglado montado del ocio, el consumo masivo y la restauración.
Esto, el hecho que frecuente el tanatorio, mi madre todavía no lo sabe, es decir, que me escaqueo del instituto y de los entrenos de futbol por las noches. Si mi padre se enterara, bueno, me pegaría una paliza de cojones. Estoy convencido que le daría algo o me haría encerrar en un psiquiátrico para adolescentes.
Me acostumbré a los tanatorios por un amigo, es decir, no es que me acostumbrara: No te puedes habituar a algo que te encanta. Vas porque disfrutas, es el mejor de lo hábitos, quiero decir. Pero fue a raíz de asistir a un velatorio de su abuelo que empezó todo.
Me pidió que fuera con él, porque le daba miedo por un lado verlo allí expuesto en una caja bajo un grueso cristal, y también porque le parecía un coñazo tener que aguantar a las decenas de familiares parloteando y dejándole tal dolor de cabeza en el estrecho cuartito donde tenían al fenecido. Yo fui sin más. Para ver qué pasaba, porque nunca había estado en un tanatorio viendo muertos.
Conocí entonces la taberna del tanatorio y sus increíbles cervezas. Confieso que no sabía nada de cervezas hasta que entré en ella. Aunque sea un adolescente, tengo que decir que he bebido no poca cerveza, sobre todo en botellones al aire libre.
Pero, en fin, volviendo a lo que decía del abuelo de mi amigo, cuando me dijo que la había diñado, me sorprendió un poco, pero la perspectiva del pasatiempo de ir a verlo muerto se abrió en mi mente como una claridad no sólo nueva y atractiva, sino fascinante. No pude resistirme, y comencé a ponerme impaciente porque llegara la hora de ir a verlo.
Yo había visto al viejo aquél tiempo atrás, alguna vez que había ido a casa de mi amigo para hacer los deberes. Era simpático y amable. Siempre nos ofrecía algo de beber y helados en verano. Yo siempre le sacaba algunas birras de la nevera. Era un encanto, no se encabronaba porque lo dejáramos sin reservas. Todo lo contrario, le encantaba compartirlas con nosotros mientras estábamos en el salón haciendo deberes. Me hacía gracia, recordar su sorpresa cuando ya llevábamos una buena cogorcia de cerveza y no sabíamos lo que escribíamos en el cuadernillo, mientras él nos continuaba tratando como a niños haciendo los deberes sensatamente..
Al verlo ahora allí inmóvil en el velatorio, tan quieto, se me representaba que en cualquier momento iba a mover algo, un dedo, una mueca, un pie, o soltar alguna súbita tontería, no sé. Allí encajonado tenía un color pálido verdoso, tan yerto como una estatua, y me figuraba que iba a decir algo, sí, estaba casi convencido. Mi amigo lo miraba un poco triste, pero también lo pasaba bien por el evento y lo inusual del momento.
Lo vi en su mirada divertida al apoyarse en el cristal y observar al abuelo de mucho más cerca, como jugando a decirle una chorrada para despertarlo haciéndolo reír de nuevo. Yo lo observaba todo sin perder detalle. Los familiares, las vestimentas que se gastaban, lo que decían, frases típicas de duelo en estos casos. De súbito caí en la cuenta de que aquello me apasionaba, fui consciente en ese momento que me gustaba el mundo aquél de los muertos. Me fui a la taberna poniendo como escusa que iba a tomar un café. En realidad quería pensar sobre todo el mundo aquél de los muertos, en aquél tanatorio tan atrayente y entretenido que ofrecía tantas distracciones, tiendas y locales de todo tipo, y me encantaba la idea de conocerlo hasta el límite de no poder prescindir de ello en lo sucesivo. Era como si supiera de antemano que iba a volver por allí. Me pedí una cerveza en la barra. La gente a mi alrededor comentaba cosas acerca de sus muertos y en cómo habían ocurrido los acontecimientos que los habían traído allí, a aquella taberna tan preciosa y acogedora..
Era algo tan sobrenatural como llamativo. Pero no era propiamente placer lo que sentía al estar allí rodeado de muertos, uno en cada salita. No era el placer como por ejemplo beber la cerveza, y sentir como poco a poco se te va yendo la cabeza y el mareo te inunda hasta perder la consciencia, o como cuando esnifaba cola de niño en el barrio, y nos pasábamos los cigarrillos los niños casi de teta hasta que uno perdía la consciencia y la diñaba con el cigarro entre los dientes o con la bolsa de cola en la boca, por ejemplo. No. El mono incipiente, el morbo, ahora provenía de otros derroteros. Era el hecho de la muerte lo que emocionaba y entretenía, del hecho del nunca más, del no estar vivo, sentir, moverte y demás, ya saben, más que la birra que me estaba achispando, lo que me atraía poderosamente hacia ése lugar. Claro, las birras llegarían de cualquier modo y allí mismo, por supuesto. Pero ahora el beberlas ya no era como otras veces. El ritual había cambiado, Y si lo hacía, en adelante, forzosamente debería ser allí, en ese mismo lugar, donde las tomaría.
Esta consciencia llamaba tanto mi atención y me abstraía de tal manera, -tal como pensé después en la cama-, que al instante el misterio ése de la muerte se apoderó de mi de forma definitiva. Qué fuerte que resultó todo aquello: saber que no puedes dejar de hacer algo por mucho que todo se te niegue en primera instancia, y tener que luchar por conseguirlo. Pero esto ocurrió no por haber ido allí con mi amigo, sino por ver a su abuelo de aquél modo. Me explicaré…
Con todo el rollo del velatorio, y la gente que se congregaba allí, la confusión, los parloteos, los pésames y toda la mandanga, no me había dado cuenta, o me pareció de lo más normal, que el señor del ataúd tuviera los ojos tan abiertos como platos, y es más, en la boca se retorcía una mueca espantosa y difícil de mirar. Era el rictus horroroso de la muerte, en una agonía y un martirio muy largo y doloroso, pensé para mí disfrutando como un enano. Pobre hombre, pensé después. No obstante me lo pasaba tan bien… A mí encantaba ver esa mueca horripilante de sufrimiento en esos ojos tan abiertos gritando: ¡basta, basta, quiero morir, matadme ya, hijos de puta…!
Nadie pareció darse cuenta de ello, salvo yo, o bien lo pasaron por alto, yo qué sé. A lo mejor les pareció divertido, como a mí. Sin embargo resultaba, por lo que me acabé de enterar después, que eso no era lo correcto.
Puesto que los familiares, inmediatamente, al darse cuenta de que estaba boquiabierto de aquella manera tan salvaje, (con los ojos fríos y vacíos, pero no exentos de expresión), comenzaron a chillar de pronto muy indignados, y voceando así agudamente, los gritos retronaron por todo el tanatorio durante varios minutos, llamando a los responsables, primero, y después a los que habían hecho el acondicionamiento del cadáver.
Menudo belén se lio, menudo pollo les montaron. Esto, claro, en un sitio de ocio y diversión como aquél, llama mucho la atención, e impresiona un huevo. Te corta el rollo, vamos.
Vinieron enseguida unos encargados, seguidos por un señor vestido de celador, así como varios guardas de seguridad armados de porras y un perro policía con un bozal que no paraba de ladrar furioso. Ell gerente, que comenzó a disculparse y a hablar de recortes monetarios, horas extras, excesivo trabajo y demás, los intentaba tranquilizar para que la cosa no fuera a mayores, y supongo que para evitar que los familiares denunciaran, o lo que es peor, se le echaran encima en ese momento, pero, aún así, casi se los comen a gritos y a empujones a todos, por la cantidad y número que eran en comparación.
Bueno, aquello acabó pronto, en lo que se refiere al velatorio. Enseguida nos fuimos. Mi amigo, que no paraba de llorar, se lamentaba mientras nos montamos en un coche y volvimos a nuestras casas más rápido de lo que a mí me hubiera gustado. Las primeras veces que me acerqué por el lugar aquél, no me atrevía a entrar a las salas de los velatorios. Una tontería, porque todo el mundo lo hacía después de tomarse un licor o unas cervezas en la barra, pero bueno, el caso es que me costaba en esa situación, ya no iba al velatorio de nadie en concreto, y me sentía como novato en puesto nuevo. Me encontraba agarrotado, eso sí, y no me acababa de dejar llevar.
También me daba miedo, porque alguien hubiera podido descubrir que no era de la familia. O bien podría ocurrir que me reconociera algún vecino, o algún niño de la escuela y entonces, con mi mala suerte, pensé, lo más probable es que me tocara el cantamañanas de turno que no cesaría de parlotear ni aunque lo amordazaran, y entre una cosa y otra nos darían las tantas.
Esto pensaba, pero el caso es que me fui acercando poco a poco a mi objetivo. Primero hice un tanteo paulatino a la floristería del tanatorio, como el que no quiere la cosa. Miraba los productos en venta, coronas, flores, cajas transparentes, dedicatorias, cintas blancas, etc. Comencé luego a hablar tristemente con la florista, que era una chica rubia muy guapa, para tomar confianza e irme ambientando.
Ella se compadeció de mí porque le dije que había muerto mi padre, así que me invitó a tomar una cerveza en la taberna, que estaba justo al lado. Esto lo hizo a propósito, pues al cabo de un rato ya habíamos entablado amistad suficiente. La cosa era que no me olvidara del propósito de mi visita a la taberna y al tanatorio, pensé, por muchas cervezas que nos trincáramos allí charlando en ambiente distendido y cordial.
Ella, que me veía como un desdichado joven que había tenido la desgracia de perder al padre, jamás se hubiera imaginado mis intenciones reales en aquel tanatorio, y su cariño no me hacía olvidar para nada que debía entrar en las salas de velatorio a observar aquellos muertos, que justamente estaban esperándome en candeletas. De todos modos, cuando al cabo de unas horas, entre los biombos de la trastienda de su tienda nos rozamos un segundo, para ir a la nevera a por más birras, sus pechos rozándome con toda intención, allí se lio la cosa hasta el punto de que casi no lo consigo en la primera intentona.
La tuve que dejar allí, por increíble que parezca. Me desvivía con sola idea de volver a observar los cadáveres de nuevo, pero con todos los detalles esta vez. El objetivo de ambientarme y perder el miedo se había cumplido gracias a la florista. Ahora tocaba lo peor: enfrentarme a los familiares y amigos. Pasar desapercibido. Mi pasión era tan grande que hice enseguida de tripas corazón y me aventuré en una de las salas. Era una habitación que tuve la precaución de escoger de entre las que estaban fuera del alcance de la vista de la florista. Había mucha gente afuera en la entrada y por los pasillos. Todo el mundo hablaba, y el murmullo de sus voces no era muy alto, era como un hablar quedo y meditabundo, muy monótono, un orar reflexivo que sólo se da en lugares así por respeto a los que se han ido. Como todo el mundo parecía estar ocupado, aproveché ése momento para plantarme junto al ataúd. Así, sin más, sin pensar ni dudar.
Era la primera vez que tomaba una decisión tan grande. Y durante unos minutos escasos cundió efecto, ya que nadie pareció darse cuenta de mi intrusión tan flagrante. El cadáver esta vez no tenía una mueca espantosa fruto de una agonía horrible, como el anterior, sino que, en cambio, parecía dormir plácidamente, como sonriendo al sueño eterno.
Esto me contrarió un poco. Hubiera esperado otra cosa, no sé, sangre, ojos morados, algún moratón u huesos del cráneo hundidos, no sé., o dientes descubiertos, algo. Pero no, en su lugar el fallecido lucía una sonrisa complacida y satisfecha que acabó por ofenderme.
Me tomé un trago de una de las latas que había sustraído de la nevera a la florista, y recordé inmediatamente mi primer cadáver. Aquello no se le parecía ni de broma. Miré a mi alrededor en la pequeña sala del velatorio. Todos estaban ocupados, tomando algo, comiendo y charlando junto a un buffet de pica-pica con calamares, pescaditos fritos, patatas bravas, cervezas y tapas típicamente españolas. Quedé verdaderamente decepcionado al ver aquello, me tomé unas croquetas que alguien había puesto encima del cristal del ataúd, y me fijé en que mis anfitriones estaban celebrando aquello vestidos de punta en blanco, pero con riguroso luto. Aquello acabó de decepcionarme.
No veía mucho dolor, era detestable. No como la otra vez, en que había visto llorar a aquella anciana. Entonces, yendo a lo mío, me refugié en el fiambre que tenía delante todo para mí. No las tapas frías, el fiambre del cadáver del señor aquél extraño que ahora yo estaba contemplando comiéndome las croquetas de bacalao tan buenas del buffet.
Era como si estafaran la realidad con tanto maquillaje que le ponían a los muertos, dibujando la sonrisa y todo, como si fuera a una obra de teatro. Era incomprensible para mí. Enseguida mi disgusto se cebó contra todos ellos y pregunté abiertamente a la primera persona que vi, de qué se había muerto, el gachón aquél tan maqueado.
Al contestarme la señora mayor, no me entendió, pero dijo sonriéndome y con buen humor que de accidente automovilístico, solté una pequeña risita cínica sin darme cuenta y en voz alta, anuncié que no se notaba para nada que hubiera sido un accidente, que yo por lo menos no me lo creía ni de cachondeo, y que parecía más bien una muerte natural. Que si lo habían maquillado, eso era una sublime tontería de los tiempos modernos, pero que no vinieran a hacerme creer que se había muerto de accidente el tipo del ataúd, porque eso no se lo creía ni mi hermano de leche.
De pronto en la sala del velatorio se hizo un silencio muy embarazoso, todo el mundo soltó lo que estaba tomando y bebiendo, y todos se fijaron en mí. Me sentí tan observado que podía sentir sus miradas traspasándome de un lado a otro de la cabeza. Uno de los señores muy enfadado gritó quién era yo, y que qué cojones hace ése chaval allí, si me había perdido o qué, y dónde estaban mis padres, que iba a llamar a la autoridad. Me acojoné, la verdad, de súbito me entró un cangueli que casi me cago. Dejé al instante la cerveza encima del cristal del ataúd del cadáver, e intenté salir por patas con todas las agallas que pude reunir. Pero no era fácil, para nada…
Le dije al hombre gritón que sólo había venido para ver el cadáver, pero que no pensara nada raro. Todo el mundo sabía, le grité, que los cadáveres están expuestos ahí en el centro comercial del tanatorio. Grité más cosas, claro, a la defensiva, como un poseso, pero no las recuerdo. Después de unos segundos de movimientos alborotados, todos empezaron a gritar y zarandearme cada vez más, y de un lado para otro de aquél diminuto velatorio, y ya no recuerdo más. Sólo que volví a casa magullado y triste por no poder ver más cadáveres. Desde entonces he visto y sigo viendo muchos cadáveres, cada semana unos cuantos, porque me chiflan, no sé cómo explicarlo, tendría que estudiar para forense de tanatorios de centros comerciales, quiero trabajar junto a ellos, con mi cervecita en la mano, mis tapitas de pescadito frito, todo el día metido en la taberna del tanatorio charlando con la peña, o con la florista misma a mi lado, proponiéndome otro polvo en la trastienda… Me encantaría, la verdad. Cuando acabe el instituto… Bueno, si mis padres me dejen hacer una carrera tan apasionante y divertida, con tanto futuro.
Fernando Gracia Ortuño
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Creo que si se hace bien, un escritor tiene que atreverse a tocarnos el espiritu con cualquier tema. Lo que pienso también es que el buen gusto y buen hacer es muy importante, ya sabes...algunas cosas sobran. Creo que tú has conseguido la mezcla. Un beso.
Gracias larín por tus amables palabras, y me alegro mucho que te gustara, a veces, por el tema, da miedo presentar relatos de humor tan negro. Es fuerte el tema, pero si lo miras con humor se relativiza y sobrelleva mejor, creo.
Un beso
Me ha gustado Fernando, es macabro, pero tiene un humor muy sutil. Y al protagonista le auguro una buena carrera profesinal. Describes muy bien el ambiente en los tanatorios. Un beso.
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