Envuelta en el blanco y largo abrigo, Mara camina lentamente apoyada en el brazo de su prima Ernestina por la lánguida avenida de cipreses. Van contándose en voz baja cosas de los días –largos días—en que no se vieron. Adelante, algunos familiares y amigos, con rostros oscurecidos por el duelo, cargan con el féretro de Julio César en respetuoso silencio.

Julio César, su cuarto marido. Otro más que le fallara. Pero éste siquiera había tenido la decencia de morirse y no entablarle una interminable batalla por lo poco que habían podido juntar en los inolvidables años vividos juntos.
El primero fue Adán. Prefiere no hablar de él para no caer en los accesos de furia que la atacan ante su recuerdo. Se casó tan enamorada, que jamás pudo superar las desilusiones que se fueron acumulando a lo largo del tiempo que convivieron, peleándose como enemigos para después reconciliarse como amantes desesperados y seguir atrapados, aparentemente por siempre, en una vorágine de destrucción a la que ella puso fin una madrugada en que metió en un bolso todos sus recuerdos, los arrojó al río y, apretando las manos en los bolsillos del vaquero, se marchó sin volver.
El segundo, Raúl, maravilloso caballero, sereno, comprensivo, todo un figurín de publicidad de la familia feliz, que se escapó con la secretaria de la oficina en que trabajaba. Por supuesto: una rubiecita teñida mucho más joven que él.
El tercero, Alejandro. Vago, mentiroso, entreverado siempre en cuanta porquería se cocía por ahí. Tuvo que hacerlo sacar de la casa con la policía, de lo contrario hubiese terminado matándolo sin ningún remordimiento.
El cuarto --el finado que iba adelante-- alguien absolutamente antiséptico y aburrido. Honesto y trabajador como el que más, pero que parecía ir fijado de un cable que se enrollaba alrededor de su casa por un extremo y, por el otro, de su trabajo. Se desplazaba por la vida sin hacer ruido y sin mayores expectativas. Tanto que un buen día, cayó redondo sin ninguna estridencia.

¡Tantos fracasos, tanta vida perdida buscando al amor, creyendo que era la felicidad! …pero no iba a perder las esperanzas. En algún lugar debía haber alguien justo para ella.

Ernestina se acomodó los anteojos oscuros, haciendo como que se secaba unas lágrimas inexistentes mientras escuchaba atentamente todo el relato de su prima.
Pensó cuánta suerte había tenido ella en su vida quedándose soltera. Amores no le habían faltado, pero siempre la pensó varias veces antes de dar el sí. Finalmente su respuesta era no y a otra cosa.

Marchaban lentamente, sólo su murmullo y el desacompasado arrastrar de las pisadas de todos los asistentes repetía el eco que se multiplicaba en las semidesiertas avenidas, donde el titilar de algunas velas encendidas dentro de unos pocos monumentos daban el movimiento necesario para comprender que no se caminaba en un sueño.
Un pájaro pasó volando pesadamente, como si el lugar le infundiera respeto.
Unos muchachos, elegantemente uniformados de negro, se adelantaron cargando las pocas coronas y ofrendas florales que habían sido enviadas para testimoniar los sentimientos que engendrara en vida el que ahora se iba convirtiendo en un magro recuerdo.
El sacerdote que caminaba adelante, cargaba con sus dos manos un pesado crucifijo de bronce, flanqueado por dos jóvenes monaguillos que iban quemando incienso, cuyas columnillas de humo se perdían rápidamente en la fina nube de polvo que levantaba una fría ventisca que soplaba por los pasillos, diseminando en el aire el sacro perfume, mezclado con el olor a velas y a cuerpos y flores en descomposición.
Crujían suavemente las hojas secas de los lejanos eucaliptos traídas por el viento, como si fueran los gemidos de soledad de las almas de los que descansaban en paz.

De pronto, Mara inclinó un poco más la cabeza con un gesto de doloroso vencimiento hacia su prima, la que la abrazó tomándola por los dos hombros, tal como si la consolara de su devastadora congoja.
Los ojos de todos los presentes –pendientes de los movimientos de ella-- se humedecieron todavía más y varios pañuelos se empaparon ante el gesto de la mujer. Hacía tanto tiempo que no se veía una viuda más inconsolable. Todos sentían ampliamente satisfecha su morbosidad.

Sus labios, casi pegados al oído de Ernestina, hablaron en un tono tan quedo que ésta tuvo que hacer un esfuerzo para poder oírla.
--- A propósito, Ernestina... ¿viste qué bien está el primo de Julio César que vino para el funeral? Fijate que yo no lo conocía, ni sabía de su existencia, y apareció en el velorio porque se había enterado por el aviso del diario.
Los ojos de Ernestina siguieron la dirección que su prima le señalaba. Y sí: realmente era muy buen mozo el primito. Digno de hacerle un buen avance. Apretó el brazo de ésta en un gesto cómplice y fingiendo que la consolaba, le respondió en voz tan baja como podía, no fuera alguien a oír el tenor de su conversación.
--- Está mucho mejor de lo que una pueda esperar. Y mira para aquí. Debe creerse la leyenda esa de que su primo era rico y que sos una viuda económicamente apetecible.
--- ¿En serio, en serio me mira? Alcanzame, por favor, ese ramo de rosas encarnadas que le puse sobre el ataúd al Julio.
--- ¡Qué pensás hacer! ¡Estás loca!
--- No, no… quedate tranquila, Erny: como estoy sin pintarme, si me aprieto las flores cerca de la cara, me van a dar sus reflejos y a iluminar un cachito esta palidez de cadáver que tengo.
--- Tomá: aquí están. Todos me miraron sin entender para qué las tomé. Hacé como que les aspirás el perfume para no desmayarte por el peso de la pena. Pero tené cuidado, que me parece que el tipo ese viene atraído por el olor de la platita.
--- Creo que me voy a hacer la descompuesta. Disimulá. Disimulá, que yo hago como que lloro, así se pone a consolarme. En cuanto se acerque, me le tiro en los brazos. Ahí viene de nuevo. ¡Decime si no es divino! Aunque esté casado y todo, yo a éste... no lo dejo escapar.

En ese preciso momento la procesión se detuvo frente a la puerta del monumento de la familia. Alguien la había dejado abierta, todo listo para el momento final. Las luces de dos candelabros con bombitas eléctricas que simulaban cirios encendidos, iluminaban pobremente el interior, que había sido prolijamente limpiado, pero olvidando cambiar los cubrecajones de los antiguos moradores del mausoleo, los que se veían sucios, con chorreaduras de velas, amarronados por la vejez y desflecadas las otrora ricas puntillas que los guarnecían.
Todas las flores habían sido acomodadas rodeándolo en un colorido abanico. Su perfume caliente embalsamó el aire, tornándolo pesado, triste. Las flores de los camposantos dan perfumes de tristeza, como si comprendieran que lloran su propia muerte, encerradas injustamente en el último adiós al que se va, como un cruel tributo en el que ellas son las víctimas propiciatorias.
El sacerdote comenzó un interminable responso y una fría llovizna sollozaron los cielos.
Ernestina sostenía firmemente a Mara, quien comenzó a dar visibles muestras de sentirse mal, a punto de caer. Todos los presentes convergieron su atención en ella; incluso el mismo cura, que empezó a perder la ilación de su rezo, esperando el instante de verla desplomarse para poder valorar cuánto amor la embargaba en ese crucial momento.
El primo del finado se abrió rápidamente paso entre la gente y se acercó solícito a socorrerla. Hábilmente, Ernestina le cedió su lugar.

Ya en el coche fúnebre que la devolvía a su casa, Mara le contaba a Ernestina, disimulando su felicidad y en voz tan baja como antes -- no fueran a oírla el conductor y su acompañante – cómo el primo había recorrido su cuerpo, intentando reanimarla de su supuesto desmayo. Al deslizar su mano por su cuello, haciendo el ademán del mozo, recién se dio cuenta que lo tenía desnudo: su doble hilo de perlas auténticas con broche de brillante, que heredara de su segunda suegra, había desaparecido junto con la cadena con cruz de oro que comprara en veinticuatro sangrientas cuotas.
Horrorizada, y sin poder decir palabra, se miró las muñecas: las dos pulseras y el reloj, así como el anillo y la alianza, eran tan sólo un recuerdo.
Con la boca abierta como si fuera a morir asfixiada, se palpó las orejas: nada. Ni huellas de las dos perlas cultivadas que eran lo único que le quedaba de Adán.
Recién entonces recordó que ella había salido de su casa cargando cartera. Y que en la cartera llevaba sus documentos junto al llavero con todas las llaves de la casa, también las tarjetas de crédito y de débito de su flaca cuenta bancaria, así como el poco efectivo de que disponía.

Su alarido hizo clavar los frenos al conductor, que se volvió a mirarla horrorizado, al igual que su acompañante, cuando oyeron a la modosa flamante viuda exclamar:

--- ¡OTRO HIJO DE MIL PUTAS QUE ME CAGA EN ESTA MALDITA VIDA!






TERESA DEL VALLE DRUBE LAUMANN
De mi libro HISTORIAS DE AQUÍ Y DE ALLÁ
Tucumán - Argentina

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Comentario por TERESA DELVALLE DRUBE LAUMANN el agosto 8, 2010 a las 8:03pm
Muchísimas gracias, Marcela. Es un placer que te haya agradado.
Besotes
Comentario por Marcela Vanmak el agosto 8, 2010 a las 5:24am
Es el mejor relato que he leido de tu pluma, excelente.Me he internado en la escena y participado de los acontecimientos, genial.

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