Había dejado de preocuparse. Ahora caminaba con soltura por las calles de esta ciudad enorme, todavía un poco nueva para él, pero ya familiar, cuyas dimensiones lo habían intimidado al comienzo cuando miraba los edificios, antiguos y cubiertos como de carboncillo, o nuevos, como construidos de cristal y oro, o plata, y del cielo que reflejaban. Pero se había ido acostumbrando: a la ciudad, a la basura y a los mendigos, al apuro de todos y a la manera esa que la gente tenía de mirar y no ver, a la indiferencia suprema, a los estallidos súbitos de locuacidad en el metro, como si algunos no pudieran aguantarse más y estallaran de repente, a la manera en que todo el mundo parecía no darse cuenta de esto y de otras cosas bastante más serias que pasaban.

Él tampoco se daba cuenta cuando pasaban ciertas cosas en el metro. Seguía leyendo el diario si andaba con uno, o se quedaba mirando impertérrito hacia adelante, o estudiaba de reojo y sin que se le notara las piernas de alguna niña sentada cerca, si es que había una niña y no había mucha gente parada tapándola, lo que no era muy difícil, ya que Tomás viajaba en el metro cuando casi toda la gente estaba en el trabajo.

Él era traductor en una compañía y trabajaba en su casa, y aunque lo hacía unos tres días por semana en el mejor de los casos, lo que pagaban por las traducciones, sobre todo técnicas, le permitía llevar una vida no lujosa pero sí confortable. Vivía solo con su gato. Tomaba casi todos los días, al principio cerveza, después, cuando se dio cuenta de lo hinchado que amanecía al otro día, se cambió al vino. Al comienzo se emborrachaba día por medio, pero con el tiempo aprendió a limitarse a una botella cuando mucho. Su experiencia con el trago fuerte le había enseñado que lo que tenía que tomar para poder quedarse dormido era mucho, tenía que fumar hasta que los cigarrillos le mataran la energía y al día siguiente tosía casi toda la mañana, andaba con la cabeza pesada y con dolor de garganta. Su médico le había dicho que su estilo de vida, demasiado sedentario, no estaba de acuerdo con su constitución física: a pesar de haber pasado la cuarentena, parecía que en los últimos años hubiera ganado en vitalidad. Siempre había sido resistente. No por nada se había gastado la suela de los zapatos por años vendiendo el Boletín en la calle, repartiendo panfletos, yendo a concentraciones y a reuniones después del trabajo varias veces por semana, y, luego, con los nervios a flor de piel y casi sin comer, cambiando de dirección todo el tiempo durante varios meses. A lo mejor era por eso, por su resistencia, o por sus ojos castaños y sus dientes blancos,  grandes, perfectos, que sus compañeros de ese entonces lo había a bautizado como El Caballo.

Pero eso había sido antes, en otro mundo, cuyas noticias se saltaba inconscientemente cuando leía los periódicos y que entrevió ese mismo día en la estación del metro cuando una mujercita morena de sonrisa brillante, con un chiquillo imprecisable, todo ojos, colgado de la falda, le había preguntado en español si le podía decir dónde tenía que bajarse para llegar a la Central Station. "Mi no hablar hespañol" había sido su respuesta, y después se había puesto colorado, y la mujer lo había mirado por un instante, con algo que le pareció una mezcla de compasión e ironía. Pero había sido siempre un poco paranoico.

–Está bien, entonces.

Y ella se había alejado en busca de alguien más comunicativo.

Esa noche soñó que estaba en una sala más bien chica, una especie de bar, no muy iluminado y con un o extraño, como el que uno siente vagamente en los corredores de los hospitales. La gente ahí, la mayoría, parecía estar hablando en español, pero no estaba seguro de qué estaban hablando, solo podía escuchar las frases rápidas, las eses, y las interjecciones, comunes en el hablar que le era propio, con el que había crecido. Se había dado vuelta entonces, enfrentando a su compañero, pero había alguien con él, y había comenzado una explicación que asimilaba esas interjecciones con los fucker y motherfucker, tan usadas en este ambiente, como si estuviera todavía enseñando español en la YMCA, como en los primeros años luego de que había llegado, cuando por lo general terminaba en los pubs con algunos de sus estudiantes jubilados o viejitas, o empleados que iban a sus clases ya sea para escapar al aburrimiento y la soledad, a hacer nuevos amigos o a aprender un poco de español básico antes de hundirse por unas semanas en Puerto Plata, Cancún, Varadero o algún lugar parecido, y a quienes siempre explicaba con entusiasmo la situación actual en su país, cuando todavía le preocupaba. Y estaba comenzando a decirle a la persona, cuya cara no podía ver pero no importaba, que los "boros" que aparecían en los afiches en español del metro (era tiempo de elecciones municipales) eran en realidad "municipalidades" o "distritos", que ese "boro" era una corrupción de borough, cuando, de repente, en un escenario pequeñito que no había notado antes, apareció una mujer que estaba tratando de bailar un ritmo centroamericano del que se acordaba vagamente, y que, ahora se daba cuenta, se había estado escuchando en sordina. Era una guaracha, que él mismo había escuchado siendo niño, pero a la mujer le era difícil seguir el ritmo, levantaba pesadamente los pies, tenía las piernas rígidas y los ojos parecían tan fijos, clavados hacia adelante. Era obvio por su cuerpo casi sin cintura y un poco gordo, por su estómago, que no era una bailarina profesional o una estriptisera, a pesar de estar desnuda, bailando en el escenario. A Tomás le dieron ganas de levantarse e irse, pero no podía, era como si estuviera pegado a la silla. En el suelo había colillas y escupos, y los hombres habían comenzado a alentar a la mujer para que bailara, para que levantara un poco más las piernas, para que mostrara lo que era bueno, y la mujer miraba hacia adelante y parecía no ver ni escuchar, y un hombre gordo, su silueta recortándose contra el vago fondo, se había parado y le había gritado algo a la mujer mientras los otros se ponían más vociferantes:

–Baila, puta, cabrona o te meto ésta por la concha.

Y el hombre gordo había sacado una pistola. Y Tomás fingía no ver, no darse cuenta, a pesar de la transpiración que le corría por la espalda, por los sobacos. Y el hombre que estaba sentado a su lado le había dicho:

–¿Qué pasa que está tan serio, mi amigo?, ¿es que no le gustan los números?

Tomás trató de levantarse, pero estaba como pegado a la silla y, cuando las otras caras imprecisas empezaron a volverse hacia él y una voz comentó divertida: "Bah, tú estabas aquí también", él se dio cuenta de que estaba en la Casa de la Risa. The House of Laughs, tradujo su compañero de mesa tomando un trago de su cerveza.

Tomás gritó y se demoró mucho rato en arrastrarse desde el pozo del sueño hasta su cama, donde quedó jadeante, cubierto de transpiración.

Y desde ese día Tomás evitó más aún ir a ciertos distritos, se compró un fax y ya casi no necesita salir a la calle para trabajar. Tiene el computador conectado con las bibliotecas de las universidades y hasta con la del Congreso. Casi no lee los periódicos y, en general, ya no mira las noticias por la televisión, ya que se acaba de comprar un VCR y se ve una película casi todos los días mientras se toma lentamente su vino. Sus favoritas son las de horror y las de ciencia ficción.

 

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