Red de Literatura y Cine
THOMAS MANN
CULTURA Y CIVILIZACION
EL concepto de cultura es polisémico. Los antropólogos hacen de él un uso descriptivo cuando lo emplean para designar un rango específico de fenómenos del animal humano o, más restrictivamente, el conjunto de instituciones que en cada sociedad humana se transmiten de una generación a otra por vía de aprendizaje.
No es en este sentido antropológico en el que voy a referirme aquí a la idea de cultura. La perspectiva que me interesa examinar es la del usuario del concepto -la de alguien que se describe a sí mismo o a su propio grupo como poseedor de cultura-, cuando lo emplea además en una situación de peligro, o que él percibe como tal, para diferenciarse y enfrentarse a otros grupos que siente que amenazan su propia posición. No es difícil hallar ejemplos históricos de esta percepción.
Los griegos de la época clásica se consideraron como portadores de un tipo de excelencia humana que los situaba por encima de los «bárbaros» (los extranjeros que no hablaban griego). Los europeos de la época de la conquista y colonización de América se vieron como parte de una humanidad superior a la de los «salvajes» americanos (los indios carecían «de fe, de ley y de rey»).
El caso del que voy a ocuparme es bastante peculiar, pues el «otro» -aquel al que se halla enfrentado el sujeto de la cultura- no es el bárbaro, el infiel o el salvaje, sino el «civilizado». Puede resultar chocante que la idea de cultura llegue a definirse y a defenderse por contraposición a la idea de civilización, pero no es un hecho insólito. La referencia principal de mi reflexión será un libro que Thomas Mann redactó durante la primera guerra mundial y publicó en 1918 con el título Consideraciones de un apolítico. En él se establece un antagonismo entre cultura (Kultur) y civilización (Zivilisation), y se extraen consecuencias relativas a la toma de posición de los intelectuales alemanes respecto a las partes beligerantes (Alemania y el Imperio austro-húngaro, por un lado, y la Entente formada por Francia, Inglaterra y Rusia, por otro).
Thomas Mann no es el inventor de este dualismo. Desde finales del siglo XIX, la oposición entre cultura y civilización formaba parte del auto interpretación de los Círculos alemanes nacionalistas y conservadores. Una de las raíces de esta oposición se remonta al debate que tuvo lugar en el siglo XVIII sobre el modelo educativo a seguir en la universidad alemana. En aquel contexto, el término «cultura” adquirió una connotación humanista, conectada con una idea aristocrática y personal del cultivo de sí que se hacía derivar de su origen latino (cultus animi), mientras que «civilización» se asoció con la dimensión social del individuo (civis), adquiriendo una connotación preferentemente política. Humboldt proyectó el ideal humanista de la cultura en la formación (Bildung) integral y artística del individuo, que se implantó en las universidades. Para Hegel, en cambio, el problema de la elección entre una educación humanista o política no existía porque, como él la entendía, la formación humanista -cuya expresión más elevada era la filosofía- educaba al individuo para el Estado. La polémica entre humanizar o politizar la cultura prosiguió entre los jóvenes hegelianos: mientras que Arnold Ruge defendió una politización de la cultura frente a una concepción de ésta autosuficiente y sustraída a la vida pública, Max Stirner denunció el carácter exclusivista de la cultura política heredera de la Ilustración y abogó por una cultura personal orientada hacia la autorrevelación del yo individual.
Con todo, el precedente que ejerció mayor influjo sobre Thomas Mann fue, sin duda, Nietzsche. En su Primera Intempestiva de 1873, donde aborda el problema de la cultura en la situación resultante de la guerra franco-alemana de 1870-1871, Nietzsche se niega a aceptar que la victoria bélica de Alemania sea también una victoria de la cultura alemana sobre la francesa. Quienes así lo ven confunden la cultura triunfante -la de los «escribientes» de periódicos y «fabricantes» de novelas, es decir, lo que Nietzsche llama la «cultería» (Gebildheit) o «cultura de los filisteos», imitadora y enemiga de buscar, banalizadora y autocomplaciente- con «la cultura alemana auténtica y efectiva, antítesis de la citada cultería».2 Su diagnóstico es que en Alemania se ha perdido el concepto puro de cultura, que él cifra en «la unidad de estilo artístico en todas las maneras. El título original es Betrachtungen eines Unpolitischen, que sería más correcto traducir por Consideraciones de un impolítico. No obstante, respetaré la versión más conocida, ya que citaré la obra por la traducción castellana de León manifestaciones vitales de un pueblo».3 Así entendida, la cultura se distingue de la erudición y la instrucción, que no son condiciones necesarias ni suficientes de aquélla, y se opone a la «barbarie», que él define como «la carencia de estilo» o «la mezcolanza caótica de todos los estilos»,4 con la cual se avienen bien tanto la religión como la ciencia. Y eso es precisamente lo que Nietzsche considera característico de la sedicente cultura alemana de la época: fragmentación entre forma y contenido, yuxtaposición de estilos. «Con esa especie de "cultura", que no es otra cosa que una flemática insensibilidad para la cultura, resulta imposible domeñar' a ninguna clase de enemigos, ya los que menos, a unos enemigos que poseen, como los franceses, una cultura real y efectiva, una cultura productiva.»5 Por el contrario, «hasta hoy no existe una cultura alemana original», es decir, productiva y dotada de unidad de estilo propio. A pesar de su victoria militar, de su instrucción y de su ciencia, sigue teniendo actualidad la sentencia goethiana de que «los alemanes son unos bárbaros», pues su vida como pueblo no está sometida al gobierno de unidad de estilo, de una forma, de una figura.
La posibilidad de que Alemania llegue a poseer una cultura original tiene como presupuesto real la existencia de un «espíritu alemán».? La caracterización nietzscheana de ese espíritu no suele ser precisamente halagadora con los alemanes, y en ocasiones llega a adquirir el tono de una invectiva emponzoñada.
Sin embargo, del alma alemana forman parte ciertos rasgos humanitarios (la disciplina, la valentía, la tenacidad, la laboriosidad, la perseverancia y la disposición a obedecer) que han podido favorecer la victoria militar'. Nietzsche rechaza la extendida opinión de que tales virtudes, que él considera cualidades «naturales» de los alemanes, integren la cultura alemana en el sentido genuino del término, pero considera que son, por decirlo así, parte de la materia espiritual susceptible de ser formada. La victoria alemana en la buena podría haber sido una ocasión para iniciar esa formación de un «estilo alemán en el vivir».
Pero esa oportunidad ha sido desaprovechada a causa, principalmente, de la política de Bismarck, que ha gestionado esa energía espiritual orientándola hacia un objetivo puramente nacionalista: la construcción del Imperio alemán, Con ello, la ocasión de convertir la victoria militar en un medio de salvación cultural para Alemania no sólo ha quedado desbaratada, sino incluso transmutada en «la denota y aun extirpación del espíritu alemán en provecho del Reich alemán».
Resume en esto: frente a la cultura imperante, que comprende desde la «cultería» amplia y general de los escribientes y fabricantes de la opinión pública hasta la cultura estrecha y concentrada de los doctos -una cultura que a ojos de Nietzsche no es más que barbarie civilizada-, está por construir una verdadera cultura que dé unidad de estilo a toda la vida alemana, no por la vía del nacionalismo político, sino por la de la educación artística del espíritu alemán. En cualquier caso, debe quedar claro que la incompatibilidad entre el Reich y la formación cultural de Alemania va más allá de la peculiaridad que aquél adquirió bajo el gobierno de Bismarck, pues afecta a la naturaleza misma del Estado en su calidad de máquina, y de la política en tanto política nacional. Por esta razón, la misión que Nietzsche asigna al verdadero arte en la eventual constitución de la auténtica cultura alemana implica su radical incompatibilidad con esa política.
II
Las Consideraciones de un apolítico de Thomas Mann es un libro de combate, una obra de auto aclaración y defensa personal respecto al problema alemán, tal como éste había llegado a plasmarse con ocasión de la primera guerra mundial.
Al hablar del problema alemán, me refiero al permanente debatirse interno de Alemania en tensiones espirituales no susceptibles de síntesis. Es iluminadora, en este sentido, la siguiente observación de Mann: «En el alma de Alemania se dirimen las contradicciones espirituales de Europa, se "llevan a término", en el doble sentido de llevar a término una lucha o un embarazo. Éste es su verdadero destino nacional. El concepto de "alemán" es un abismo, no tiene fondo, y es menester proceder con la más extremada cautela en su negación, en la definición de "antialemán", para que no redunde en nuestro propio perjuicio». En esta caracterización de lo alemán como «abismo» resuena el eco de la sentencia de Nietzsche: «En el alemán, de un modo semejante a lo que ocurre en la mujer, no se llega nunca al fondo, no lo tiene: eso es todO».12 Sin embargo, el abismo de Mann apunta menos al sentido de una carencia de fondo -o falta de claridad, a la que se reduciría la proverbial «profundidad» alemana- que al de una copresencia de formas en litigio. El abismo alemán, más que un pozo sin fondo, es un abigarramiento de formas contrarias. Y lo «alemán» en esa confusión de elementos estriba, no en superarla dialécticamente, sino en ponerle fin abruptamente mediante la irrupción de una situación nueva. En Los Buddenbrook, novela que refleja el destino nacional en el cambio de siglo, el abismo alemán cristaliza en la oposición entre dos figuras del burgués: por un lado, la figura decadente del Bürger de viejo cuño, cuya identidad venía marcada por la herencia espiritual de la Reforma protestante y por la pertenencia a una «comunidad» forjada mediante la conservación de las tradiciones culturales; por otro, la figura del nuevo burgués emergente (bourgeois), que se mueve por intereses utilitarios que surgen y se gestionan en el seno de «asociaciones» estratégicas de poder. Sería un error pensar que sólo el viejo burgués es genuinamente alemán mientras que el neoburgués es foráneo, pues ello implicaría desconocer que ambos tipos -no sólo los Hanno Buddenbrook, sino también la estirpe de los Hagenstrom- encaman en Alemania modos de ser, formas espirituales de existencia, más que clases sociales. Lo alemán aquí es el desgarrarse de lo burgués en ambos tipos irreconciliables, de tal modo que en la figura emergente no quedan superadas las contradicciones de la decadente, sino más bien vacías de contenido.
Entre Los Buddenbrook y las Consideraciones de un apolítico media una distancia de más de quince años y, sobre todo, el estallido de la guerra, en la que Thomas Mann vio no sólo un conflicto de intereses políticos y económicos, sino sobre todo una contienda ideológica y espiritual: el enfrentamiento entre el espíritu de Occidente, que representaban Francia e Inglaterra, y la cosmovisión alemana. En esa contienda, Thomas Mann toma partido a favor de Alemania contra el defensor de la cosmovisión occidental. Ahora bien, conviene tener en cuenta que el representante de Occidente antagonista del germanófilo Thomas Mann no es francés ni inglés, sino alemán: concretamente, su hermano Heinrich. Con todo, 10 significativo de este hecho no es que sea una disputa entre hermanos, sino que es entre alemanes. Así pues, lo que se dirime en el libro no es ni una simple querella familiar ni un litigio internacional, sino una cuestión intranacional: el debate sobre el destino espiritual de Alemania en relación con el desenlace de la guerra, planteado en los términos de un antagonismo entre dos posiciones contrarias defendidas dentro de Alemania. Thomas Mann caracteriza así el antagonismo en cuestión: de parte de los enemigos de Alemania en la guerra está el intelectual alemán que aspira a -y trabaja por-la
asimilación de Alemania a los modos de vivir, sentir y pensar de los países occidentales (el «literato de la civilización»); frente a él se alza el «artista», que defiende el derecho de Alemania a rechazar esa asimilación y a conservar su propia identidad espiritual. En un sentido trivial, una de las posiciones es pro alemana y la otra, anti-alemana. Pero hay otro sentido, más sofisticado, en el que Thomas Mann considera alemanas ambas posiciones, por cuanto emergen del abismo que las contiene enmarañadas. En este sentido, tan alemán es preservar
Las tradiciones alemanas, como menospreciarlas y revolverse contra ellas. Ser anti-alemán -en el sentido de la «endoalienación» es una posición que surge también del abismo alemán.
Con todo, la querella interna no queda aun suficientemente caracterizada. Si, desde el punto de vista sofisticado, tan alemana es la posición de Thomas como Heinrich, hay un sentido estimativo de «alemán» según el cual sólo su propia posición es alemana -es decir, genuinamente alemana-, mientras que la de su antagonista es anti-alemana porque se opone al auténtico espíritu alemán. Aquí queda de manifiesto una diferencia más profunda entre ambas posiciones: mientras que para Heinrich el futuro de Alemania es contingente y depende de lo que hagan los alemanes, para Thomas es el ser mismo de Alemania, entendido como destino, lo que está en peligro. Según Heinrich, que se dirime en la guerra es la modernización de Alemania; según Thomas, está en juego su salvación, que depende de la preservación de su tradición espiritual.
Esta divergencia radical entre ambas posiciones -la que hace derivar del ser esencial de los alemanes las exigencias prácticas del presente, y aquella que entiende la identidad nacional como una función de su actuar- cristaliza en el antagonismo entre los conceptos de cultura y civilización. Thomas Mann se erige en defensor de la cultura, frente a su hermano Heinrich, abogado de la civilización.
Si estos conceptos designaran simplemente las armas con que luchan dos litigantes ajenos entre sí, el antagonismo podría caracterizarse como un conflicto extremo entre dos sistemas de valores situados en un plano de igualdad. Pero, desde el momento en que el autor de las Consideraciones ve como un conflicto interno o alemán, uno de esos conceptos aparece ante sus ojos como la expresión de la fidelidad a lo propio, mientras que el peligro que entraña para él su contrincante adquiere el carácter de una claudicación y una traición.
Thomas Mann sigue los pasos de Nietzsche al considerar la cultura como el principio determinante de la identidad nacional alemana. Esto implica, por un lado, vincular la idea de cultura al gran arte (muy especialmente, a la música) y desligarlo de la ciencia; y, por otro, concebir la identidad alemana en clave espiritual, no política (o, si se quiere, ligada al concepto de «pueblo», no al de «nación»). Pero se separa de su maestro en dos extremos importantes: así como Nietzsche afinaba en su Primera Intempestiva que Alemania carecía de hecho de una cultura genuina, Mann creía en la realidad histórica de ésta, que él veía encarnada en las tradiciones religiosas, filosóficas y artísticas forjadas por los Lutero, Kant, Goethe, Schopenhauer, Wagner ... y el propio Nietzsche. Por otra parte, la idea pura de la cultura como «la vida de un pueblo sometida al gobierno del arte» no era para Nietzsche aplicable exclusivamente a Alemania, sino que la hacía extensiva a otros pueblos, entre los cuales destacaba precisamente para constatar el hincapíe que hacía Heinrich Mann en la conformación de la vida por la praxis -su llamada a «convertir los conocimientos en acciones»-, puede verse su ensayo de 1910 «Espíritu y acción», recogido en una selección de textos de Heinrich Mann publicados con el título Por La cultura democrática.
Francia, que merecía a sus ojos la consideración de ser un pueblo culto, a diferencia del bárbaro pueblo alemán. Por el contrario, Mann hace un uso restrictivo del concepto de cultura, para designar una realidad específicamente alemana.
Tal vez pueda explicarse esta divergencia de criterio por el diferente pathos con que uno y otro reaccionaron ante el desenlace de la guerra en relación con la suerte de la cultura alemana. Mientras que Thomas Mann expresa en sus Consideraciones de un apolítico el sentimiento de angustia que le produce ver amenazada la supervivencia de la cultura alemana por la previsible denota en la guerra de 1914, Nietzsche reflejó en su Primera Intempestiva la indiferencia que le causó la victoria militar de Alemania en 1871, en la que, lejos de ver una prueba de su superioridad cultural, más bien vio una ironía del destino que se burlaba de la fatuidad alemana ante la superioridad cultural del vencido. Sin duda, hay puntos de divergencia entre Thomas Mann y Nietzsche respecto a las causas de la reversión de la cultura alemana. Por ejemplo, Mann cree que Nietzsche se equivocaba al culpar de ella a Bismarck y su Reich, pues fue en la década de 1860 cuando surgió entre la intelectualidad alemana la voluntad de abdicar de la poesía y la filosofía a favor de las ciencias naturales, de la historia y de la consumación de un Estado alemán. Más que el responsable de la politización de Alemania, Bismarck habría sido su ejecutor. Con todo, Thomas Mann reconoce que la crítica de Nietzsche es sustancialmente acertada, en la medida en que cree que sus reproches no se dirigían tanto al militarismo y al ansia de poder como a «la adulteración de una cultura carente de Estado para convertirla en un estatismo carente de cultura». 16 Así pues, el autor de las Consideraciones de un apolítico se sitúa en la trinchera espiritual de Nietzsche cuando ve la guerra de 1914 como un conflicto de cosmovisiones en el cual está en juego, de nuevo, la supervivencia de la cultura alemana, ante la amenaza de ser absorbida por la civilización occidental.
III
Pero ¿qué significado tienen esos conceptos? Propongo considerar «cultura» y «civilización» como las diferencias específicas -en la acepción aristotélica de la diáspora- que determinan en un sentido u otro los conceptos genéricos que articulan normativamente la autoconciencia espiritual de una colectividad: lo político, lo social y lo asocial, lo racional y lo irracional, la dignidad, la moralidad, el individualismo, el patriotismo, la libertad. Cada uno de estos conceptos admite interpretaciones diferentes, incluso contrarias entre sí, y de hecho en la antigua Roma, en los pueblos latinos, en Francia y en Inglaterra han adquirido un significado que Thomas Mann considera incompatible con la tradición alemana.
Pongamos por caso la idea de individuo. En el Sur y en Occidente se ha desarrollado una concepción del individualismo que ha cuajado en la idea moderna de ciudadanía. En su sentido más estricto, «ciudadano» designa el individuo igualitario, el portador abstracto de los derechos civiles, el átomo constituyente de la masa de la sociedad, considerada como la esfera de la necesidad y de los compromisos. Esta idea de ciudadanía refleja una concepción política del individualismo que es extraña a Alemania, donde ha prevalecido una idea ética del individuo --el «burgués» en tanto categoría espiritual, no social- que antepone el sentimiento interior del deber a las obligaciones exteriores del Estado. El «yo» occidental es, ante todo, una subjetividad cimentada en la universalidad de la razón, un yo que afirma su identidad en el espacio público del reconocimiento, que cultiva el espíritu y promueve las virtudes sociales de la justicia y la igualdad.
El «yo» alemán, en cambio, es una personalidad que germina y crece en la particularidad del alma, que aspira a lograr la paz interior, que concede Prioridad al respeto sobre la filantropía, a la honradez sobre la genialidad, a la piedad sobre la inteligencia, a lo que retorna obligatoriamente sobre las consideraciones relativas al placer.
Estas dos concepciones del individualismo están determinadas por principios diferentes. La «burguesidad» alemana responde a un principio diferenciador de la idea de individualidad que se define por las propiedades de vida, evolución, desarrollo de dentro a fuera, conservación, prevalencia de lo cualitativo sobre lo cuantitativo, de 10 orgánico sobre lo mecánico, del ser sobre el obrar. Todas estas cualidades caracterizan el principio de «cultura». Por el contrario, el concepto occidental del «ciudadano» responde a otro principio de diferenciación, que se define por los criterios de construcción, análisis, progreso, universalidad, prioridad de las partes respecto al todo, de lo mecánico respecto a lo orgánico, de la acción sobre el ser. Estos criterios son característicos del principio de «civilización». Contraposiciones similares a las apuntadas entre la concepción alemana y la concepción occidental de la individualidad podrían también establecerse en el modo de entender las ideas genéricas de patriotismo, de espíritu o de libertad. Así, Thomas Mann contrapone la identidad histórica --evolutiva, desarrollada desde el interior, orgánica- de la nación alemana (Volk) a la identidad política -construida, fundada en el pacto social, mecánica- de la nación estado francesa. O la profundidad y el sentido musical del Geist, a la brillantez intelectual y al carácter literario del esprit. O la libertad del burgués alemán, con su carga de religiosidad heredada de la Reforma protestante, a la libertad social del ciudadano francés. Todas estas diferencias expresan la contraposición fundamental entre la cultura y la civilización como principios configuradores de la existencia individual y colectiva. La caracterización manniana del dualismo cultura/civilización evoca otros enfoques. Resulta casi inevitable la comparación con Oswald Spengler, cuyo libro La decadencia de Occidente apareció en 1918, es decir, el mismo año de Cultura y civilización ... la publicación de las Consideraciones de un apolítico. Los dos compatriotas comparten el pathos que acompaña a la conciencia del fin de una época, y sobre ambos ejerce una decisiva fascinación intelectual la figura de Goethe. Siguiendo su línea de pensamiento, Spengler define las relaciones entre cultura y civilización recurriendo a la oposición entre lo orgánico y lo mecánico, lo vivo y lo muerto. La vida de un pueblo es un proceso que comienza siendo un «devenir» (Werden), una actividad creadora de formas peculiares que se expresan en sus diferentes obras (religión, Estado, arte, ciencia, formas económicas y sociales, costumbres, lenguas). Pero esa actividad creadora acaba agotándose y, cuando ello sucede, aquellas obras se convierten en algo meramente «devenido» (Gewordene), en un producto carente de vida y petrificado, donde las formas de la cultura -la intuición, la energía interior, la robustez, la sensibilidad- son reemplazadas por las de la civilización: el análisis, la fuerza expansiva, el refinamiento, la inteligencia. El cadáver que la cultura deja tras de sí cuando sus fuerzas se agotan se llama civilización. Cada cultura tiene su civilización propia, como a cada ser vivo le llega su decrepitud. Y así como la vida individual es única e irreemplazable, de igual modo «cada cultura posee sus propias posibilidades de expresión, que germinan, maduran, se marchitan y no reviven jamás». Cuando la multitud de posibilidades intedores de una cultura se ha cumplido y realizado exteriormente, entonces, de pronto, la cultura se anquilosa y muere. «Éste es el sentido de todas las decadencias en la historia: cumplimiento interior y exterior, acabamiento que inevitablemente sobreviene a toda cultura viva.» Cultura y civilización son fases que se suceden inexorablemente en la vida orgánica de un pueblo. El motivo central del libro de Spengler es hacer ver a sus contemporáneos que a la cultura occidental le ha llegado ya el momento de la decadencia, que se manifiesta en las formas anquilosadas y artificiosas de su civilización.
A pesar de algunos puntos de coincidencia entre Mann y Spengler, fruto de la herencia común del padre Goethe -la imagen orgánica de la cultura, la contraposición entre el alma y el intelecto, entre la vitalidad del pensamiento intuitivo y las formas analíticas del pensamiento racional-, salta a la vista la diferencia de enfoque. La perspectiva de Spengler es evolutiva y universal: la transición cultura/civilización es una estructura de la evolución orgánica de los pueblos que se ha cumplido en todas las épocas históricas; la decadencia de cualquier cultura responde a una necesidad diferente de las leyes naturales -pues no es la necesidad externa de las conexiones causales, sino la necesidad interna de los procesos orgánicos-, pero es tan inexorable como ella. Esta perspectiva evolutiva e histórico-universal está ausente por completo en Thomas Mann. Cultura. Spengler, La decadencia de Occidente y la civilización no designan fases sucesivas de una estructura general, sino contenidos espirituales que pugnan entre sí en un marco geográfico e histórico localmente determinado: Alemania y Europa, en la circunstancia bélica de 1914. El hecho de que Mann asocie la idea de lo orgánico a la cultura y la idea de lo mecánico a la civilización significa en él una discontinuidad radical, no una transición, y menos aún una decadencia. No se trata, por ejemplo, de referir la cultura a las cosas espirituales y la civilización a las cosas materiales. Civilización y Cultura tienen el mismo rango, y compiten entre sí precisamente porque ambas son principios configuradores de la existencia entera de un individuo o una colectividad.
Tan espiritual es la civilización como lo es la cultura: aquélla, en el sentido de la razón, de la ilustración, de la sociedad y de la disolución; ésta, en el sentido de la organización artística, del alma y de la conservación.
Con todo, la antítesis más radical entre civilización y cultura se dilucida por referencia a lo político. Cuando Thomas Mann ve en la guerra de 1914 una guerra de la civilización contra Alemania, lo que denuncia es el intento de someter Alemania al espíritu de lo político, violentando el carácter alemán, que es esencialmente impolítico. «El espíritu político, antialemán en cuanto espíritu, es, lógica y necesariamente, antialemán en cuanto política.» Aquí hay que entender por política algo más vago y hondo que una profesión o una forma de gobierno. Es una condición vital, una manera de ser, de pensar y sentir, cuya mejor forma de caracterizarla es por contraste con la estética, entendida a su vez como modo de estar en el mundo, no como belleza del alma. La actitud política se orienta en el sentido de la acción -del cambio, del progreso, de la revolución, de los fines universales-, mientras que la actitud estética se orienta en el sentido de la comprensión -del dejar ser, de la conservación, de la preservación de las ambigüedades, del particularismo- Es política la tentación de pensar de forma tajante y decisiva, mientras que es estética la inclinación a jugar con las ideas, a ver en toda idea su lado erróneo, en cuanto unilateral, y su lado acertado, en cuanto expresión de un aspecto de las preocupaciones humanas. Es política la moda por la actualidad, el compromiso con los «hechos», el tomar totalmente en serio la reflexión, mientras que es estética la veneración de las «obras» por cuanto aspiran a la perennidad, el experimentar con puntos de vista diferentes sin ligarse a ellos, el adoptar cierta laxitud ante lo intelectual. Es política la combinación de humanismo y brillantez, de rebelión y elocuencia, la actitud voluntarista que pone al espíritu al servicio de lo deseable (los ideales, la utopía). Es estética la escrupulosidad en el cumplimiento de la tarea asignada, la sumisión a la realidad, el pesimismo de la voluntad, el humor. La fllantropía y el internacionalismo.
En lo que respecta, concretamente, a la guerra, una actitud política es aquella que la juzga como opuesta a la paz, aprobándola o condenándola; mientras que es estética la actitud ante la guerra que busca la misma comprensión, amor y libre intuición que ante la paz son posiciones políticas, mientras que el civismo y el cosmopolitismo son actitudes estéticas. Y si, finalmente, tenemos en cuenta que para Thomas Mann los rasgos característicos de lo político son definitorios del concepto de democracia -es decir, que «política» y «democracia» son para él conceptos idénticos-, no sorprenderá su convicción de que la disposición a lo artístico propia del carácter alemán es incompatible con la democratización de Alemania.
El tono combativo de las Consideraciones de un apolítico se alimenta de la Convicción del peligro que supondría para la supervivencia de la cultura alemana la victoria militar de la Entente y el consiguiente alineamiento político de Alemania con las democracias occidentales: «Es seguro que, de producirse un agrupamiento de las democracias nacionales para formar una democracia europea o universal, nada quedaría en pie del ser alemán. La democracia universal, el imperio de la civilización, la "sociedad de la humanidad" podría tener un carácter más romántico o más anglosajón, pero el espíritu alemán se disolvería y desaparecería en su seno, sería exterminado, no existiría ya».
Es sabido que, de resultas de la deriva que tomaron los acontecimientos internos en Alemania después de la guerra, Thomas Mann se distanció interiormente por completo del imperialismo alemán y adoptó una actitud de compromiso público con la República de Weimar. Georg Lukács saludó este viraje ideológico y político como «la conversión de Thomas Mann a la democracia”. Reconociendo lo que hay de verdad en esta descripción, es igualmente cierto que, cada vez que en el futuro el autor de las Consideraciones se pronuncia sobre su polémico libro, dejó claro que lo asumía íntegramente y que su posición con respecto a la política no había sufrido cambios en lo fundamental. Así, por ejemplo, en su escrito Cultura y socialismo, que data de 1928, afirma: «Yo no reniego de las Consideraciones y no he renegado una sola palabra de ellas, después de haberlas acabado. Uno no reniega de su vida, de sus experiencias, de lo que se ha "andado", porque se ha andado y uno se ha superado un poco, si no esencialmente, al menos voluntariamente».23 Tomar en serio este juicio nos obliga a volver sobre las Consideraciones para destacar aspectos quizá menos llamativos, pero sin duda más relevantes a fin de fijar el verdadero sentido de la «protesta» de Mann contra la democratización de Alemania, que incluso pueden arrojar alguna luz sobre problemas vigentes en la actualidad.
IV
Ante todo, señalemos que Thomas Mann deja constancia en las Consideraciones de un apolítico de que creía perdida para la causa de su bando la pugna librada entre la cultura y la civilización. «El avance de la democracia es victorioso e lrresistible.» Él era consciente de que la corriente principal de la época –eso que Hegel llamó el Zeitgeist- avanzaba inevitablemente en el sentido de la civilización, es decir, del progreso, de la democracia, de la internalización de la política. ¿Tenía, entonces, un sentido meramente testimonial y nostálgico el conservadm1smo de Mann, esto es, su defensa de la cultura alemana? Sin duda, en su libro se advierte un tono melancólico, en sus páginas aflora un sentimiento de duelo respecto a un pasado por el que sentía una profunda veneración. Pero las Consideraciones no son solamente el monumento conmemorativo de un mundo que desaparece, sino también un aldabonazo en la conciencia intelectual del momento, una intervención que busca influir en la toma de posiciones respecto a si habrá que obstinarse en mantener la noción tradicional de la cultura alemana o revisarla para adecuarse al nuevo espíritu. Frente a esta cuestión, hay dos puntos sobre los que quisiera llamar la atención.
El primero de ellos apunta a la incapacidad intrínseca de la democracia para resolver lo que Thomas Mann llama «el problema del hombre», entendiendo por tal el antagonismo entre sus requerimientos espirituales y sus necesidades sociales. Es una ilusión y un engaño prometer la reconciliación entre el interés individual y el interés social mediante la imposible delimitación de los «derechos » del individuo con respecto a iguales «derechos» de los otros. La política no es el medio para resolver ese antagonismo, cuya solución «sólo puede producirse en la esfera de la personalidad, nunca en la del individuo, es decir, sólo por la vía espiritual y jamás por la política».27 Dicho con otras palabras, «las instituciones importan poco, lo que importa sobre todo son las convicciones», en la confianza de que el mejoramiento interior -que es lo que preocupa al hombre de la cultura, no el bienestar social- contribuirá a la reconciliación de la vida común, aunque no se sepa bien cómo. Esto no es motivo para cruzarse de brazos en la práctica; pero sí para negarle obediencia intelectual a la ilustración política. Treinta años más tarde, Thomas Mann seguirá defendiendo un punto de vista sustancialmente idéntico sobre este asunto: «Cuando lo que está en cuestión es un orden nuevo, una vinculación nueva, una adaptación de la sociedad humana a los requisitos de esta hora del mundo, ciertamente es poco lo que se consigue. Con acuerdos tomados en reuniones, con medidas técnicas, con instituciones jurídicas".
Y el World Government no pasa de ser una utopía racional. Lo primero que se necesita es el cambio del clima espiritual, un nuevo sentimiento de la dificultad y de la nobleza del ser del hombre, una mentalidad básica que domine todo, a la que nadie se sustraiga, y a la que todos reconozcan en su interior como juez». Al igual que en 1918, Mann piensa en 1947 que, de cara a esa transformación espiritual, pueden hacer más los poetas y los artistas que los políticos.
El segundo punto tiene que ver con lo que Thomas Mann llama «el imperialismo de la civilización». Cuando el autor de las Consideraciones denuncia los peligros de la democratización de Alemania, lo que rechaza no es tanto la adopción de medidas internas «de autonomía administrativa en comunidades, ciudades y estados federados», cuanto la puesta en marcha «de un proceso de nivelación europea que es menos económico y político que espiritual, de una evolución que nivela todas las culturas nacionales en el sentido de una civilización homogénea. A la luz de esta consideración, la democratización aparece como un proceso de asimilación de la realidad alemana a un modelo de democracia importado desde los países occidentales, especialmente Francia e Inglaterra. Con todo, el sentido de la diatriba de Mann contra «el literato de la civilización» no es una posición de defensa numantina de lo nacional y de cerrazón ante lo que viene de fuera, sino el rechazo del mimetismo o, más precisamente, la resistencia a disolver la propia diferencia en la identidad abstracta. significativo, a este respecto, que Thomas Mann caracterice el antagonismo entre cultura y civilización como una oposición no entre dos particulares, sino entre un particular y un universal: mientras que «el valor, la dignidad y el encanto de toda cultura nacional reside decididamente en lo que la diferencia de otras, pues precisamente sólo esto es cultura en ella», en cambio que es común a todas las naciones sólo es civilización El problema de fondo en la disputa entre el «artista de la cultura» y el «literato de la civilización» no es la lucha entre Francia y Alemania en tanto pueblos o culturas, pues ello supondría plantear el antagonismo en el plano de la particularidad, de la diferencia cultural, y Thomas Mann no tiene ninguna objeción que hacer a la cultura francesa como tal. El problema surge de la pretensión de destilar de la cultura francesa un sistema de valores aplicable a otras realidades nacionales. Y esto es lo que encierra precisamente el concepto de civilización.
El imperialismo de la civilización que denuncia Thomas Mann -y del que acusa en primera instancia al adversario interior y, sólo más tarde, al enemigo. Un modelo para Alemania, sobre el supuesto de que su validez no es particular, sino general. Desde esta perspectiva, su defensa de la cultura nacional alemana y su rechazo a la democratización cuestionan la homogeneización espiritual de Alemania a las grandes comunidades europeas. Con todo, el llamado «problema alemán» no se circunscribe a Alemania. Ya hice notar al comienzo la observación de Thomas Mann según la cual «en el alma de Alemania se dirimen las contradicciones espirituales de Europa»
Esto implica, por un lado, que la pugna entre civilización y cultura se desarrolla en el campo de batalla del alma alemana -en el sentido de darse no sólo entre alemanes, sino incluso dentro del propio Thomas Mann, por lo que su libro es también «la exposición de una escisión y una disputa intrapersonal»- y, por otro, que se dirime en esa pugna es una cuestión que trasciende lo alemán y afecta a otras naciones. Lo que está en juego es la formación de una comunidad supranacional -europea, en primera instancia, pero también una sociedad de naciones de alcance y pretensiones globales- a partir de las realidades nacionales. Y la cuestión teórica que se debate es si la consumación de ese universal se lleva adelante según el modelo occidental -es decir, mediante la homogeneización del espacio espiritual europeo, siguiendo los patrones de la «civilización»- o, por el contrario, conforme al modelo de la «cultura». Que el problema no afectaba sólo a Alemania era patente también para otros intelectuales europeos. Por poner un ejemplo que nos toca de cerca, en 1906 Miguel de Unamuno escribió un ensayo al que tituló «Sobre la europeización», en el cual afirmaba lo siguiente: «Hoy, vergüenza y desmayo causa el decir, cuando a un español le pasa por las mientes entrar en Europa -es decir, tratándose de literatos, ser traducido, de lo que se cuida es de desespañolizarse, de no dejar a quien haya de traducirle más trabajo que el de traducir la letra, el lenguaje externo. Y así se oyen cosas como aquello que un francés me dijo, hablándome de una traducción de una novela española contemporánea, y
afirmándome que estaba en francés mejor que en español, y es que me dijo esto: "La han devuelto a su lengua original"». Lo cual merece la siguiente reacción
De Unamuno: «Tengo la profunda convicción por arbitraria que sea –tanto más profunda cuanto más, pues así pasa con las verdades de tengo la profunda convicción de que la verdadera y honda europeización de España, es decir, nuestra digestión de aquella parte de espíritu europeo que pueda hacerse espíritu nuestro, no empezará hasta que tratemos de imponernos en el orden espiritual de Europa, de hacerles tragar 10 nuestro, 10 genuinamente nuestro, a cambio de lo suyo; hasta que tratemos de españolizar Europa».
El ensayo «Sobre la europeización» forma parte del libro al casticismo, que cito por la edición de las Obras completas de Miguel de Unamuno, Cultura y civilización
de Unamuno hallamos una visión del problema afín a la que Thomas Mann expondrá una docena de años más tarde en las Consideraciones de un apolítico. Ambos lucharon -y, a la vista de los hechos, no cabe duda de que perdieron la batalla por recusar el modelo homogeneizador de la europeización y por defender que ésta se llevase a cabo conforme a un modelo agonístico, en la convicción de que sólo merece la pena trabajar por un universal con el cual uno pueda sentirse
identificado a través del reconocimiento de la propia particularidad. Ahora bien, un universal así no está disponible por anticipado en uno de los particulares convertido en patrón aplicable al resto, sino que es un universal problemático, pues, si llega a ser real, lo será como resultado de la afirmación de cada particularidad frente a las otras, del choque y del roce recíproco de las diferentes particularidades, y de la eventual modificación de éstas como consecuencia de esa fricción.
La diferencia entre ambos conceptos de universalidad se materializa en la distinción que establece Thomas Mann entre «cosmopolita» e «internacional». «El primer concepto», escribe, «procede de la esfera cultural, y es alemán; el segundo proviene de la esfera de la civilización y de la democracia y es ... algo totalmente diferente. Internacional es el bourgeois democrático, por muy nacionalistamente que se adorne, en cualquier lugar; el burgués (Bürger) es cosmopolita, pues es alemán». Puede causar cierta sorpresa este alineamiento de 10 cosmopolitas con la cultura (Kultur), toda vez que ha presentado insistentemente ésta como idiosincrasia nacional alemana. Pero tal alineamiento es crucial para determinar el verdadero sentido del nacionalismo cultural de Thomas Mann. En las Consideraciones de un apolítico se encuentran notas dispersas sobre el cosmopolitismo Alemán que, más que definir un concepto, dibujan un perfil. De entre esos apuntes quisiera retener el siguiente: «Tal como esa palabra alemana [Weltbürgerlichkeit], que designa el "cosmopolitismo" incorpora la palabra y el concepto del "burgués" [Bülger], así también en esta palabra y en este concepto se hallan inmanentes el sentido de la ausencia de mundo y de límites». Ausencia de mundo encierra aquí un doble significado, que en ningún caso entraña
la connotación de lo amorfo: por un lado, tiene el sentido de lo intermedio,
del estru' entre dos mundos -«entre el patriota y el europeo, entre el protestatario
y el occidentalista, entre el conservador y el nihilista»-38 sin sentirse a sus
anchas en ninguno de ellos: un modo de estar que contrasta con el etéreo situarse
au-dessus de la melée del internacionalista civilizado; por otro lado, preserva la
connotación universal-en el sentido de lo que no es de ningún lugar- que tienen
las aspiraciones espirituales, los gestos artísticos, los problemas morales y metafísicos del individuo.
Es precisamente en esta peculiaridad de la Kultur que es el cosmopolitismo
-la ausencia de mundo y de límites- donde Thomas Mann situó una posibilidad
de democratización interior y espiritual de Alemania acorde con su pasado. Lo
que podría ser alemán, a su juicio, sería una alianza y un pacto entre la idea de
cultura conservadora y la idea de sociedad revolucionaria. En vÍltud de esa alianza,
la energía y la capacidad de autorredención del hombre características del socialismo.
Desde el plano de la acción institucional al de la renovación personal, y la cultura podría salir del ámbito interior del individualismo puro y de la comunidad romántica para convertirse en patrimonio de la colectividad sociaL Thomas Mann ilustró esta esperanza con una fórmula plástica:
«Alemania se encontrará a sí misma el día en que Carlos Marx lea a Holderlin»,
No deja de ser trágico para el destino de la política y de la cultura en Europa que
una nueva barbarie civilizada acabara interponiendo entre Marx y HOlderlin un
muro de hormigón en el corazón mismo de Alemania. Pero esto Thomas Mann
no llegó a verlo.
T. Maull, «Cultura y socialismo», El artista y la sociedad, op. cit., p. 206.
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