'Ultimos días en La Habana', por Roberto Madrigal

'Ultimos días en La Habana', por Roberto Madrigal.

 Roberto Madrigal
Mi última semana en Cuba la pasé en el campamento El Mosquito. Utilizo la palabra campamento porque fue el eufemismo oficial que nadie cuestionó. Era, en realidad, un campo de concentración transicional para quienes iban a salir por el puerto del Mariel.
El Mosquito fue, en tiempos mejores, una finca propiedad de la familia Carbonell, quienes eran, entre otra cosas, los dueños de las plantaciones de henequén en Cuba. No sé qué hizo con ella el gobierno revolucionario tras intervenirla a principios de los sesenta, pero durante unos meses de 1980, se convirtió en la antesala de la salida para cientos de miles de cubanos. Una antesala incierta, porque muchos eran regresados a sus casas después de pasar un tiempo por allá, debido a “irregularidades en sus papeles” descubiertas a última hora, a pesar de que antes de llegar a El Mosquito ya habían sido procesados en el Círculo Militar Gerardo Abreu Fontán de la Playa de Marianao.
Tras echar un vistazo final al balcón de mi apartamento, adornado por manchas de huevos y tomates podridos explotados contra sus paredes y cristales, producto de los diarios (aunque en mi caso algo anémicos) mítines de repudio, y llegar de madrugada al Abreu Fontán, escapando de una turba organizada que nos daba la bienvenida con insultos y pedradas, una cuarenta y ocho horas después una guagua militar nos dejó, a mí y a un grupo de procesados que íbamos rumbo a Cayo Hueso, en El Mosquito.
Entré por una inmensa nave tipo almacén, en obediente y controlada fila, para llegar a unas mesas repletas de militares en las cuales uno presentaba sus papeles y era, una vez más, interrogado respecto a la fidelidad de los datos. El caos, la confusión y el ruido reinaban en esa nave. Me llevaron a un lado y me sometieron a un breve cacheo. No tuve muchos problemas pues yo solamente llevaba la ropa que tenía puesta. Vi que mucha gente trataba de pasar una prenda personal, una foto o un recuerdo, de los cuales, después de ser injuriados por atrevidos, eran despojados.
De ahí pasé a la “zona” que me tocaba.
El campamento estaba dividido en varias de estas zonas, dominadas por unas carpas gigantescas y delimitadas por unas sogas. En cada parcelación ubicaban grupos humanos según la denominación oficial. En una estaban los “homosexuales”, en otra “los delincuentes”, en otra “las familias” y finalmente “los diplomáticos”, que consistía en los que se habían asilado en la embajada de Perú. Puede que hubiera otras divisiones, pero esas fueron las que pude notar. Por supuesto, me llevaron casi de la mano a la sección diplomática.
El contacto entre los habitantes de las distintas zonas estaba prohibido. Para salir de la zona a las letrinas, que se encontraban hacia el dienteperro casi a la orilla del mar, había que pedir permiso. La carpa que me tocó, tenía literas dobles capaces de albergar unas noventa personas, pero seríamos unos trescientos diplomáticos, una cifra bastante constante ya que si hoy salían dos, pues mañana llegaban dos y así. A las mujeres con niños y a las personas mayores les reservábamos las literas, el resto dormíamos a la intemperie.
Teníamos que alinearnos cada vez que hacían un llamado para llevarse gente hacia el Mariel. A la entrada de la zona había cinco o seis militares, casi todos tenientes, con listas de nombres que de repente gritaban: “¡Dame un par de diplomáticos!” y con ello comenzaba un ritual, tenso y horroroso, que ocurría dos o tres veces al día.   Una vez formados en una fila que los gritos de los militares conminaban a que fuera bien recta, sin que nadie se saliera ni un centímetro, traían a otro militar con una bayoneta al cuello y sosteniendo a un furioso perro pastor alemán. El hombre caminaba, mientras el perro ladraba, con la punta de la bayoneta hacia la fila, haciendo un límite imaginario y cortando al que estuviera fuera de alineación.
Después, uno de los oficiales, siempre gritando, decía: “Pero yo no quiero que se vayan en orden” y entonces había dos alternativas. O él o uno de sus compinches apuntaban con el dedo a los escogidos, sin orden ni concierto, o sacaban a alguien de la fila y le pedían que escogiera a dos personas y si ellos aprobaban la selección, los tres se irían. Con ello no solamente aseguraban la humillación de los diplomáticos, sino que garantizaban la generalización del sentimiento de incertidumbre.

Por lo general, traían comida en cajitas, en una cantidad insuficiente para alimentar a toda la población. Situaban un centro de distribución cerca de las letrinas y llamaban a la gente a venir en fila, por zonas. Los diplomáticos éramos los últimos. Nunca cogí una cajita y en consecuencia perdí quince libras (tratar de salir de Cuba, en aquellos tiempos, era la mejor forma de perder peso).
Una noche anunciaron que se aproximaba un ciclón y evacuaron a todo el campamento, excepto a los diplomáticos. Recogieron la carpa y nos dejaron allí a la intemperie mientras los oficiales buscaban refugio en la nave de recepción. Por varias horas hubo mal tiempo, lluvia y ventolera, pero el ciclón nunca llegó y el resto de la población regresó temprano en la madrugada.
Por suerte para mí, me encontré con mi amigo Ricardo Oteiza (como hago este recuento de memoria y esta traiciona luego de tantos años, no estoy seguro si nos encontramos en el Abreu Fontán o en el propio Mosquito), con quien también fui compañero de espacio en el patio de la embajada de Perú. Al menos podíamos rumiar nuestras preocupaciones y dividir un poco el espanto. El último día de nuestra estancia, cuando por circunstancias azarosas éramos los dos primeros de la fila, el camarada teniente de turno pidió tres diplomáticos y escogieron a Ricardo y a dos más que estaban al final de la fila.
Finalmente, el 12 de mayo de 1980, me tocó agarrar la guagüita que me llevaría al puerto delMariel. Me montaron en un camaronero, el Cayman, con capacidad para veinte personas, pero en donde agolparon unas 260, la gran mayoría expresos comunes. Por mal tiempo nos retuvieron unas catorce horas en el puerto, sin bajarnos de las embarcaciones. Desde allí pude ver a Ricardo en la proa de otra embarcación atiborrada de gente. Otra docena de horas de espera más tarde y el Caymanzarpó en medio de un mar que metía miedo. No fue hasta la madrugada del 15 de mayo que llegué a una base militar en Cayo Hueso. Nunca más he regresado a la isla.
El Mosquito es un episodio tenebroso que no sé por qué no ha sido contado con más frecuencia y con la importancia que se merece, por el tratamiento humillante que se le dio a los que por allí pasaron, en la historia del éxodo de 1980.

Roberto Madrigal fue director de la editorial 'Termino'

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Comentario por Nuria de Espinosa el abril 29, 2020 a las 9:11pm

Que horror y tristeza. Pobre gente. Dónde estaban los derechos humanos... Profunda e importante entrada que hay que compartir porque forma parte de la historia. Gracias y un sincero abrazo 

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