En el 2011 el primer inversionista en Alemania fue China. No fueron Estados Unidos, Suiza o Francia, los siguientes tres inversores. Y los chinos no invirtieron en materias primas, como suelen hacer en América Latina, sino en actividades industriales, tecnológicas e ingeniería.
Entre las adquisiciones chinas está la compañía Putzmeister, fundada en 1958, un gigante alemán dedicado a los equipos de construcción. La adquirió por miles de millones de dólares en el 2011 una compañía china llamada SANY, creada en 1986 por tres socios que entonces reunieron un pequeño capital de unos 10,000 dólares al cambio actual.
El presidente de SANY es Lian Wengen, el hombre más rico de China. Algunos le calculan un capital de 11,000 millones de dólares. Como es tan rico y exitoso, el curioso partido comunista chino le ha ofrecido un puesto en el Comité Central. A donde quiero llegar es a las siguientes dos conclusiones:
Primera, el gran éxito chino no es el triunfo de un modelo económico especial, sino el resultado de liberar la inmensa capacidad creativa de la sociedad en el terreno empresarial privado. El Estado dejó de ser un obstáculo para el desarrollo empresarial privado y se transformó en su promotor. Continuó cercenando u obstruyendo las libertades individuales, pero dejó de entorpecer la creación de riquezas por parte de los ciudadanos.
Segunda, este fenómeno económico chino, en esencia, se parece a lo que sucede en Estados Unidos, en Suiza, en Holanda, en Israel, o en cualquiera de las naciones exitosas del planeta: son países ricos y desarrollados porque cuentan con un parque empresarial privado que genera riqueza y avances tecnológicos en medio de una intensa competencia económica.
Sencillamente, esa multiplicación de panes y peces no es posible hacerla por el Estado y desde el Estado. El Gran Salto Adelante que Mao intentó sin éxito, se llevó finalmente a cabo, pero no con el recetario de Marx en la mano, sino con el de Adam Smith.
Los ejemplos de China, de Japón, de Taiwán, de Corea del Sur, de Alemania, de Estados Unidos, de todas esas naciones que nos admiran en el terreno económico, nos deben conducir a un razonamiento lógico: si entre los objetivos esenciales de la sociedad está el de crear riqueza y luchar contra la pobreza y el atraso, es absolutamente prioritario que el Estado segregue las condiciones para el desarrollo de un parque empresarial privado variado y complejo.
Es verdad que en el camino los empresarios más hábiles y dichosos se enriquecerán tremendamente, como el señor Lian Wengen, pero en su marcha impetuosa a la cima arrastrarán a millones de personas hacia formas superiores de vida.
Cuando comenzó el cambio económico en China, a mediados de los años setenta, un obrero industrial de ese país ganaba la decimosexta parte de lo que recibía un trabajador norteamericano en un puesto similar. Hoy el obrero chino gana una cuarta parte de lo que recibe el estadounidense. Eventualmente, como sucedió en Japón, es posible que llegue a igualar o superar al americano. Esos trescientos millones de chinos que hoy forman parte de los niveles sociales medios se deben, en gran medida, a la furia empresarial privada desatada en ese país.
Naturalmente, este impresionante milagro económico está y estará en peligro de saltar por los aires si China no consigue evolucionar en el terreno político hacia un sistema razonable de solucionar los conflictos y transmitir la autoridad, basado en el consentimiento de los ciudadanos, como ha hecho, por ejemplo, Taiwán.
La paradoja consiste en que cada chino que consigue pasar del campo a la ciudad, del analfabetismo al conocimiento, y de la pobreza a las clases medias, es una persona socialmente inconforme que demandará cuotas crecientes de libertad y una inversión de las relaciones de poder con respecto al Estado.
Cuando lo recibía todo del Estado, era su miserable sirviente. Ahora, que con su trabajo en el ámbito privado crea riquezas y mantiene al Estado, desea que los funcionarios se conviertan en servidores públicos. El que paga, manda.
Afortunadamente, el modelo de la democracia liberal, con todas sus imperfecciones, ha resuelto esas tensiones entre la sociedad y el Estado, y son cada vez más los chinos que miran a Occidente como una fuente de inspiración cívica. Es en esa atmósfera donde prospera el mejor capitalismo, y no en las dictaduras de partido único.
Periodista y escritor. Su último libro es la novela La mujer del coronel.
© Firmas Press
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