Red de Literatura y Cine
UN DON QUIJOTE DE LA PINTURA
por Ismael Lorenzo
Se parecía más bien a un Don Quijote sin barba (y sin caballo), alto y desgarbado y también un poco encorvado, Jaime Bellechasse siempre luchó contra fuerzas más grande que él, pero nunca se arredró. Lo conocí allá por el año ‘67, cuando eso Jaime se dedicaba a pintar Op Art, preciso y excelente. Fue Rogelio Fabio quien me lo presentó, en unas peculiares tertulias literarias que se hacían en la noche en los muros del Hotel Nacional, o a veces, cuando había dinero, en la cafetería del hotel.
Estas tertulias duraron hasta que una noche la policía efectuó una redada gigantesca en toda esa zona llamada La Rampa, y se llevó preso a todo los que por allí pupulaban, quienes eran considerados decadentes ideológicamente.
Tuve la suerte de no estar esa noche, no así Bellechasse, que fue arrestado y lo mantuvieron preso por 11 meses sin juicio.
Todos éramos muy jóvenes, unos nos dedicábamos a escribir, otros a pintar, teníamos en común que no participábamos de la cultura oficialista dedicada al alabo. Rogelio Fabio, que para su suerte tampoco había caído preso en la redada, era un buen poeta y narrador también, habíamos servido junto en el servicio militar y por aquella época, aunque no visitábamos más el muro del Hotel Nacional, sin detener nuestros empeños litera-rios, nos dedicábamos con gran afán a tratar de escapar clandestinamente de la isla, ya fuera en balsa o escondidos en un barco que saliera del puerto o como pudiéramos. Nunca tuvimos éxito, aunque las intentonas fueron muchas.
Unos años más tarde, el Dr. Banchi me contó que Rogelio Fabio, ya poeta loco, caminando con su pequeño hijo por la Avenida de los Presidentes, se desnudó en resonante protesta poética y prosiguió sin ropa su andar por la avenida, con el hijo de la mano.
Se lo llevó al rato un coche de policía, envuelto en un capa. Y cuando el coche de policía ya se alejaba, el pequeño les recordó que volvieran para recoger la ropa de su papá tirada en la senda de peatones de la avenida.
El poeta Rogelio Fabio Hurtado
En aquella improvisada y a la interperie peña literaria del muro del Hotel Nacional conocí, mientras duró, a otros escritores y artistas de mi generación, entre ellos un talentoso poeta, Delfín Pratt, que después se alcoholizó y su obra cayó en la nada. Fue Delfín quien luego me presentó a Reinaldo Arenas. Con Arenas hice amistad pronto, ya le acababan de censurar su Mundo Alucinante, las memorias de un fraile en México tratando de escapar de la Inquisición, tema que no les gustó a los burócratas de la cultura oficial. Reinaldo y yo coincidíamos en la opinión del escritor como “agua fiestas”, expresión que venía de Vargas Llosa y a quien mucho leíamos en esa época, creíamos en una literatura que tratara de explicar el horror circundante de una forma imaginativa y literaria y no por el realismo de alabanza.
Por esos tiempos, a finales de los años ‘60, otros tenían demasiado miedo a escribir la verdad o quizás todavía enrronquecían sus gargantas gritando !Vivas! al máximo líder en la Plaza de la Revolución o delatando a quien no lo gritara. No fue hasta que cayó el muro de Berlín, que comenzaron a pensar que había que cambiar de bando.
Gracias a Arenas, quien tenía un amigo casado con una francesa que podía salir y entrar de la isla cuando quería, pude sacar primero los manuscritos de dos de mis novelas: Alicia en las mil y una camas y La ciudad maravillosa, allá por el año ‘70, y años más tarde me ayudó también a escabullir La Hostería del Tesoro. Las enviábamos a Severo Sarduy, en las Edition du Seuil, en Paris. Severo, sin conocerme personalmente, me guardó los manuscritos, los dos primeros por más de diez años, hasta que pude salir en 1980. Nunca llegué a conocer a Severo Sarduy en persona, estuvo en Nueva York en los ‘80, pero no coincidimos, después murió en Paris. Los manuscritos de mis novelas que me envió Severo, los recibí en New York en la dirección del loft de Bellechasse en el Soho, pues en aquellos primeros tiempos en New York rentaba yo una habitación en Queens y no era muy seguro recibir allí correspondencia.
Jaime había salido primero de la isla en el ‘79, como ex prisionero político en dirección a España, luego de tres o cuatro meses allá, había pasado a New York, en aquellos momentos centro de la pintura mundial. Años antes, Bellechasse había caído preso de nuevo como buen Don Quijote, por tirar unas simples proclamas antigubernamentales en un cine. Lo condenaron a seis años de prisión. Cuando en el año ‘79 el gobierno reabrió el permiso para emigrar, tuvo preferencia por haber sido prisionero político. Recuerdo que celebramos con gran alegría cuando un día fui a visitarlo y me enseñó su pasaporte con el permiso de salida. No podíamos imaginar que sólo le quedaban unos años de vida, pero estoy seguro que nunca se hubiera arrepentido. Habíamos pasado toda nuestra juventud tratando de escapar del horrendo paraíso.
Ciro Bianchi
Un poco antes, creo que fue por el año ‘77, me había reencontrado con el Dr. Banchi, que en realidad no era doctor ni nada por el estilo, otro de los participantes de aquellas tertulias a la interperie en el muro del Hotel Nacional. El Dr. Banchi era un magnífico narrador, pero abandonó la ficción para dedicarse al periodismo. El Dr. Banchi disfrutaba al mentir sin sonrojos. Me cuentan que una vez en la revista en la que trabajaba como reportero, afirmaba tranquilo que había sido corresponsal en los juicios de Nuremberg, como era calvo, bajito y de espejuelos gruesos, y parecía más viejo de lo que era, hubo quienes se lo creyeron. En una reunión del consejo de redacción, el subdirector lo propuso como reportero para una asignación especial, basándose en la experiencia del doctor como corresponsal de guerra en el juicio de Nuremberg. Hubo una risotada general, la mayoría sabía que Banchi no había ni siquiera nacido en esa época.
A finales de los años de ‘70, el gobierno, necesitando los dólares de la comunidad en el exilio, permitió las visitas de la comunidad en el exterior, a la que ya no se les llamaba “gusanos” y reabrió los permisos de salida de la isla. Para mí, como para Bellechasse, Arenas y otros amigos, la esperanza de escapar de la isla volvió. En esa época a menudo visitaba al Dr. Banchi en su casa, como era el responsable de vigilancia del Comité de Defensa de la cuadra, me sentía tranquilo allí.
En aquellas visitas reíamos cuando le leía fragmentos de La Hostería del Tesoro, que yo escribía en ese entonces, donde allá en Tombstone, en el viejo oeste, había un Dr. Banchi especialista en ginecología y proctología. Hablábamos también de literatura, el doctor era un admirador y profundo conocedor de la obra de Lezama Lima, a quien conocía personalmente. Lezama era un poeta a quien por su fama el gobierno toleraba, a pesar del poco calor revolucionario en su poesía. Otra de las aficiones del Dr. Banchi, además de leer poesía, era invitar jovencitas adictas al lesbo, que era activamente perseguido en la isla, y prestarles una habitación para su desahogo sexual. Me decía que cuando escucha-ba el silencio después de la acción, daba un toque rápido en la puerta de la habitación y entraba con una bandeja llena de refrigerios, que brindaba a las desnudas participantes. En las reuniones del Comité de Defensa, siempre pronunciaba enérgicos discursos contra la depravación moral del capitalismo.
Cosa curiosa, aunque siempre se rió del régimen, el Dr. Banchi nunca abandonó la isla, hoy en día es un conocido periodista.
El periodista Ciro Bianchi
También en esos años finales del ‘70, visitaba yo a cada rato a Reinaldo Arenas en el Hotel Monserrate, un depauperado edificio que la policía consideraba “zona de peligrosidad” sólo porque la pobre gente que vivía allí ejercitaba con gran éxito el mercado negro para sobrevivir.
Reinaldo había conseguido allí una habitación no sé cómo, después de haber salido de la prisión. Recuerdo la primera vez que lo ví luego del año que estuvo preso, me lo encontré por casualidad en una parada de buses en La Rampa, estaba flaco y encorvado, con una afección pulmonar por la humedad de las celdas del viejo Castillo del Morro, en aquella época aún funcionando como prisión. Me dijo que la tía, una feroz comunista, lo había expulsado de la buhardilla de arriba del garaje donde vivía y se estaba alojando en casa de un conocido seudoescritor, quien seguro que lo había recibido en su casa por órdenes de la Seguridad del Estado, pues era demasiado oportunista y cobarde para ayudar a nadie en desgracia. Arenas me expresó su preocupación por no poder escribir nada comprometedor y la inquietud de sentirse vigilado en todo momento. Por esto, para Reinaldo, fue una gran felicidad cuando consiguió la habitación del Hotel Monserrate.
Siempre tuvo una gran habilidad para salir de situaciones difíciles. Más tarde le construyó a la habitación, rompiendo una ventana, una terraza con la madera sacada clandestinamente del convento de Santa Clara, como cuenta en sus memorias Antes que anochezca.
Antes de caer preso, Arenas tenía una inmensa cantidad de amigos que produce el éxito, era ya un escritor famoso publicado no sólo en español, sino también en francés, inglés y otros idiomas. Cuando cayó en prisión todos se espantaron y le huyeron. El trató antes de escapar por la Base Naval de Guantánamo, Arenas era un excelente nadador y se había entrenado por años para esta eventualidad. Recuerdo que en ese tiempo, una tarde tocó en mi casa a pedirme alojamiento por una noche, pues yo vivía cerca de la estación de trenes, en la mañana Arenas se proponía coger uno hacia Guantánamo para tratar de escapar cruzando la bahía, según me explicó. Ya cuando eso estaba viviendo a escondidas en el parque Lenin y la policía lo buscaba por todas partes. Mi esposa le preparó la cama del perro, en realidad era de mi hermana, que se había ido para Miami años antes, pero mi perro Pierre se había adueñado de ella. Estaba un poco rota y la sábana que puso mi esposa tampoco estaba en buenas condiciones ni creo que muy limpia, pero al menos pudo dormir. Pierre tuvo que acostarse en la sala.
Tres o cuatro días después Arenas estaba de vuelta y me contó que no había logrado su intento de llegar a la base, había perdido unos bonitos zapatos y los que llevaba ahora estaban todo desbaratados. Arenas relata los detalles en sus memorias. Estuvo un rato en mi casa, donde le brindé un poco de té casi sin azúcar, pues estaba racionada, puesto que no tenía refrescos y mucho menos comida, hablamos de su fallido intento y después se fue. No me dijo nunca que estaba viviendo en el parque Lenín, unos días más tarde la Seguridad del Estado lo capturó.
Creo que Reinaldo siempre me agradeció esa ayuda de cuando estaba perseguido, pues de mi persona y de las hermanas Bronte (los Abreu) que también lo ayudaron en aquellos momentos, fue de los único que no habló mal en Antes que anochezca. Como Arenas no tenía teléfono ni tampoco yo, me lo habían quitado cuando mis padres habían abandonado la isla, la única forma de mantener contacto era personalmente. Aunque sospechaba que algo andaba mal, porque no había ido más por mi casa, donde él iba a cada rato a escuchar en mi viejo tocadiscos, las lecciones de un curso de francés que le habían enviado de Paris, no me enteré que estaba preso hasta que unos meses después me encontré con Tomasito La Goyesca en la Biblioteca Nacional. Cuando le pregunté por Arenas, Tomasito empalideció y con gran sigilo, mientras caminábamos por los pasillos de la biblioteca, casi no me susurró que Arenas estaba en prisión.
Fue en 1980 que ocurrió el asilo de 11,000 personas en la embajada del Perú, nadie esperaba eso, ni el gobierno ni los que llevábamos años tratando de salir de la isla. Esto condujo al éxodo del Mariel por el que salieron 120,000 personas hacia la Florida y la apertura de otras vías para emigrar. En la confusión reinante, algún celoso policía decidió que el homosexual que vivía sin trabajar en la habitación del Hotel Monserrate, era una escoria conveniente para mandarlo hacia el Norte. Así se les fue Reinaldo Arenas, cuando se dieron cuenta era muy tarde. En esa misma confusión salí un poco después yo también, dejé atrás a mi hijo y su madre que salieron unos meses más tarde hacía España. Ya en Miami, meses después me encontré de nuevo brevemente con Reinaldo en una reunión literaria, apenas pudimos hablar, todo el mundo lo rodeaba, el éxito de nuevo le había traído amigos, luego me fui para New York.
Llevaba ya más de año y medio en New York, y excepto mi contacto con Bellechasse y los manuscritos de mis tres novelas que me había ya mandado Severo Sarduy desde París, estaba desconectado del mundo literario. Una noche, cuando me dirigía en el subway a una cita con una boricua en el upper Manhattan, en una parada, al abrirse las puertas monta alguien con un grueso abrigo que me pareció conocido y se sienta en el asiento transversal del frente. Me quedé mirándolo un momento dudoso y reconocí entonces a Arenas, habíamos todos engordado un poco. Allí nos pusimos a hablar hasta que llegó la estación en la que tenía yo que bajar. Reinaldo me invitó a una reunión en el apartamento de Giulio Blanc, donde se iba a preparar una edición especial de Noticias de Arte, que publicaba el enérgico Florencio García Cisneros, sobre los escritores llegados alrededor del éxodo del Mariel. Meses más tarde, Arenas me conectó con un librero que tenía una pequeña editorial y que me publicaría La Hostería del Tesoro, a mediados de 1982.
La portada llevaba un dibujo de Jaime Bellechasse, que lo había hecho de una idea mía que transplantó fielmente. Era su autoretrato vestido de cowboy, con unas baratijas en las manos y en el medio de un rodeo. Su retrato se debía a que Bellechasse aparecía en la novela. A finales de 1977, luego de él haber salido de la prisión, una tarde iba yo caminando por la calle Monte en La Habana, cuando en una esquina veo a una figura alta y desgarbada vendiendo baratijas furtivamente y mirando para todos los lados, esperando que en cualquier momento la policía interrumpiera su negocio. Al irme acercando, reconocí sorprendido a Bellechasse. Para mí, en ese momento, encontrarme allí a Jaime vendiendo baratijas, fue como un espejo de mi propia situación sin esperanza y condenado a vivir en un lugar que aborrecía. Apenas tuve el ánimo de hablar unas breves palabras con él, y seguí caminando hacia mi casa con un terrible desaliento. En esos momento me encontraba escribiendo La Hostería del Tesoro, que no podía imaginar cuando se publicaría, si se publicaba algún día, y más que nada, si lograría sacarla de la isla a pesar de la vigilancia de la Seguridad del Estado. Meses más tarde esta imagen de Bellechasse vendiendo baratijas la incluí en las páginas finales de La Hostería… Ahora en el 2002 se hizo una nueva edición cuidadosamente revisada de La Hostería del Tesoro, junto con mis dos novelas anteriores de esa época, Alicia en las mil y una camas y La ciudad maravillosa, quise poner de nuevo la portada diseñada por Jaime, pero mi editor se inclinó por algo nuevo. Sin embargo, en mi mente siempre veré La Hostería… con ese diseño de Bellechasse, vestido de cowboy y con baratijas en las manos.
A finales de 1982, con ayuda de Bellechasse, siempre dispuesto con su poco dinero y fuerzas a cualquier lucha, organizé la revista “Unveiling”, también ayudado por Alberto Guigou, el atildado Gu, un excelente novelista y dramaturgo, Peter Bloch, un crítico y escritor de gran prestigio en New York y que había sentido en carne propia el nazismo totalitario y el profesor Heriberto Dixon, que fue una ayuda invaluable. Otras revistas literarias de mi generación estaban creándose también en ese momento. Roberto Madrigal y Manolito Ballagas en Cincinnatti comenzaron a publicar la revista “Término” y unos meses más tarde Reinaldo y otros comenzaron a publicar la revista “Mariel” en Miami, y también se inició “El Gato Tuerto” de Carlota Caulfield en San Francisco. De pronto la literatura oficialista de la isla se veía contrarrestada por la multiplicidad de escritores cubanos jóvenes y hasta ahora inéditos por la censura oficial.
En el amplio loft de Jaime en el Soho, lleno de sus pinturas, muchas veces nos reunimos para planear las nuevas ediciones de “Unveiling”. Como Jaime no conseguía un trabajo decente en New York, en el documental de Néstor Almendros Conducta impropia aparece Bellechasse vendiendo helados en una helada esquina de Manhattan, decidió finalmente irse para Miami, lo acompañaba su amante, un rubiecito anglo que en palabras de Reinaldo Arenas “no valía más de cinco dólares”, y que era bastante promiscuo y fue quien posiblemente le transmitió el HIV. Un poco más tarde, en 1986, dejé la editorial donde trabajaba y me fui como profesor para California, por varios años perdí el contacto con Jaime. En una visita de vacaciones a Miami en el ‘89, mientras almorzaba en casa de Manolito Ballagas, le pregunté por Jaime y Manolito me informó que había muerto. No lo esperaba, sentí pesar por no haberlo sabido antes, por no haber hablado por tantos años con él y por su obra desperdigada en revistas y sus pinturas en quién sabe dónde y porque un buen amigo se encuentra raramente.
Un año después, en una fría mañana de diciembre en California, recibí una llamada de Ballagas avisándome que Reinaldo Arenas se había suicidado. Creo que no por casualidad era un 7 de diciembre, fecha que los cubanos recordamos la caída en combate del general Antonio Maceo, un infatigable héroe de las guerras de independencias. De Arenas siempre respetaré su concepto del escritor, él hubiera podido acomodarse con la dictadura, que le hubiera perdonado entonces su homosexualidad, pero no lo hizo. Pudo más tarde moderar su voz para agradar a los politically correct liberales norteamericanos que admiraban al dictador, y que habían comenzado ya a cerrarle el paso en las universidades y editoriales anglo, tampoco lo hizo. Arenas era un general de la literatura que sólo la muerte podía detener.
La obra pictórica de Jaime Bellechasse de principios de los ‘80, al llegar a New York es la que más me gusta, tenía una brillantez y fuerza única. Los años siguientes, con las vicisitudes diarias, su pintura se oscureció pero siguió manteniendo su fuerza interior. Pero como paradoja, sus cuentos, aunque él nunca pretendió ser escritor, sobresalen del promedio, algunos se pueden considerar entre lo mejor de la literatura cubana. Son cuentos que se recuerdan siempre. Un ejemplo es “Mira, Justo”, el relato de un joven en prisión a la espera de ser fusilado y que aún era virgen. Por todas sus muchas implicaciones es un tema muy difícil de tratar sin perder el tono natural y auténtico, pero Bellechasse lo logró. Jaime murió joven, no logró que su pintura fuera reconocida, pero logró salir de la isla y que sus cuentos, al menos los que no se han perdido, continúen publicándose a través del mundo y cumpliendo la función que tienen la literatura y el arte, entrener y enseñar. Para ese Don Quijote desgarbado y flaco, pluma y pincel en ristre, creo que es suficiente.
© 2010 Ismael Lorenzo
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