Red de Literatura y Cine
«¿Había despertado o seguía soñando?» Así comienza la nueva novela de Vargas Llosa
Publicamos un fragmento del arranque de «Cinco esquinas»
Había despertado o seguía soñando? Aquel calorcito en su empeine derecho estaba siempre allí, una sensación insólita que le erizaba todo el cuerpo y le revelaba que no estaba sola en esa cama. Los recuerdos acudían en tropel a su cabeza pero se iban ordenando como un crucigrama que se llena lentamente. Habían estado divertidas y algo achispadas por el vino después de la comida, pasando del terrorismo a las películas y a los chismes sociales, cuando, de pronto, Chabela miró el reloj y se puso de pie de un salto, pálida: «¡El toque de queda! ¡Dios mío, ya no me da tiempo a llegar a La Rinconada! Cómo se nos ha pasado la hora». Marisa insistió para que se quedara a dormir con ella. No habría problema, Quique había partido a Arequipa por el directorio de mañana temprano en la cervecería, eran dueñas del departamento del Golf. Chabela llamó a su marido. Luciano, siempre tan comprensivo, dijo que no había inconveniente, él se encargaría de que las dos niñas salieran puntualmente a tomar el ómnibus del colegio. Que Chabela se quedara nomás donde Marisa, eso era preferible a ser detenida por una patrulla si infringía el toque de queda. Maldito toque de queda. Pero, claro, el terrorismo era peor.
Chabela se quedó a dormir y, ahora, Marisa sentía la planta de su pie sobre su empeine derecho: una leve presión, una sensación suave, tibia, delicada. ¿Cómo había ocurrido que estuvieran tan cerca una de la otra en esa cama matrimonial tan grande que, al verla, Chabela bromeó: «Pero, vamos a ver, Marisita, me quieres decir cuántas personas duermen en esta cama gigante»? Recordó que ambas se habían acostado en sus respectivas esquinas, separadas lo menos por medio metro de distancia. ¿Cuál de ellas se había deslizado tanto en el sueño para que el pie de Chabela estuviera ahora posado sobre su empeine?
No se atrevía a moverse. Aguantaba la respiración para no despertar a su amiga, no fuera que retirara el pie y desapareciera aquella sensación tan grata que, desde su empeine, se expandía por el resto de su cuerpo y la tenía tensa y concentrada. Poquito a poco fue divisando, en las tinieblas del dormitorio, algunas ranuras de luz en las persianas, la sombra de la cómoda, la puerta del vestidor, la del baño, los rectángulos de los cuadros de las paredes, el desierto con la serpiente-mujer de Tilsa, la cámara con el tótem de Szyszlo, la lámpara de pie, la escultura de Berrocal. Cerró los ojos y escuchó: muy débil pero acompasada, ésa era la respiración de Chabela. Estaba dormida, acaso soñando, y era ella entonces, sin duda, la que se había acercado en el sueño al cuerpo de su amiga.
Sorprendida, avergonzada, preguntándose de nuevo si estaba despierta o soñando, Marisa tomó por fin conciencia de lo que su cuerpo ya sabía: estaba excitada. Aquella delicada planta del pie calentando su empeine le había encendido la piel y los sentidos y, seguro, si deslizaba una de sus manos por su entrepierna la encontraría mojadita. «¿Te has vuelto loca?», se dijo. «¿Excitarte con una mujer? ¿De cuándo acá, Marisita?» Se había excitado a solas muchas veces, por supuesto, y se había masturbado también alguna vez frotándose una almohada entre las piernas, pero siempre pensando en hombres. Que ella recordara, con una mujer ¡jamás de los jamases! Sin embargo, ahora lo estaba, temblando de pies a cabeza y con unas ganas locas de que no sólo sus pies se tocaran sino también sus cuerpos y sintiera, como aquel empeine, por todas partes la cercanía y la tibieza de su amiga.
Moviéndose ligerísimamente, con el corazón muy agitado, simulando una respiración que se pareciera a la del sueño, se ladeó algo, de modo que, aunque no la tocara, advirtió que ahora sí estaba apenas a milímetros de la espalda, las nalgas y las piernas de Chabela. Escuchaba mejor su respiración y creía sentir un vaho recóndito que emanaba de ese cuerpo tan próximo, llegaba hasta ella y la envolvía. A pesar de sí misma, como si no se diera cuenta de lo que hacía, movió lentísimamente la mano derecha y la posó sobre el muslo de su amiga. «Bendito toque de queda», pensó. Sintió que su corazón se aceleraba: Chabela se iba a despertar, iba a retirarle la mano: «Aléjate, no me toques, ¿te has vuelto loca?, qué te pasa». Pero Chabela no se movía y parecía siempre sumida en un profundo sueño. La sintió inhalar, exhalar, tuvo la impresión de que aquel aire venía hacia ella, le entraba por las narices y la boca y le caldeaba las entrañas. Por momentos, en medio de su excitación, qué absurdo, pensaba en el toque de queda, los apagones, los secuestros —sobre todo el de Cachito— y las bombas de los terroristas. ¡Qué país, qué país!
Bajo su mano, la superficie de ese muslo era firme y suave, ligeramente húmeda, acaso por la transpiración o alguna crema. ¿Se había echado Chabela antes de acostarse alguna de las cremas que Marisa tenía en el baño? Ella no la había visto desnudarse; le alcanzó un camisón de los suyos, muy corto, y ella se cambió en el vestidor. Cuando volvió al cuarto, Chabela ya lo llevaba encima; era semitransparente, le dejaba al aire los brazos y las piernas y un asomo de nalga y Marisa recordaba haber pensado: «Qué bonito cuerpo, qué bien conservada está a pesar de sus dos hijas, son sus idas al gimnasio tres veces por semana». Había seguido moviéndose milimétricamente, siempre con el temor creciente de despertar a su amiga; ahora, aterrada y feliz, sentía que, por momentos, al compás de su respectiva respiración, fragmentos de muslo, de nalga, de piernas de ambas se rozaban y, al instante, se apartaban. «Ahorita se va a despertar, Marisa, estás haciendo una locura.» Pero no retrocedía y seguía esperando —¿qué esperaba?—, como en trance, el próximo tocamiento fugaz. Su mano derecha continuaba posada en el muslo de Chabela y Marisa se dio cuenta de que había comenzado a transpirar.
En eso su amiga se movió. Creyó que se le paraba el corazón. Por unos segundos dejó de respirar; cerró los ojos con fuerza, simulando dormir. Chabela, sin moverse del sitio, había levantado el brazo y ahora Marisa sintió que sobre su mano apoyada en el muslo de aquélla se posaba la mano de Chabela. ¿Se la iba a retirar de un tirón? No, al contrario, con suavidad, se diría cariño, Chabela, entreverando sus dedos con los suyos, arrastraba ahora la mano con una leve presión, siempre pegada a su piel, hacia su entrepierna. Marisa no creía lo que estaba ocurriendo. Sentía en los dedos de la mano atrapada por Chabela los vellos de un pubis ligeramente levantado y la oquedad empapada, palpitante, contra la que aquélla la aplastaba. Temblando de pies a cabeza, Marisa se ladeó, juntó los pechos, el vientre, las piernas contra la espalda, las nalgas y las piernas de su amiga, a la vez que con sus cinco dedos le frotaba el sexo, tratando de localizar su pequeño clítoris, escarbando, separando aquellos labios mojados de su sexo abultado por la ansiedad, siempre guiada por la mano de Chabela, a la que sentía también temblando, acoplándose a su cuerpo, ayudándola a enredarse y fundirse con ella.
Marisa hundió su cara en la mata de cabellos que separaba con movimientos de cabeza, hasta encontrar el cuello y las orejas de Chabela, y ahora las besaba, lamía y mordisqueaba con fruición, ya sin pensar en nada, ciega de felicidad y de deseo. Unos segundos o minutos después, Chabela se había dado la vuelta y ella misma le buscaba la boca. Se besaron con avidez y desesperación, primero en los labios y, luego, abriendo las bocas, confundiendo sus lenguas, intercambiando sus salivas, mientras las manos de cada una le quitaban —le arranchaban— a la otra el camisón hasta quedar desnudas y enredadas; giraban a un lado y al otro, acariciándose los pechos, besándoselos, y luego las axilas y los vientres, mientras cada una trajinaba el sexo de la otra y los sentían palpitar en un tiempo sin tiempo, tan infinito y tan intenso.
Cuando Marisa, aturdida, saciada, sintió, sin poder evitarlo, que se hundía en un sueño irresistible, alcanzó a decirse que durante toda aquella extraordinaria experiencia que acababa de ocurrir ni ella ni Chabela —que parecía ahora también arrebatada por el sueño— habían cambiado una sola palabra. Cuando se sumergía en un vacío sin fondo pensó de nuevo en el toque de queda y creyó oír una lejana explosión.
Horas más tarde, cuando despertó, la luz grisácea del día entraba al dormitorio apenas tamizada por las persianas y Marisa estaba sola en la cama. La vergüenza la estremecía de pies a cabeza. ¿De veras había pasado todo aquello? No era posible, no, no. Pero sí, claro que había pasado. Sintió entonces un ruido en el cuarto de baño y, asustada, cerró los ojos, simulando dormir. Los entreabrió y, a través de las pestañas, divisó a Chabela ya vestida y arreglada, a punto de partir.
—Marisita, mil perdones, te he despertado —la oyó decir, con la voz más natural del mundo.
—Qué ocurrencia —balbuceó, convencida de que apenas se le oía la voz—. ¿Ya te vas? ¿No quieres tomar antes desayuno?
—No, corazón —repuso su amiga: a ella sí que no le temblaba la voz ni parecía incómoda; estaba igual que siempre, sin el menor rubor en las mejillas y una mirada absolutamente normal, sin pizca de malicia ni picardía en sus grandes ojos oscuros y con el cabello negro algo alborotado—. Me voy volando para alcanzar a las chiquitas antes de que salgan al colegio. Mil gracias por la hospitalidad. Nos llamamos, un besito.
Le lanzó un beso volado desde la puerta del dormitorio y partió. Marisa se encogió, se desperezó, estuvo a punto de levantarse pero volvió a encogerse y cubrirse con las sábanas. Claro que aquello había ocurrido, y la mejor prueba de ello es que estaba desnuda y su camisón arrugado y medio salido de la cama. Alzó las sábanas y se rio viendo que el camisón que le había prestado a Chabela estaba también allí, un bultito junto a sus pies. Le vino una risa que se le cortó de golpe. Dios mío, Dios mío. ¿Se sentía arrepentida? En absoluto. Qué presencia de ánimo la de Chabela. ¿Habría ella hecho cosas así, antes? Imposible. Se conocían hacía tanto tiempo, siempre se habían contado todo, si Chabela hubiera tenido alguna vez una aventura de esta índole se la habría confesado. ¿O tal vez no? ¿Cambiaría por esto su amistad? Claro que no. Chabelita era su mejor amiga, más que una hermana. ¿Cómo sería en adelante la relación entre las dos? ¿La misma que antes? Ahora tenían un tremendo secreto que compartir. Dios mío, Dios mío, no podía creer que aquello hubiera ocurrido. Toda la mañana, mientras se bañaba, vestía, tomaba el desayuno, daba instrucciones a la cocinera, al mayordomo y a la empleada, en la cabeza le revoloteaban las mismas preguntas: «¿Hiciste lo que hiciste, Marisita?». ¿Y qué pasaría si Quique se enteraba de que ella y Chabela habían hecho lo que hicieron? ¿Se enojaría? ¿Le haría una escena de celos como si lo hubiera traicionado con un hombre? ¿Se lo contaría? No, nunca en la vida, eso no debía saberlo nadie más, qué vergüenza. Y todavía a eso del mediodía, cuando llegó Quique de Arequipa y le trajo las consabidas pastitas de La Ibérica y la bolsa de rocotos, mientras lo besaba y le preguntaba cómo le había ido en el directorio de la cervecería —«Bien, bien, gringuita, hemos decidido dejar de mandar cervezas a Ayacucho, no sale a cuenta, los cupos que nos piden los terroristas y los seudoterroristas nos están arruinando»—, ella seguía preguntándose: «¿Y por qué Chabela no me hizo la menor alusión y se fue como si no hubiera pasado nada? Por qué iba a ser, pues, tonta. Porque también ella se moría de vergüenza, no quería darse por entendida y prefería disimular, como si nada hubiera ocurrido. Pero sí que había ocurrido, Marisita. ¿Volvería a suceder otra vez o nunca más?».
Estuvo toda la semana sin atreverse a telefonear a Chabela, esperando ansiosa que ella la llamara. ¡Qué raro! Nunca habían pasado tantos días sin que se vieran o se hablaran. O, tal vez, pensándolo bien, no era tan raro: se sentiría tan incómoda como ella y seguro aguardaba que Marisa tomara la iniciativa. ¿Se habría enojado? Pero, por qué. ¿No había sido Chabela la que dio el primer paso? Ella sólo le había puesto una mano en la pierna, podía ser algo casual, involuntario, sin mala intención. Era Chabela la que le había cogido la mano y hecho que la tocara allí y la masturbara. ¡Qué audacia! Cuando llegaba a ese pensamiento le venían unas ganas locas de reírse y un ardor en las mejillas que se le deberían haber puesto coloradísimas.
Estuvo así el resto de la semana, medio ida, concentrada en aquel recuerdo, sin darse cuenta casi de que cumplía con la rutina fijada por su agenda, las clases de italiano donde Diana, el té de tías a la sobrina de Margot que por fin se casaba, dos comidas de trabajo con socios de Quique que eran invitaciones con esposas, la obligada visita a sus papás a tomar el té, al cine con su prima Matilde, una película a la que no prestó la menor atención porque aquello no se le quitaba un instante de la cabeza y a ratos todavía se preguntaba si no habría sido un sueño. Y aquel almuerzo con las compañeras de colegio y la conversación inevitable, que ella seguía sólo a medias, sobre el pobre Cachito, secuestrado hacía cerca de dos meses. Decían que había venido desde Nueva York un experto de la compañía de seguros a negociar el rescate con los terroristas y que la pobre Nina, su mujer, estaba haciendo terapia para no volverse loca. Cómo estaría de distraída que, una de esas noches, Enrique le hizo el amor y de pronto advirtió que su marido se desentusiasmaba y le decía: «No sé qué te pasa, gringuita, creo que en diez años de matrimonio nunca te he visto tan aguada. ¿Será por el terrorismo? Mejor durmamos».
El jueves, exactamente una semana después de aquello que había o no había pasado, Enrique volvió de la oficina más temprano que de costumbre. Estaban tomando un whisky sentados en la terraza, viendo el mar de lucecitas de Lima a sus pies y hablando, por supuesto, del tema que obsesionaba a todos los hogares en aquellos días, los atentados y secuestros de Sendero Luminoso y del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, los apagones de casi todas las noches por las voladuras de las torres eléctricas que dejaban en tinieblas a barrios enteros de la ciudad, y las explosiones con que los terroristas despertaban a medianoche y al amanecer a los limeños. Estaban recordando haber visto desde esta misma terraza, hacía algunos meses, encenderse en medio de la noche en uno de los cerros del contorno las antorchas que formaban una hoz y un martillo, como una profecía de lo que ocurriría si los senderistas ganaban esta guerra. Enrique decía que la situación se estaba volviendo insostenible para las empresas, las medidas de seguridad aumentaban los costos de una manera enloquecida, las compañías de seguros querían seguir subiendo las primas y, si los bandidos se salían con su gusto, pronto llegaría el Perú a la situación de Colombia donde los empresarios, ahuyentados por los terroristas, por lo visto se estaban trasladando en masa a Panamá y a Miami, para dirigir sus negocios desde allá. Con todo lo que eso significaría de complicaciones, de gastos extras y de pérdidas. Y estaba precisamente diciéndole «Tal vez tengamos que irnos también nosotros a Panamá o a Miami, amor», cuando Quintanilla, el mayordomo, apareció en la terraza: «La señora Chabela, señora». «Pásame la llamada al dormitorio», dijo ella y, al levantarse, oyó que Quique le decía: «Dile a Chabela que llamaré uno de estos días a Luciano para vernos los cuatro, gringuita».
Cuando se sentó en la cama y cogió el auricular, le temblaban las piernas. «¿Aló Marisita?», oyó y dijo: «Qué bueno que llamaras, he estado loca con tanto que hacer y pensaba llamarte mañana tempranito».
—Estuve en cama con una gripe fuertísima —dijo Chabela—, pero ya se me está yendo. Y extrañándote muchísimo, corazón.
—Y yo también —le contestó Marisa—. Creo que nunca hemos pasado una semana sin vernos ¿no?
—Te llamo para hacerte una invitación —dijo Chabela—. Te advierto que no acepto que me digas que no. Tengo que ir a Miami por dos o tres días, hay unos líos en el departamento de Brickell Avenue y sólo se arreglarán si voy en persona. Acompáñame, te invito. Tengo ya los pasajes para las dos, los he conseguido gratis con el millaje acumulado. Nos vamos el jueves a medianoche, estamos allá viernes y sábado, y regresamos el domingo. No me digas que no porque me enojo a muerte contigo, amor.
—Por supuesto que te acompaño, yo feliz —dijo Marisa; le parecía que el corazón se le saldría en cualquier momento por la boca—. Ahorita mismo se lo voy a decir a Quique y si me pone cualquier pero, me divorcio. Muchas gracias, corazón. Regio, regio, me encanta la idea.
Colgó el teléfono y permaneció sentada en la cama todavía un momento, hasta calmarse. La invadió una sensación de bienestar, una incertidumbre feliz. Aquello había pasado y ahora ella y Chabela se irían el jueves próximo a Miami y por tres días se olvidarían de los secuestros, el toque de queda, los apagones y toda esa pesadilla. Cuando volvió a reaparecer en la terraza, Enrique le hizo una broma: «Quien a sus solas se ríe, de sus maldades se acuerda. ¿Se puede saber por qué te brillan así los ojos?». «No te lo voy a decir, Quique», coqueteó ella con su marido, echándole los brazos al cuello. «Ni aunque me mates te lo digo. Chabela me ha invitado a Miami por tres días y le he dicho que si no me das permiso para acompañarla, me divorcio de ti.»
II. Una visita inesperada
Apenas lo vio entrar en su despacho, el ingeniero Enrique Cárdenas —Quique para su mujer y sus amigos— sintió una extraña incomodidad. ¿Qué le molestaba en el periodista que se acercaba a él con la mano extendida? ¿Sus andares tarzanescos, braceando y contoneándose como rey de la selva? ¿La sonrisita ratonil que le encogía la frente bajo esos pelos engominados y aplastados sobre su cráneo como un casco metálico? ¿El apretado pantalón de corduroy morado que le ceñía como un guante el angosto cuerpecito? ¿O esos zapatos amarillos con gruesas plataformas para hacer crecer su figura? Todo en él le pareció feo y huachafo.
—Mucho gusto, ingeniero Cárdenas —le alcanzó una mano blandita y pequeña que humedeció la suya con su sudor—. Al fin me permite usted estrechar esos cinco, luego de tanto insistir.
Tenía una vocecita chillona y parecía burlándose, unos ojos pequeñitos y movedizos, un cuerpecillo raquítico y Enrique advirtió, incluso, que apestaba a sobacos o pies. ¿Era por su olor que de entrada le caía tan mal este sujeto?
—Lo siento, ya sé que ha llamado muchas veces —se disculpó, sin mucha convicción—. No puedo recibir a toda la gente que me llama, no se imagina usted lo recargada que es mi agenda. Asiento, por favor.
—Me lo imagino muy bien, ingeniero —dijo el hombrecillo; sus zapatones de tacones altos chirriaban y llevaba un saquito azul muy entallado y una corbata tornasolada que parecía acogotarlo. Todo en él era diminuto, incluida su voz. ¿Qué edad podía tener? ¿Cuarenta, cincuenta años?
—¡Qué vista fantástica tiene desde aquí, ingeniero! ¿Aquello del fondo es el cerro San Cristóbal, no? ¿Estamos en el piso veinte o veintiuno?
—El veintiuno —precisó él—. Ha tenido usted suerte, hoy hay sol y se puede gozar de la vista. Lo normal en esta época es que la neblina desaparezca toda la ciudad.
—Debe darle una sensación de poder enorme tener Lima a sus pies —bromeó el visitante; sus ojitos pardos se movían, azogados, y todo lo que decía, le pareció a Quique, delataba una profunda insinceridad—. Y qué elegante oficina, ingeniero. Permítame echarles un vistazo a esos cuadritos.
Ahora, el visitante se paseaba examinando con toda calma los dibujos mecánicos de tuberías, poleas, pistones, tanques de agua y surtidores con que la decoradora Leonorcita Artigas había adornado las paredes del escritorio con el argumento: «¿No parecen grabados abstractos, Quique?». La gracia de Leonorcita, que al m ...
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