Una aventura pasada de tiempo.
(En 3ª Persona) (663 palabras)
J. I. Velasco Montes.

Él tenía poco sentido común, no tenía miedo, y siempre se disponía a hacer cualquier cosa que se saliera de lo normal. Al fin y al cabo, apenas acababa de cumplir diez años, y no era su primera aventura con suerte.
Nunca hizo caso, al menos demasiado, a las cosas que le decíamos sus amigos. Era a sus amigos de más edad a los que siempre trataba de sorprender con algo que le hicieran subir en nuestra apreciación, por su robustez de ser capaz de hacer cosas, para él sencillas, pero para nosotros inverosímiles.
El día que recibimos su carta invitándonos a lo que iba a hacer, nos asustamos pues supusimos que sería alguna de las genialidades del que deseaba crecer y ser un adulto valiente adelantándose en su tiempo real.
Acudimos en grupo al exterior de la ciudad, en la zona de la muralla que nos indicaba. Al llegar lo vimos escalando aquellos 60 o 70 metros en vertical. Llevaba una cuerda amarrada al cinturón de los pantalones. Arriba en el borde, dos de sus amigos, mantenían la cuerda tensa a modo de lo que habían visto en un documental que acompañaba a una película recién estrenada.
–Está loco –grito Olegario que se preparaba, a principio de octubre, para irse a Zaragoza para iniciar su carrera militar. – ¡Se va a matar!
Lo aceptamos, pero qué podíamos hacer. Mirábamos más asustados que el escalador que, como si se paseara por el pasillo de su casa, subía y subía clavando los dedos y las puntas de los zapatos en los espacios del muro de basta piedra y ascendía a un ritmo que nos sorprendía para su edad.
Cuando vimos que la cuerda le abandonaba, y subía dejándole a mitad de escalada, se nos encogió el alma a los que éramos sus amigos. Olegario, el más adulto de todos nosotros, tenía hasta novia, y salió corriendo a la vez que gritaba.
–Voy por los bomberos. Decidle que no se mueva.
Le gritamos que no se moviera y es evidente que nos escuchó. Un rato después la campana de los bomberos se escuchó en la lejanía. Entre y con ellos regresaba Olegario.
Era el coche grande, el de la tremenda escalera para los incendios de pisos altos.
No se sabe cómo, pero el número de personas crecía con ese afán de ver lo que signifique peligro, sangre, muerte o cualquier cosa que llene la morbosidad que, en su interior, tiene la mayoría de los humanos.
La escalera, con un bombero en su punta, se fue acercando mientras el valiente y estúpido chaval, cual una araña, pegado a la piedra, sólo, suponemos, respiraba.
El bombero, un joven fuerte, lo abrazó y se lo llevó hacia la escalera. El público gritó y aplaudió.
Cogiéndolo por la cintura, el bombero lo puso de espaldas, con el culo en alto y su mano derecha palmeó con fuerzas sus posaderas durante un buen rato. El salvado, nos miraba y nos hacia señas levantando el pulgar como los pilotos en las películas de guerra, ajeno a la paliza que le prodigaba el bombero, pero satisfecho por su expresión, de su heroicidad.
Hacia rato que los reporteros del periódico “HOY”, tomaban fotos, hablaban con el público en una encuesta para rellenar la primera página, pues sería la mejor noticia del día. Realizaban su trabajo de forma muy profesional.
Al bajarlo, la policía municipal se hizo cargo de él. Pensamos y deseábamos ver que lo esposaran. Pero no lo hicieron.
– ¿Por qué no lo esposan? –Pregunto uno de nosotros.
–Es un menor. No pueden hacerlo. –Explicó Olegario, el más maduro de nosotros.
Los municipales lo metieron en su coche y desaparecieron haciendo sonar la sirena.
Al día siguiente, se reunió con nosotros. Traía el “HOY” y la mejillas rojas e inflamadas por el cariño paternal, pero tenía claro lo que debía decir, y eso hizo:
– ¡Os dais cuenta, que soy el más hombre de todos vosotros!
No hubo respuesta. Todos supusimos que no existía. ¿Qué decir ante ese hecho? Y lo entero que seguía, a pesar de los pesares, y de lo que pagaría su padre por el uso de los bomberos.