Tenía una cita a las seis de la tarde, una cita con sabor a amapolas y lirios frescos, un encuentro plagado de magia, algo que se venía produciendo desde no recordaba cuándo, tal vez hacía semanas o tal vez meses, no podría precisarlo, porque el tiempo se le iba de las manos sin sentirlo y se escurría como polvo ceniciento entre los dedos aposentándose en láminas muy delgadas sobre la vida, su vida, un poco tibia y un poco seca. A lo largo del día, su mente y su corazón se devanaban en sueños profundos y apretados, ríos de arena que se estiraban en flecos de nostalgia, deseando que llegara la hora mágica, la hora maravillosa en que saldría al jardín y se encontraría con su amado.
Empezó a arreglarse despacio, con cuidado y esmero, un puntito de ternura, mientras en su alma se formaba una madeja de somnolencias prietas, similares a puños muy pequeños en los que recogía inmensos ramos de ilusiones desparramadas.
Dado que la habitación carecía de espejo, le fue imposible contemplar su rostro y su cuerpo, pero se imaginó bella porque se sentía bella, como nunca antes se había sentido. La luz del atardecer le hizo arrumacos en la piel llenándola de chispitas tenues. Se vio peinada de soles y lunas, y vestida de estrellas. Se vio radiante, esplendorosa, espectacular, única.
Todo había empezado sin saber cómo, una tarde de lirios y azucenas en la que una brocha guiada por manos invisibles pintaba el cielo de colores malvas un tanto descabalados. Y aquel día salió al jardín, como siempre, y paseó, como siempre, recorrió senderos, pateó veredas, acarició flores, y allá en la lejanía, medio oculto por unos pinos frondosos en forma de sueños, apareció él. Lo vio allí, allí lo encontró, callado, quieto, tan dulce y sereno, sumido en un silencio infinito, y a ella le pareció que sonreía, le pareció que le hacía señas y la llamaba. Y ella se acercó, se miraron con ojos ardientes de somnolencias, se saludaron un poco tímidos, y empezaron a charlar, primero del tiempo, tan esplendoroso a esas alturas del año, y después de otros temas diversos, de sus vidas, de sus pesares, de sus recuerdos. Parecía un hombre serio y educado. Parecía… distinto. Y tenía nombre de flor.
Era una pena no tener perfume, porque un toque de perfume hubiera impregnado con chorros de alegría su piel, pero lo supliría con el aroma de las rosas, los jazmines y los nenúfares recién nacidos en el jardín. Era una pena no tener un vestido más elegante o unos zapatos más sofisticados, o incluso alguna joya, aunque fuera pequeña. Desde su conocimiento, desde sus encuentros, desde la primera vez que se vieron y se hablaron, hubiera deseado poseer un sinfín de objetos para engalanar su cuerpo y mostrarse más bella a los ojos de su amado. Hubiera querido adornarse de lunas nuevas y vestirse de bruma callada para, en silencio, acercarse a aquel hombre y desplegar sus encantos. Pero carecía de todo aquello con lo que se adornan las mujeres para resaltar su hermosura. Porque ella era hermosa, estaba segura, y ahora más que nunca, con el amor saltando y brincando por todas sus venas.
Se arregló como pudo, dada la escasez de elementos con los que contaba.
Él era dulce. Y sonreía como nadie. Y le contaba historias. Le hablaba de su vida y de su alma, y él escuchaba, también como nadie la había escuchado hasta ese momento. Y las horas pasaban sin sentir, porque el tiempo a su lado parecía humo. Por eso ansiaba la llegada de la tarde, para verse, para encontrarse de nuevo, para compartir cientos de secretos y de añoranzas.
Se acercó a la ventana de su habitación y contempló el jardín. Los parterres reventaban henchidos de flores.
Debía faltar muy poco tiempo para las seis.
Se pasó los dedos por el cabello para componerlo, porque tampoco tenía peine. Una serie de ruidos confusos taladraron sus oídos.
Había llegado la hora, por fin, las seis de la tarde, el momento de la reunión con su amado. Y suavemente, como transportada por los hilos calientes de la pasión, se acercó a la puerta ahora abierta y salió al pasillo. Bajó las escaleras hasta la planta baja, junto con algunas de sus compañeras, y el jardín la recibió con una cascada de soles ocultos tras las ramas de los árboles.
Su corazón rebosaba. Iba a verlo de nuevo, iban a hablar, a contarse nimiedades, las pequeñas cosas de la vida, secretos, confidencias, y allí estaría él, tan gallardo, tan firme, tan elegante, con sus ojos oscuros y su barba poblada, y una sonrisa tierna rebosando en sus labios. El día merecía la pena tan sólo por esos momentos.
Su alma era un cúmulo de sensaciones subiendo y bajando, como una noria fabricada de nostalgias, alegrías y sueños. Muchos, muchísimos sueños.
Anduvo directamente, sin necesidad de nadie a su lado, y se dirigió hacia la zona trasera del jardín, donde se elevaban los pinos. El resto de sus compañeras permaneció en la parte delantera dispersándose hasta la verja de color verde. Estaba cerca, a unos minutos, a unos pasos. El aire parecía más tierno, como si estuviera plagado de caricias, como si unos dedos suaves acariciaran su piel y la cubrieran de primavera, y el viento más limpio, y la luz más nítida, y sus sienes… sus sienes se asemejaban a un timbal de sentimientos desorbitados.
Tras los pinos, una rotonda.
Su corazón empezó a palpitar con más fuerza y por unos instantes pensó que iba a salir corriendo por las veredas y tendría que correr para alcanzarlo. Allí estaría él, su adorado, a unos segundos, esperando, queriéndola, escuchándola, amándola como jamás nadie la había amado.
En la rotonda, un parterre plagado de flores, especialmente petunias que albergaban toda la gama de colores del universo.
Sí, allí estaba, aguardando, aguardándola.
Una inmensa sonrisa iluminó el rostro de aquella mujer delgada y triste, construida de soledades y silencios.
En el centro de la rotonda, sobre un pedestal de piedra, se erigía una estatua de mármol negro.
La mujer avanzó unos pasos y se detuvo en seco. Sus labios se abrieron repletos de luceros y sombras.
La estatua se levantaba majestuosa. Representaba a un hombre de unos cincuenta y muchos años, tal vez sesenta, alto, serio, cabal, firme, los ojos perdidos, la nariz recta, los labios finos, la barba poblada. Tenía el cabello ondulado y un poco largo. En sus manos sostenía lo que podría ser un legajo o un documento.
Ella, ahora parada ante aquel ser inerte, lo contempló arrobada, como transportada por un millón de estrellas hacia alturas infinitas.
En el centro del pedestal había una placa dorada en la que podía leerse: Don Jacinto Santoña Prados.
La mujer formada de tristezas permaneció quieta, como queriendo disfrutar de aquel instante mágico.
La estatua de Don Jacinto Santoña Prados, el fundador y promotor del Centro, tenía los ojos perdidos en el infinito.
Y a ella le pareció que el entorno se hacía luminoso, una especie de paraíso terrenal para los amantes, para los enamorados, para ellos dos solos porque, en ese momento, estaban solos. Todo había desaparecido a su alrededor. Y allí permaneció hablando y hablando con Don Jacinto, y explicando sus cuitas, sus dolores y sus pesares a su amado, a su silencioso y querido admirador con el cuerpo erguido y con nombre de flor. Y el tiempo se derritió como niebla entre sus dedos.
La tarde se desgajaba lentamente en el cielo.
Sonó una sirena. La mujer miró a Don Jacinto y, guardándose una sonrisa en el borde de los labios, se despidió de él hasta el día siguiente a las seis. Dio media vuelta y dirigió sus pasos hacia la gran casa blanca, con el alma henchida de sensaciones y deseos.
Las puertas del Centro Psiquiátrico se cerraron a sus espaldas mientas una aguja grandiosa e invisible hilvanaba los bordes del cielo con puntadas muy pequeñas.
Relato del libro “Cuentos con sabor a vainilla”
©Blanca del Cerro
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