Una Laura Extraña (Cuento)

Por Esteban Herrera Iranzo

A mis sesenta años largos, no he sabido de alguien que haya vivido una pasión tan desenfrenada por los gallinazos –, esos pequeños buitres de los que se dice que comen de todos y nadie come de ellos –, como la mía cuando era apenas un niño de unos diez años. Por eso aquella mañana, cuando Joaquín De las Salas y su esposa, Teresa La Madrid, llegaron a mi casa de Los Andes, un modesto barrio de Barranquilla en que vivía yo entonces, corrí hasta él y lo abracé sin tomar en cuenta que era la primera vez que lo veía. Joaquín De las Salas era un viejo gordo, de regular estatura, del que se decía era el mejor conocedor de gallinazos de la región, en tanto que Teresa La Madrid era una viejona baja y delgada, de algún renombre en la ciudad por ser una gran defensora de los derechos de la mujer.

Ellos eran conocidos de mi padre porque hacía algún tiempo habían trabajado con él en la Naviera Fluvial Colombiana.

Los Andes para aquel tiempo se hallaba entre dos montes de renombre en la ciudad, uno de ellos, el más extenso, conocido como “La Remonta” — precisamente porque en él había quedado la remonta del batallón “La popa” cuando este tenía su sede en la ciudad –, lo separaba, por el lado oriental, de “San Isidro”, un barrio que había nacido muchos años antes. El otro, “La María”, era una franja larga y angosta que lo separaba, por el lado occidental, de San Felipe, un barrio más o menos contemporáneo con San Isidro. Y sucedía que, tanto los vecinos del barrio como mis compañeros de la escuela en que yo estudiaba, eran, en su mayoría, descendientes de campesinos de la región que habían llegado a la ciudad durante la depresión de los años treinta; y desde luego que no era raro el que estos montes significaran tanto para ellos como para mí, dos lugares en los que podíamos encontrar nuestra distracción predilecta: cazar pájaros silvestres con cogederas y atinar, con una cauchera, a cuanto lobo pollero nos aparecía al paso.

De modo que yo iba con frecuencia a ellos en mis ratos libres, unas veces con aquellos, y otras, solo.

Y tanto en uno como en otro abundaban los gallinazos, pues cuando en un barrio del sector moría un perro o un gato, por ejemplo, el dueño lo amarraba por las patas con una cabuya, y, ante la mirada de los vecinos, que lo veían como algo natural, lo arrastraba hasta el que más cerca le quedaba, y allí lo dejaba al arbitrio de ellos, que esperaban a que en dos o tres días ganara el punto de descomposición más apetecible. No obstante, era tal el desprecio que muchos sentían por los buitres, que cuando uno de estos se posaba en el techo de una casa y un niño le asestaba con su cauchera una pedrada en el cuerpo que lo hacía emprender el vuelo bajo el más espantoso dolor, se hacían los desentendidos. Y es que para ellos los gallinazos no eran más que animales puercos, a los que la naturaleza ha condenado a comer inmundicias. Eran muy pocos, en realidad, los que pensaban que el consumo de tal carroña por parte de estos, podría evitar la propagación de muchas enfermedades.

Yo, por mi parte, veía en los gallinazos la manera ideal de dar rienda suelta a esa inexplicable curiosidad con que viene al mundo, y que a tantas conclusiones agradables y perturbadoras me ha llevado; y por esto, puedo decir que mi contacto con ellos era permanente. En efecto, un olor fétido proveniente de uno de estos montes, significaba para mí una gran oportunidad para observarlos detenidamente.

Había, sin embargo, dos cosas en ellos a las que yo no les encontraba explicación: una era el que muchas veces volaban alrededor del cadáver de un animal putrefacto, y no bajaban hasta él a comérselo, sino que seguían volando, como si algo se los estuviera impidiendo.

Y, la otra, que, muchas veces, en el lugar en que se hallaban devorando a un animal, había uno de ellos muerto. Y esto me intranquilizaba porque yo quería saber qué era realmente lo que sucedía en uno y otro caso -. ¿Qué será lo que les impide comerse al animal? ¿Será que este gallinazo murió peleando con los otros por su comida? –, eran las preguntas que yo me hacía.

Un día, en horas de la mañana, yo caminaba por la Remonta con mi cauchera en la mano, cuando sentí un olor fétido que venía de la parte trasera, en la que se encontraba un Jagüey que el batallón había elaborado para que sus bestias saciaran la sed. Miré hacia arriba y vi una manada de gallinazos que volaba a la redonda, sin descender hasta lo que debía ser el cadáver de algún animal, así que caminé hasta el lugar y vi algo que me llamó la atención: A unos diez metros del jagüey había un buitre, mucho más grande que un gallinazo, devorando a un perro muerto. El animal poseía un plumaje blanco y una cresta roja que lo dotaban de una belleza impresionante.

Paralizado por la curiosidad, vi cómo este comió de aquel durante un rato y luego voló hasta un Guamacho que había a unos veinte metros, y se posó en una de sus ramas. Y allí, con sus patas y alas entreabiertas, llevó la mirada a la manada, que seguía volando a su alrededor, y, justamente, cuando aquella comenzaba un rápido descenso hacia el perro, alzó el vuelo y se alejó.

Caminé a casa pensando que, si contaba a mi madre lo que había visto, tal vez ella, que era una gran conocedora de animales, podría ayudarme a identificar al ave.

Al llegar la encontré en la cocina preparado unos alimentos para el almuerzo, así que le hablé de una vez del tema –. ¡Es una Laura! –, me dijo.

– ¿Una Laura? ¿Qué es una Laura? – le pregunté.

– ¡Un gallinazo! – me respondió.

– ¡No puede ser! Ese animal es muy bello para ser un gallinazo –, interpuse.

– Lo es -, afirmó ella -, la Laura es el jefe de la manada y es el que primero come del muerto y después se aleja de él para que los otros también puedan hacerlo.

– Oh – exclamé, recordando que, ciertamente, mientras el animal comía, aquellos volaban a su alrededor, y solo cuando él voló al Guamacho descendieron al perro.

– Si alguno intentara comer antes que él, recibe su castigo –, agregó mi madre.

- ¿Castigo?, pero, ¿cómo? – Él lo mata de un picotazo, pues es más fuerte que todos ellos.

– Oh -, me dije, pensando que quizás los gallinazos que yo había visto muertos, cuando otros devoraban a un animal, habían sido castigados por una Laura. Parecía entonces que las respuestas de mi madre habían resuelto mis dos interrogantes.

Una tarde, sin embargo, caminaba yo por las afueras de la Remonta sin la menor intensión de adentrarme en él, cuando sentí un olor fétido muy penetrante, como el de un animal muerto que acaba de reventar, y vi cómo unos gallinazos, que volaban por los aires, descendían en la parte oriental, muy cerca de donde empezaba su límite con San Isidro. Fue tal mi curiosidad que sentí que algo, mucho más fuerte que yo, me empujaba a ir hacia el lugar, así que saqué un pañuelo del bolsillo, lo llevé a mis narices y me dirigí a él.

A medida que yo avanzaba sentía que la fetidez era más insoportable, así que caminé hasta una loma de tierra que había en el centro del monte, a una distancia de unos ciento veinte metros del lugar en que debían encontrarse aquellos.

Subí a ella y desde allí pude ver algo que me estremeció: unos gallinazos que se hallaban acompañados de una Laura, devoraban las carnes del cadáver de un burro -. ¡No puede ser! -, me dije, pues según había oído de mi madre, una Laura nunca come en compañía de otros gallinazos. Y algo más, vi cómo el animal extrajo una presa del estómago del burro, y, un gallinazo, que se hallaba a su lado, se la arrebató del pico sin que hiciera el menor intento por recuperarla. Él, por el contario, volvió a aquel y extrajo de su estómago otra presa que apuró en segundos.

Fue tal mi desconcierto ante este nuevo cuadro, que caminé a casa haciéndome un sin número de preguntas a las que no encontraba la menor respuesta.

Cuando llegué le conté a mi madre lo que había visto. Recuerdo que me miró con un rostro que mostraba una gran confusión. – Caramba, es algo muy raro. La Laura es un animal orgulloso y solitario, que no acepta la amistad de los otros gallinazos. No le gusta juntarse con ellos –, me dijo.

Sentí tristeza, desde luego, pues lo que yo creía tener claro ya, había vuelto a oscurecerse.

Al caer la tarde mi padre llegó a casa, así que corrí a él y le hablé del caso, y de lo que mi madre me había dicho. — Caramba, si no lo sabe ella que conoce mucho de animales, no creo que lo que yo pueda decirte valga realmente la pena –, me dijo mientras me miraba con un gesto que delataba la gran preocupación que le producía el no poder satisfacer mi inquietud -. ¿Estás seguro de que es una Laura? -, me preguntó, sin embargo.

– Desde luego, la vi muy bien–, le respondí.

– Es un caso muy raro puesto que los animales siguen rigurosamente los lineamientos que por su naturaleza les corresponde -, dijo él entonces.

Los días pasaron sin que yo pudiera encontrar la explicación que mi mente pedía a gritos, y esto fue llevándome, a grandes pasos, a un estado emocional que no me dejaba dormir ni concentrarme en los estudios ni en ninguna otra actividad que nada tuviera que ver con los gallinazos.

Una tarde mi padre llegó a casa muy contento -. Hoy hablé con un amigo que conoce mucho de gallinazos -, me dijo -. Tal vez él pueda ayudarte >>

 

Joaquín De las Salas y Teresa La Madrid tomaron asiento en dos butacas que esta se apresuró a juntar, y yo al frente de ellos, en una pequeña mecedora que para esos días mi padre me había comprado.

– Lo felicito-, me dijo Joaquín De las salas mientras movía de un lado a otro unas posaderas grandes y panchas que le impedían acomodarse en la butaca – En verdad no es algo común encontrar alguien que a tan corta edad pudiera estar interesado en los gallinazos.

Sus palabras provocaron en mi tal emoción que apenas alcancé a sonreír.

– Reconozco que usted me ha ganado -, prosiguió -. Mi pasión por ellos comenzó cuando yo tenía ya unos diecisiete años.

 – Gracias don Joaquín –, le dije.

– Desde entonces me he dedicado a ellos en cuerpo y alma -, continúo mientras volvía a mover de un lado a otro sus anchas posaderas para buscar un mejor acomodo.

– Estudiándolos fue que pude encontrar mi filosofía de vida.

Teresa La Madrid, que lo miraba con el rabo del ojo, apretó los labios. – Bonita filosofía -, dijo entre dientes y con un pronunciado acento de ironía.

Joaquín de Las salas la miró extrañado y luego llevó la vista a mí. -. Ajá, y que es lo que quiere saber de ellos – me preguntó.

– Hábleme de la Laura -, le respondí.

– Oh, ya, ya. Para eso tendríamos que ir al principio -, dijo mientras volvía a mover sus posaderas hacia uno y otro lado.

– Los gallinazos son aves que ponen dos huevos, de los que nacen dos polluelos blancos, uno macho y el otro hembra. A medida que estos van creciendo su plumaje va cambiando a negro, hasta quedar completamente de este color.

– Oh eso no lo sabía —, le dije. Y es que a mí nadie me había dicho que los gallinazos nacen blancos.

– Sin embargo –, continuó Joaquín De las Salas –, se da un caso muy curioso en estos animales, y es que de cada doscientos nidos aproximadamente, nace uno que no cambia su color blanco, y que se desarrolla mucho más que los otros. Es este al que llamamos Laura, y al que ellos reconocen como su rey.

– Oh, que emocionante -, grité. Joaquín De las Salas había empezado a hablar de los gallinazos como un verdadero maestro, y eso me llenaba de tal alegría que mis pelos comenzaron a ponerse de punta.

– Y es él, precisamente, el que impone el orden en la manada -, prosiguió.

– Bueno, sí -, me dije -. Ya eso me lo había dicho mi madre. Pero, ¿cómo podría explicarse entonces el que yo hubiera visto una Laura que se dejó quitar su comida del pico de otro gallinazo sin imponer ese orden de que él me estaba hablando? Joaquín, que tenía la mirada clavada en mí, frunció el ceño, como en una expresión de extrañeza – Veo que hay algo que no le cuadra, ¿cierto?

– Así es – le respondí. Y enseguida le expuse el caso.

Con el ceño fruncido aún, Joaquín De las Salas echó el cuerpo hacia atrás, recostó la espalda a la butaca y miró hacia arriba, como tratando de encontrar una explicación a lo que yo le había contado. Y, habiendo transcurrido algunos segundos, volvió el cuerpo hacia adelante – Oh, ya, ya, dijo -. Había olvidado decirle que no toda Laura es macho, las hay hembras también.

– Oh, – me dije. Y es que esto tampoco lo sabía.

– Y fue seguramente una Laura hembra lo que usted vio. Ella se diferencia del macho en que su cuerpo y la cresta son más pequeños, es decir como el de un gallinazo común.

– Oh, tal vez la distancia a que me hallaba de los animales ese día y mi falta de conocimiento sobre las Lauras me habían impedido ver esa diferencia -, me dije.

Teresa La Madrid volvió a mirarlo con el rabo del ojo, pero no hizo expresión alguna que pudiera dar a entender que el tema seguía disgustándole. Joaquín De las Salas la miró también, movió sus posaderas de un lado a otro, y volvió la vista a mí.

– Otra característica de la Laura hembra es que es confianzuda con los gallinazos -, prosiguió.

Teresa La Madrid lo miró y volvió a apretar los labios.

– Una Laura macho no hubiera permitido que un gallinazo se le acerque siquiera, porque él si se da a respetar, Agregó él.

Teresa La Madrid abrió los ojos casi hasta desorbitarlos -. Claro, porque hasta en esos animales puercos hay siempre uno como tú, que piensa que, por ser el macho más fuerte, todos tienen que obedecerlo -, le dijo con rabia.

Joaquín De las Salas la miró con el rostro confundido -. ¿Qué sucede Teresa? ¿Por qué dices eso? Pero ella, que estaba iracunda, lo agarró a cocotazos -. Y lo peor, enseñándoselo al niño para que mañana sea igual a ti -, le gritó.

– ¿Pero ¿qué es lo que sucede Teresa?  ¡Contrólate! -, gritó Joaquín de las Salas mientras trataba de agarrarle las manos.

Yo, poseído por un pavor que comenzaba a erizarme los pelos, los miraba y me culpaba de haber causado una discusión que ni alcanzaba a entender.

FIN

 

 

 

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