Una Patada Misteriosa (Crónica)

Por Esteban Herrera Iranzo

Hoy, hablar de una patada no es cosa que pudiera interesar mucho en un mundo en el que la gente parece estar centrada solo en la búsqueda de lo nuevo. Mas si yo dijera que quiero referirme a una patada de la que nadie jamás hubiera imaginado las consecuencias inmediatas que ocasionaría a quien la recibió, ni las posteriores de quienes de una manera accidental la presenciamos sin mayor explicación que la que nuestra mente confundida pudiera darnos en el momento, quizás algunos se interesarían en estas líneas que hoy escribo. Y, más aún, si dijera que solo después de cincuenta años pude encontrar una razón coherente de tal suceso, serían muchos, sin dudas, los que se animarían a seguir leyendo.

En efecto, hace dos años estuve de visita en la Arenosa y fui a casa de Jairo De la Rosa, un amigo de adolescencia que había regresado de la capital después de vivir muchos años en ella, y a quien Dios había sentenciado también al infortunio de presenciar la patada a la que me refiero, y, cuál sería su sorpresa cuando al calor de dos tazas de café que Rita, su mujer, nos preparó, le dije que por fin había logrado aclarar ese gran misterio que desde hacía tanto venía carcomiendo, poco a poco, cada pedazo de mi ser.

Jairo me miró con aquella atención de quien quiere escuchar algo de alguien que jamás ha tragado entero. Por supuesto, nunca he sido aquel que, caminando por un lugar cualquiera, pisa un pedazo de palo viejo, y, después de trastrabillar de un lado a otro por la inestabilidad que este ha producido a su cuerpo, continúa su camino como si nada, pues lo que ha pisado es un mísero objeto que nada le dice. No, soy muy diferente, yo, en tal caso, me detengo, inclino el cuerpo y lo tomo en mi mano, lo observo detenidamente y me pregunto qué clase de madero es, a que especie vegetal pudo haber pertenecido; cómo, cuándo, dónde y por qué habría muerto. Podría, así mismo, decirme que si este, antes de ser carcomido por el tiempo y la mugre, hubiera llegado a manos de un ebanista o de un tallador de madera, seguramente hoy no sería lo que es.

– ¿Y cómo lo lograste? -, me preguntó con una sonrisa que rayaba en un desespero profundo.

Iba yo a responderle cuando Rita, que había estado oyendo nuestra conversación desde la cocina, llegó corriendo hasta nosotros y se sentó en el sofá en que él estaba. A ver, Tano, saca lo que tengas guardado por ahí, que yo también quiero oír – dijo.

Miré a Jairo para ver qué cara ponía, pues me he dicho siempre que el verdadero aprecio hacia un amigo debe empezar por el respeto que uno pueda mostrar por su mujer. Y es que yo sabía que para que ella pudiera entender, debía tratar todo el tema, y había unos apartes muy fuertes en él –. ¡Dale camino que ella quiere oír! – dijo él, mientras le echaba el brazo al cuello.

Di un último sorbo al café y puse la taza sobre una pequeña mesa que había a mi lado. Tomé una caja de cigarrillos y un encendedor que yo había puesto en ella, encendí uno y lo aspiré profundamente; recosté luego la espalda a la mecedora en que me hallaba y empecé mi relato:

Aquella tarde, poco antes de las tres, yo había salido de casa hacia “La María”, una franja de terreno enmontada que se encontraba a un lado de “Los Andes”, el barrio de la Arenosa en que vivía yo entonces. Mi intención era sentarme en un pedazo de árbol seco que había al inicio de ella y escuchar desde allí el canto de los chirríos, unas avecillas negras que en tiempos de invierno convivían con las manadas de torcazas, codornices y otras aves que allí llegaban, y a las que yo cuando niño solía cazar durante las vacaciones escolares de mitad de año. Cuando llegué a la última calle del barrio, vi que frente a una de las casas que miraban hacia el monte, en la que funcionaba un bar de poco prestigio, conocido como “Casa Verde”, estaba un hombrecillo a quien el barrio apodaba “Tierrelita”, gritando hacia la puerta de este.

— ¡Sal si eres tan macha como te crees! Por supuesto que yo, un jovencito de diecisiete años, que una vez llegaba del colegio, almorzaba y me largaba a la calle en busca de cuanta aventura de barrio pudiera encontrar, conocía el problema que había entre este y “la Perversa”, el fornido y malgeniado administrador del bar –. ¿Cómo es posible – me pregunté – que Tierrelita tuviera la osadía de retar a alguien que podía arrancarle la cabeza de un manotazo, solo por una mísera bola de trapo? ¿Acaso él mismo no era testigo de las tantas veces que este había sacado a patadas del bar a clientes, mucho más hombres que ellos dos, que se las querían dar de vivos? ¿Será que este idiota piensa seguir toda una vida fregándole la paciencia a la Perversa solo porque la bola era de “Pinolita”? – seguía preguntándome mientras veía como los vecinos salían de sus casas para comenzar a rodearlo. - ¿Si lo quiere tanto porque no compra una, que lo que puede valer es un peso, y se la regala?

Pinolita era un loco de unos cuarenta años, muy conocido en el sector, que tenía una gran destreza para hacer maravillas con una bola de trapo que llevaba siempre en la mano. Para nadie era raro verlo hacer pinolas en las esquinas, en mitad de una cuadra, en el frente de un bar, de una iglesia, un teatro o cualquier otro lugar en el que él veía que había gente a quien mostrar su talento.

Y cierto es que a muchos les gustaba tanto verlo hacer sus pinolas, que le arrojaban monedas a los pies para que continuara por horas y horas. Pero Pinolita no era el único loco del sector obsesionado en hacer bellezas con una bola. Había otro a quien apodaban “Chalaquita”, por su destreza en hacer chalacas hasta con una pelota que se hallaba en el suelo. Este hombre, de algunos treinta y cinco años, no actuaba con una bola propia, sino que aparecía de súbito en cualquier calle, cancha o parque en que había jóvenes jugando futbol, se metía al juego y hacia chalacas con cuanta pelota pasaba cerca de él, y esto causaba gracia al púbico y aun a los mismos jugadores que, no obstante, muchas veces lo largaban a empujones por estar interrumpiéndolos.

Estos dos hombres se conocían entre sí porque ambos iban por las tardes a Casa verde a pedir cualquier sobra de comida que los clientes habían dejado. Y no por mera suerte, pues Chalaquita era primo hermano de la Perversa y Pinolita era el amante de Tierrelita, que para entonces trabajaba allí en oficios varios. Y es que Tierrelita y Pinolita se habían conocido, según se decía en el barrio, una tarde en que aquel, con sus pasos cortos y rápidos y moviendo la cara hacia uno y otro lado, pasaba por el “Virrey” — un teatro que para esos días había abierto sus puertas al público — y vio a este haciendo pinolas ante un inmenso número de personas que había ido a ver una función de cine.

Allí hubo, al parecer, amor a primera vista, pues a Tierrelita le había gustado “esa forma en que él hacia las pinolas, sobre todo las más altas porque ponía la cara seria, como la de los actores de las películas de vaquero americanas”. Pinolita, por su parte, había quedado impresionado con “aquella sonrisa coqueta con que Tierrelita había estado mirándolo mientras hacía su exhibición”.

Hasta ahí no había existido mayor problema que los regaños que la Perversa daba a Tierrelita cuando Chalaquita se quejaba de que este había dado una mayor porción de sobras a Pinolita. El gran lío se había formado porque una tarde, hallándose Pinolita en plena actuación en la entrada del parque de Los Andes, apareció Chalaquita y se paró entre el público que lo observaba, y, justamente cuando este hacia una de sus pinolas más altas, se arrojó al suelo y le arrebató la bola de una chalaca tan larga que todos lo ovacionaron con aplausos y gritos de euforia, pero con tan mala suerte que esta fue a dar a una volqueta de arena que pasaba en el momento, cuyo chofer, ajeno a lo acontecido, continuó su camino hasta perderse vista.

Pinolita, al ver que había perdido su bola por culpa de Chalaquita, que ya estaba de pies, se le fue encima y lo agarró a puños, pero este lo abrazó y le clavó los dientes en el hombro, haciéndolo enfurecer en tal forma que lo tomó por un brazo, lo envió de un tirón al suelo y se le echó encima a darle puños. La gente, en tanto, no hacía nada por separarlos, sino que los aplaudía y gritaba para animarlos a seguir peleando. Así que cuando terminó la pelea, Pinolita tenía la camisa rota y el pecho y los hombros llenos de unos mordiscos tan hinchados que parecían dibujos en alto relieve. Chalaquita, por su parte, tenía un ojo morado y sangraba abundantemente por la boca.

La noticia de lo ocurrido llegó pronto a Casa Verde.

- No quiero volver a ver a tu marido por aquí -, dijo la Perversa. – ¿Y por qué? – preguntó Tierrelita.

– Porque así lo digo yo.

– Pero si fue el desgraciado de tu primo quien empezó todo, al botarle la bola.

– Ya dije que no quiero volver a verlo y punto. Ve a hacer tus oficios que ya es tarde.

– No mija, yo no voy a hacer ningún oficio hasta que tú me asegures que mi marido no se va a quedar sin comer. Yo no puedo dejarlo morir de hambre.

– ¿Ah sí? Pues entonces agarra tus motetes y vete de aquí -, dijo la Perversa con un acento agresivo, mientras le enseñaba la puerta con la mano.

– ¿Me vas a echar?

– Te voy a echar no, ya te eché. Lárgate ahora mismo.

– ¿Y los tres meses de sueldo que me debes? Nooo mija, yo de aquí no me voy hasta que me pagues.

– Sal, te estoy diciendo. ¿O quieres que te saque a pescozones?

– Atrévete Maricona. ¿Crees que porque las tienes tan grandes como las de un arquero me voy a dejar joder?

La Perversa entrecerró los ojos y lo miró con un gesto de suspicacia que poco a poco fue convirtiéndose en rabia -. ¿Por qué dices eso? No me vas a decir que tú se las has visto a los arqueros.

Tierrelita, que vio la cara y el tono con los que aquel le estaba hablando, tragó saliva –. Bueno, pienso que deben tenerlas. ¿Te imaginas el valor que se necesita para atajar esos balones pateados por unos hombres que tienen unas piernonas tan fuertes que hasta miedo dan?

¿A sí? ¿Quién te crees que eres para burlarte de mí? – preguntó la Perversa, entre dientes, mientras lo tomaba por los hombros.

– Responde. ¿Por qué te burlas de mí? -, volvió a preguntarle, al tiempo que le daba una bofetada. Tierrelita quiso decir algo, pero la Perversa lo tomó por un brazo y lo llevó hasta la puerta y allí le propinó una patada en el trasero que lo envió de bruces al sardinel de entrada.

– Ayyy, ayyy – se quejó Tierralita, sobándose los glúteos con una mano mientras ponía la otra en el suelo para incorporarse. – ¡Maldita, miserable! ¡Esto no se va a quedar así! ¡Juro que te haré arrepentir! – gritaba cuando aquel volvió a la puerta con dos maletas viejas y se las arrojó a los pies.

- ¡Lárgate ya mismo, y ni se te ocurra volver!

- ¿Qué no? ¿Después de lo que me has hecho hoy? Ahora es cuando más me vas a tener aquí, y no como una empleada sino como alguien a quien tú le debes.

Los días siguientes habían sido los más infernales tanto para la Perversa como para los vecinos de la cuadra, pues Tierrelita se presentaba hasta cuatro veces diarias a cobrarle a aquel los sueldos que le adeudaba. Y lo hacía con una lengua que a todos daba rabia y risa a la vez. – Hoy no te vas a esconder, maricona. O me pagas o vamos a ver cómo es parada. Sí, porque ni creas que te vas a quedar con mi dinero. Ni más faltaba. A buena hora vine yo a conocer alguien tan malvada que me pone a trabajar y no me paga. ¡Perversa es el pico! ¡Contesta! ¿Cuándo me vas a pagar? Uno pasando necesidades y tú dándotelas de rica. Ah, porque eso sí, tú no eres de un solo hombre, sino que tienes que comerte a cuanto bombón muerto de hambre encuentras por ahí. Pero estás equivocada si piensas que vas a estar siempre así, porque ya las mujeres, con su liberación, comenzaron a robarnos la plaza. Y las que más van a sufrir son esas como tú.

La Perversa, por su parte, permanecía en el interior del bar sin contestarle una palabra. -¡Malparida! –, se decía -. ¡Ahora menos te voy a pagar!

Con el transcurrir de los días las ofensas de Tierrelita habían ido tomando un aire aún más agresivo -. ¡Di algo, maricona! Si no me pagas le voy a decir a los clientes cómo es que tú les robas el dinero cuando se emborrachan, y adónde te lo escondes. Claro, allí quien carajo te lo va a encontrar. Y se lo voy a decir a doña Rosita para que sepa por qué es que su bar está quebrado. De seguro te echará a la calle como a una perra. La Perversa, sin embargo, seguía callado en el bar. – ¡Te estas ganando una golpiza que ni en tu próxima vida vas a olvidar! -, se decía entre dientes.

Más, ese día, Tierrelita parecía no estar dispuesto a permitir que la Perversa siguiera haciendo caso omiso de sus palabras. Así que tomó un medio ladrillo que se encontraba en la calle y lo arrojó con todas sus fuerzas contra la puerta del bar -. ¡Sal si eres tan macha, te estoy diciendo!

Me olvidé del canto de los Chirríos y caminé hasta donde se encontraba este rodeado de vecinos que trataban de persuadirlo a que se marchara de allí cuanto antes y evitara una violenta reacción de la Perversa. Pero tal era su rabia que no les prestaba la menor atención -.

Estás equivocada si crees que te tengo miedo. Yo conozco tu debilidad – gritó mientras miraba la brecha que había hecho con el ladrillo en el centro de la puerta. El ruidillo de un cerrojo se oyó de pronto y la puerta comenzó a abrirse poco a poco, hasta dejar ver a la Perversa vestido de jean azul, tenis negro y una franelilla blanca. Sentí un pavor tan grande que pensé en gritarle a aquel hombrecillo atrevido ¡Corre Tierrelita que te van a matar!, pero me abstuve al ver que este no hacía en su rostro el menor gesto de miedo.

La Perversa, en tanto, llegaba hasta la terraza con un paso lento y muy firme, mirándolo con aquella agudeza de un gavilán que divisa a lo lejos al polluelo de un ave que para él no representa el menor peligro. Tierrelita movió la cara muy rápido hacia uno y otro lado, como si su mente estuviera diciéndole que debía irse. Pero cuando todos creíamos que iba a echar a correr, volvió a abrir la boca –. Ahora con pantalones apretados porque disque no te gustan holgados como los de los hombres. No voy yo a saber que cuando andabas embaulada los usabas más anchos que los del difunto zanahoria.

Hubo risas a carcajadas, el que Tierrelita hubiera comparado a la Perversa con el difunto zanahoria, era lo más chistoso que podía ocurrírsele a alguien. El difunto zanahoria era un vecino, bracero del Terminal marítimo, de algo más de un metro y medio de estatura, a quien la empresa le daba unos pantalones tan grandes que parecían elaborados para trabajadores de casi dos metros, de modo que cuando su mujer se los recortaba, lo que debía ser la rodilla le llegaba a la suela de los zapatos, y lógicamente le quedaban muy anchos.

Mas, la Perversa, que no le veía ninguna gracia a esto, llegó hasta él y, sin pronunciar palabra, le lanzó una patada a la altura de la cintura, que, de no ser por el hábil salto que pegó hasta el bordillo de la calle, lo hubiera partido en dos. La Perversa corrió hasta el bordillo y le lanzó otra patada, mas él volvió a saltar, esta vez hasta el sardinel de la entrada. La perversa corrió hasta el sardinel y, justamente cuando pegaba otro salto, lo agarró por un brazo, se lo torció con mucha fuerza y le dio una patada en el tarsero que lo envió al suelo, haciéndolo pegar un grito desgarrador – Ayyyyyy, mi madre -. Luego lo tomó por los hombros, lo levantó y cacheteó una y otra vez y lo volvió al suelo de un empujón. – Ayyyyy, ayyyy mi madre – volvió a gritar cuando este se arrodilló a su lado y comenzó a darle unos cocotazos muy fuertes.

– Pobrecito, déjelo, ya -, gritó un vecino.

– Cuidado lo va a matar -, gritó otro. Pero la intensión de la Perversa era clara: proporcionarle el peor castigo.

– Ayyy, ayyyy -, seguía gritando con los ojos hinchados y la cabeza como una guanábana, de tanto golpe que estaba recibiendo.

La Perversa, no contento aún, lo agarró por el cuello con una mano y por una pierna con la otra, se incorporó y lo llevó arriba, como cuando un pesista alza un peso muy liviano, y, ante la mirada de todos, que le gritábamos que se controlara, atravesó la calle con él y lo arrojó por los aires al monte. Otro ayyy, Ayyyyyy, ayyyyyyy, se volvió a escuchar.

Hubo un silencio tétrico. La Perversa sacó un pañuelo del bolsillo trasero del pantalón, se limpió con él las manos y lo arrojó al monte con un aire de asco en su rostro. Luego dio la espalda y echó a caminar hacia el bar. Pero cuando ya había atravesado la calle, Tierrelita salió corriendo del monte y le propinó una patada en el trasero, que lo derribó en el acto. La Perversa llevó una mano a los glúteos y dio varias vueltas en el suelo, hasta quedar completamente inmóvil, con los ojos entrecerrados -. Oh, ohhhh – exclamaron los vecinos, confundidos, como preguntándose que cómo podía ser que un hombrecillo como Tierrelita hubiese liquidado de una sola patada a alguien tan fuerte como la Perversa.

– ¿Está muerto? -, preguntó un vecino a otro que se había agachado al lado de la Perversa para tomarle el pulso con su mano.

-Así parece – respondió este. Tierrelita, al oír al hombre, se asustó y echó a correr hasta la mitad del monte. Allí se detuvo, se viró hacia donde nos encontrábamos y cruzó los brazos, como para esperar a ver cuál era el desenlace de la situación.

Sentí que alguien me puso la mano en el hombro. Viré la cara y vi que era mi amigo Jairo. Estaba pálido y confundido -. ¿Viste esa patada? – me preguntó con una voz muy débil. – Sí, me pareció de lo más graciosa -, le contesté.

– Fue efectiva, yo jamás había visto algo así –, dijo él.

– Realmente no sé qué decir, Jairo. No sé -, fue lo que pude contestar.

Un vecino que estaba oyendo la conversación se nos acercó. - Es algo muy difícil de creer -, dijo -. Yo he visto pateadores muy buenos. En mi pueblo, por ejemplo, había uno que cuando bebía todos sabíamos que iban a llover las patadas. No era sino echarse un par de copas y al primero que tuviera a la vista se la zumbaba, luego la cogía contra el cantinero y cuando ya lo dejaba todo moreteado de tanta patada que le había dado hasta en el cuello, se abría a la calle y si no encontraba a quien patear, se iba a su casa y allí la cogía contra la suegra. Y pa’ que les digo, tenía la policía que ir a quitársela porque no había uno que se atreviera a acercárseles.

Yo lo escuchaba mientras veía cómo Jairo empalidecía más. Por supuesto, él era un muchacho criado en el barrio “Porvenir”, donde se vivía un ambiente muy diferente al mío.

- Pero créanme lo que les voy a decir –, decía aquel – a ese hombre yo nunca le vi una patada tan efectiva como la que le han dado hoy a la Perversa. Fue sencilla, pero de efecto inmediato. ¡Eso es saber patear!

La perversa abrió los ojos de pronto -. Oh, menos mal -, dijo el vecino que se hallaba junto a él -. ¿Se siente usted bien? Preguntó otro vecino.

Cuando Tierrelita, que seguía observando desde la mitad del monte, vio como la Perversa se incorporaba hasta ponerse de pies, echó a correr hasta perderse entre los arbustos más espesos, en los que se encontraban Chirríos, torcazas y codornices, que al notar su presencia alzaron el vuelo en manadas. La Perversa, que lo había visto, no dijo una palabra, sino que caminó hasta la puerta del bar. Allí se detuvo y nos miró por unos segundos con la cara seria, y entró por ella.

– Lo privó de una patada en el trasero. ¡Increíble! -, dijo uno.

– Así es -, dijo otro.

No quise decir nada, no me parecía que el que Tierrelita hubiera abatido a la Perversa de una patada en el trasero fuera increíble. Para mí era claramente imposible.

– Vamos a casa -, le dije a Jairo.

Ese día Jairo y yo estuvimos en casa hasta altas horas de la noche, discutiendo el caso con la experiencia que al respecto teníamos a nuestra edad, pero no pudimos llegar a una respuesta que nos convenciera. Algo teníamos en claro, no obstante, y era que la investigación apenas comenzaba.

Cuando Jairo se fue mis padres y hermanos ya estaban durmiendo, así que pensé que podía dedicarle un rato más al asunto. Sabía que si quería obtener una respuesta sensata debía contar con una disponibilidad para investigar e investigar, cualquiera fuera la hora o el lugar en que me encontrara; así que entré a mi habitación y llegué hasta un baúl en el que yo guardaba mis útiles escolares, saqué un paquete de cigarrillos que tenía en él y me fui hasta un descanso de madera que había a un costado del patio. Allí entre la oscuridad y el humo repasé cuidadosamente los puntos que mi amigo y yo habíamos tratado. Nosotros estábamos de acuerdo en que la Perversa se encontraba en las mejores condiciones antes y durante su pelea con Tierrelita, prueba de ello era que le había resultado fácil hacer con este todo cuanto se le vino en gana, incluso aventarlo varios metros por el aire como quizás nadie hubiera podido hacerlo, pero que había pecado de ingenuo al dar la espalada a un peleador que resultó ser astuto y traicionero. También estábamos de acuerdo en que fue la patada la que le hizo perder el conocimiento. Mas, había algo que no nos cuadraba y era que Tierrelita no contaba con el peso y la fuerza suficientes como para que esta pudiera causar tal efecto, máxime si era en los glúteos que se la había asestado.

Me dije que debía encontrar aun cuando fuera una pequeña pista que pudiera llevarme a lo que había detrás de ella. Con esa curiosidad de quien está acostumbrado a no tragar entero, recordé paso a paso la escena: la Perversa atravesando la calle y Tierrelita acercándosele por la espalada a toda carrera, para enseguida propinarle la patada, y luego la Perversa cayendo al suelo, tan callado como siempre, pues ni un quejido se le oyó.

Mas, en dos horas y media aproximadamente de haberla estudiado con la mayor atención que me fue posible, no pude extraer algo diferente a lo que mi amigo y yo habíamos encontrado. Así que me fui a la cama siendo poco más de las dos de la mañana, con un sentimiento de frustración que me hacía sentir el ser más incapaz que hubiera pisado la tierra.

Al día siguiente llegué con unos cuarenta minutos de retraso al “Codeba”, un colegio de bachillerato de mucho renombre en la ciudad, en el que yo cursaba el quinto año y del que mi padre era profesor de humanidades.

Entré al aula y me senté en mi pupitre con el caso clavado en mi mente. Pensé, de pronto, que tal vez si yo dibujaba la escena asegurándome de no omitir ningún detalle, podría encontrar esa pista que andaba buscando. Tomé mi libreta de borrador y, mientras el profesor dictaba la clase, hice un dibujo en el que Tierrelita propinaba la patada a la Perversa, que abría la boca y torcía los ojos en un gesto de dolor, pero tampoco encontré algo que pudiera ser nuevo.

Al llegar la hora del recreo comenté el caso a unos compañeros de clase que se habían quedado conmigo en el aula, a ver qué podían opinar al respecto. Más ellos, sin decir una palabra, se miraron unos a otros y luego me miraron con una sonrisilla algo satírica. Solo Osorio, un moreno de pequeña estatura, con quien yo venía en el mismo curso desde el primer año, se atrevió a hablar: – Mira, Tano – me dijo -, parece que estás enfrascado en algo que realmente no vale la pena. ¿Qué tanto puede importar a un estudiante que pronto va a ser un bachiller, el que una patada pueda o no hacer perder el conocimiento a alguien? A mí eso me parece una idiotez -. Lo miré a los ojos con una rabia que me provocó agarrarlo por el cuello, cachetearlo y luego alzarlo y aventarlo por los aires como lo había hecho la Perversa con Tierrelita -. ¿Acaso no sabía él que si estábamos estudiando el bachillerato era precisamente para no tragar entero, o ya no recordaba cual era el objetivo de las clases de matemática y sociales? ¿Acaso no se había dado cuenta de que el idiota era él cuando en horas de recreo comentaba ante los compañeros, con tanta seguridad, sobre las innumerables propuestas que presentaban los partidos políticos para el tiempo de elecciones, las grandes sumas de dinero que el gobierno nacional había destinado a la inversión social, los logros financieros de la administraciones departamental y municipal con sus funcionarios de tan alta honorabilidad, y tantas otras cosas de que hablaba la prensa? – Pensé, sin embargo, que el mejor castigo que debía darle por lo que me había dicho era no decirle nada para que siguiera así.

– Y ustedes, ¿qué piensan? – le pregunté a los otros, que habían estado mirándonos. – ¿Es que van a quedarse callados? -. No me van a decir que también les gusta tragar entero -, les dije.

Pero ellos, conscientes de mi enojo, dieron la espalda y se retiraron sin decir nada.

-¡Me quito el nombre si no logro saber la verdad sobre esa patada! – les grité.

Cuando llegué a casa arrojé mis libros al baúl y salí hacia la cuadra del bar, en busca de algún vecino que hubiera visto la pelea. Había pensado hacía un par de horas en el colegio que, si seguía investigando en base a lo que sabía, lo más probable era que no iba a llegar a ninguna parte. Podría suceder, en cambio, que aquel supiera algo que me llevara a esa pista que andaba buscando. A veces sucede que alguien sabe una verdad a la que no da la menor importancia y se la lleva a la tumba, cuando otros darían su vida por conocerla.

Llegué hasta la terraza de una casa contigua al bar, en la que se hallaba un viejo barbón y mal trajeado, con quien yo no había tenido mayor trato que los saludos que solíamos darnos cuando él se ponía a beber en una que otra tienda del barrio, a la que yo por casualidad llegaba. Me le acerqué después de saludarlo y le pregunté que, si podía regalarme unos minutos, que solo unos dos o tres me serían suficientes.

El viejo me miró de pies a cabeza con aquella suspicacia que da a los seres una vida malograda por el alcohol –, Hable -, me dijo con su voz ronca y quebrada.

– Es sobre la pelea de la Perversa y Tierrelita -, le dije. Volvió a mirarme de pies a cabeza. – Usted la vio -, le dije -, y me gustaría conocer su concepto al respecto.

– ¿Y usted no estuvo en ella? -, me preguntó -. Me pareció haberlo visto.

– Sí -, le respondí -, pero aún tengo algunas dudas que quisiera aclarar.

– ¿Usted no asistió al debate?

– ¿Cuál debate?

– El que hubo anoche sobre la patada, hombre. ¿No es de ella que quiere saber?

– Oh, sí, pero no sabía nada de ese debate.

– Qué lástima, de haber estado usted en él, seguramente ahora todo lo tendría claro. Aquí llegó gente de muchos barrios que sin haber presenciado la pelea dieron unos conceptos muy valiosos.

Me amalayé diciéndome que cómo era posible que mientras esto sucedía yo estaba en casa matándome la cabeza.

– Y eso ocasionó precisamente una discusión enorme – seguía diciendo el viejo – Unos sostenían que esa patada no podía haber liquidado a alguien como la Perversa en la forma que lo hizo, y menos si era Tierrelita quien se la había dado. Otros decían, por el contrario, que nadie había visto antes patear a Tierrelita, que por eso aquellos no podían hablar así.

– ¿Y? -, le pregunté.

– A Dios gracias la cosa no pasó a mayor porque alguien propuso ventilar el caso mediante un diálogo.

-¿Un dialogo? -, le pregunté desconcertado.

– Sí, y fue así como tres hombres escogidos por cada bando debatieron durante media hora y llegaron a un consenso en el que todo mundo quedó contento.

– ¿Consenso? -, le pregunté de un grito-. ¿Cómo podía haber consenso sobre un tema del que se pretendía conocer la verdad? -, me dije, con la cabeza dándome vueltas.

– Así es, muy justo, por cierto: “El desmayo de la Perversa se debió a que él se había fatigado tanto durante la pelea, que no pudo resistir la patada que Tierrelita le propinó”.

– ¿Y usted lo cree? – le pregunté con rabia.

– Bueno, hay que respetar el consenso. Usted a su edad debe saberlo.

Fue tal la decepción que aquellas palabras me causaron, que me retiré de él sin despedirme.

– Qué ironía -, me decía -. Yo tratando de conocer la realidad mediante una investigación seria, mientras otros la encontraban por consenso.

No obstante, logré calmarme cuando pensé que la intensión de ellos no había sido más que evitar el que el conflicto, tal como lo había dicho el viejo, pasara a mayor.

Caminé un rato por el barrio hasta llegar al extremo opuesto. Allí encontré a unos amigos comentando el caso, y, aun cuando yo no había visto a ninguno de ellos durante la pelea, me detuve a escucharlos.

No habían pasado cinco minutos cuando todos comenzaron a abrazarse con las caras felices y dándose unas manotadas en la espalda, como las de los jugadores de un club deportivo cuando ganan un encuentro. Y es que habían quedado de acuerdo en que “a Tierrelita le pesaba el pie como a ningún otro pateador”. Sentí que algo dentro de mí me decía que era mejor perderme de allí si no quería parar en loco.

Siendo más o menos las cinco de la tarde llegué a casa, agotado y con un sentimiento de derrota que jamás había experimentado. Pasé por la sala y luego por el comedor con la intensión de llegar al patio y arrojarme al descanso de madera en que había estado la noche anterior. Mas, cuando llegué a la puerta, vi que mi padre estaba en él leyendo un libro. Se veía tan concentrado que pensé que no era prudente interrumpirlo con un saludo, que lo mejor era irme a mi cuarto; al fin, era lo mismo mitigar mi fatiga en la cama que en aquel descanso.

Me disponía a dar la espalda cuando él me miró, cerró el libro que tenía en las manos, y se quitó los lentes.

– Acérquese -, me dijo en un tono que me hizo ver que algo no andaba bien.

Me le acerqué con un temor que me hacía temblar todo el cuerpo.

– Usted definitivamente no tiene cura -, me dijo -. ¿Es que acaso ya olvidó su promesa?

– ¿Cuál promesa? -, me pregunté, eran tantas las que le hacía cuando él cogía rabia que no sabía a cuál se estaba refiriendo -. Perdón, papá, no sé de qué me está hablando -, le dije.

– Ah, ¿con que ahora no sabe? ¿No se acuerda que prometió que iba a dejar de gastarse el tiempo en tonterías?

Yo lo miré extrañado. Realmente no entendía qué quería decirme con esas palabras. Pero él, desesperado porque yo me había quedado mudo, se levantó del descanso y me miró a los ojos -.

¿Cómo va el caso de la patada? -, me preguntó con una voz tan baja que apenas alcancé a escuchar -.

Oh, ya –, me dije mientras pensaba que solo Osorio podía habérselo dicho. Él era tan mal estudiante que buscaba siempre la oportunidad de contarles a los profesores cuanto chisme sabía de los compañeros que pudiera disgustarlos. De esa manera, pensaba él, ellos lo dejarían seguir en el colegio con su periódico bajo el brazo, pues ni libros llevaba. Me parecía estar viéndolo con él abierto, enseñándole a los compañeros, con el mayor beneplácito, las declaraciones con que el alcalde se defendía ante la prensa cuando esta le preguntaba sobre los desfalcos de su administración – ¡Ese hombre es inteligente! – decía.

– Le pregunté que cómo va lo de la patada. ¿O es que no hablo claro? – me gritó tan fuerte que quedé aturdido.

– Bueno, todavía no puedo adelantar nada, pero la investigación va por buen camino -, le respondí, sin saber por qué. Fue tanto su enojo que me agarró por el brazo y me sacudió de un lado a otro, como quien toma con rabia a un pelele para estrellarlo contra una pared -. Me hace el favor y respeta. ¿Quién cree que soy para que me venga con chistes? – me gritó mientras yo hacía esfuerzos por soltarme de él.

Mi madre, que nos estaba viendo desde la cocina, salió corriendo hacia nosotros –. Ay, mijo deja al muchacho, te lo imploro.

– ¿Qué sabes tú de esto? – gritó él. ¿No ves que si lo corrijo es porque no quiero verlo sufrir mañana?

– Lo sé, pero no es la forma –, dijo ella en un tono persuasivo.

– ¡No es la forma! ¡No es la forma! – . Remedó él – Siempre tú con lo mismo. Mientras tanto este carajo sigue con la vaina de que tiene que investigar cuanta pendejada ve, porque disque no traga entero. ¿Habrás visto semejante locura?

– Esas son inquietudes de su edad, mijo; fíjate que es un menor. Precisamente por él ser así es que tú estás vivo. ¿Acaso no recuerdas el día que te encontramos tirado en el suelo del cuarto y todos creíamos que te habías quedado dormido? ¿No fue él quien insistió en que estábamos equivocados, que había que llevarte de urgencia al médico? De no haber sido por él hubieras muerto sin saber nadie que eras hipertenso.

– ¡Fui el único que no tragó entero! – le grité, lleno de coraje. – Tano, por favor, ve a tu cuarto que estoy hablando con tu padre.

Al día siguiente, faltando quizás unos veinte minutos para empezar las clases, llegué a mi aula y vi a Osorio con el periódico en la mano, rodeado de mis compañeros. Me dije que lo mejor era ignóralo, así que caminé hacia mi pupitre, pero él, que también me había visto, se vino hacia mí con una sonrisilla que dejaba ver sus dientes, largos y tan blancos como una hoja de papel -. ¿Cómo va tu investigación de Tierrelita? – me preguntó, en tanto que aquellos soltaban una carcajada que me pareció de lo más antipática – No olvides que juraste cambiar tu nombre si no logras descubrir la verdad – Me dijo. Me provocó agarrarlo a garnatadas, pero pensé que ello equivaldría a echarme de enemigos a todos en el aula, pues ya él, con su periódico, se los había metido al bolsillo. No le contesté, sino que seguí hasta mi pupitre y me senté en él, preguntándome que por qué Dios habría creado a un ser como él. Y es que yo presentía ya a dónde iba a dar. Cuando caminó hacia el grupo, aquellos lo miraron con una sonrisa que mostraba la satisfacción que les producía el que estuviera burlándose de mí.

Ese mismo día salía yo del colegio cuando oí unas risas que venían de mis espaldas. Viré la cara y vi que Osorio y varios alumnos caminaban detrás de mí con unas sonrisas burlonas. Volteé la cara y seguí mi camino, pues sabía que si les decía algo las cosas iban a empeorar.

Cuando llegué a casa me arrojé al descanso diciéndome que era mejor seguir mi investigación sin volver a mencionar una palabra a nadie. Más, había algo que yo no esperaba, y era que ya todos los alumnos del colegio lo sabían. De modo que cuando regresé al día siguiente, vi cómo ellos me miraban y se secreteaban entre sí.

Uno, incluso, llegó a gritarme: “Miren al investigador” Otro me preguntó a gritos que cuándo me iba a cambiar el nombre. Mas, un acontecimiento inesperado me ayudaría a soportarlos durante el año que aún faltaba para yo terminar mi bachillerato, y fue que para esos días conocí a quien hoy es mi esposa, una jovencita, entonces de quince abriles, tan bella que me causó pánico cuando la vi por primera vez, pues pensé que si me aceptaba de novio yo muy pronto iría a dar al cementerio. Tal fue la enamorada que de ella me di que sentía que vivía en un mundo diferente al de cualquier otro ser, pues hasta lo feo lo veía bello. Las burlas de los estudiantes comenzaron a parecerme entonces tan simpáticas, que cuando me las hacían yo las festejaba con un mayor gozo que el de ellos mismos. Y esto, por supuesto, me servía para darme con mayor ahínco a mi investigación. Así que me dediqué a visitar cuanta academia de artes marciales había en la Arenosa — karate, taekwondo, ji – jit su… — En ellas me hablaron de un sin número de patadas – frontal, lateral, circular… — y sus efectos según las diferentes partes del cuerpo en que fueran aplicadas. Pero ninguna coincidía con la que Tierrelita había dado a la Perversa. No estaba dispuesto, sin embargo, a darme por vencido. Me decía, por el contrario, que debía investigar más y más hasta encontrar la verdad. Hubo, no obstante, algo con lo que yo no contaba y fue que cuando decidí declararle mi amor a esa mujer que tanto adoraba, ella me puso como condición para aceptarme el que yo debía abandonar mi investigación. Allí aprendí que el amor es más fuerte que cualquier realidad, pues comencé a preguntarme si no era mi ego el que me había llevado a asumir el caso con tanto esmero, no para conocer ninguna verdad sino para probarme a mí mismo que yo no trago entero; que si ese gato encerrado que yo veía no sería más que una creación de mi mente para respaldar tal posición. Mas, la cosa no era tan fácil como podría parecer, pues abandonarla era renunciar a la verdad y esto conllevaba a que tendría que cambiarme el nombre tal como lo había jurado. Y yo, más que nadie estaba obligado a hacerlo pues el cumplimiento de la palabra ha sido siempre algo muy sagrado en mi familia; mi abuelo, por ejemplo, fue un español que cuando llegó a América juró que solo volvería a su patria si se hacía rico en estas tierras. Y así fue: ¡Jamás regresó! Murió en la Arenosa en la miseria más espantosa, pero con la satisfacción de haber cumplido su palabra. No obstante, era tanto el amor que yo sentía por mi nombre que me dolía tirarlo, como si nada valiera. Pensaba, además, que si mis padres me lo habían dado era porque algo muy grande significaba para ellos, y quitármelo sería el peor desaire que yo podía hacerles. Sabía, por otro lado, que si me negaba a la petición que ella me hacía podría perderla para siempre, y yo no quería que eso sucediera. Le dije que no habría problema, que abandonaba la investigación pero que tenía que cumplir mi palabra – – – – Puedes hacerlo si es tu decisión – me contestó – Ya iré amañándome a cualquier otro que decidas, siempre y cuando seas tú. Recuerda que no fue de tu nombre que me enamoré.

Nos dimos a nuestro noviazgo con toda clase de abrazos, besos, caricias, sobos y cuanta otra cosa podía haber entre dos enamorados de entonces. Sin embargo, era tal la incrustación de esa patada en mi mente que pronto me olvidé de la promesa y sin darme cuenta retomé la investigación con mayores ansias, hasta el punto de que no supe cuando terminé mi bachillerato ni a qué horas entré a la universidad. Solo parecía consciente de que no le estaba cumpliendo a ella, y eso me entristecía. – ¿Adónde dejaste el ejemplo de tu abuelo? – me preguntó un día -. ¿Dónde está esa palabra de que tanto hablabas? ¿No me habías prometido echar a un lado esa bendita investigación? Nada podía contestar, desde luego, la única verdad es que yo le había fallado –. No olvides que te la tengo apuntada – me dijo entre dientes y con una voz muy baja. Y así fue, aún recuerdo su postura el día en que fui a proponerle matrimonio. – Ah, ¿sí? – me preguntó mirando el ramo de flores que yo llevaba en la mano. – ¿Por qué no se las llevas a Tierrelita, y de paso le pides matrimonio? La miré desconcertado, pues no pensaba que ella pudiera llegar a hablarme así.

– ¡Puedes, incluso, llevarte a la Perversa para que les sirva de padrino! – agregó. Sabía que tenía que hacer algo rápido si quería casarme con ella, pero sus palabras me habían bloqueado la mente por completo.

-¿Por qué callas? ¿No te parece que sería lo mejor? – Me preguntó.

– No volveré a fallarte – le dije, mirándola fijamente a los ojos. Ella, que también me miraba a los ojos, viró la cara hacia uno y otro lado – Ya me la hiciste una vez. ¿Cómo quieres que te crea? El haber estado atento a su respuesta me había permitido ver que, si bien su gestualidad había expresado una negación, aquella pregunta de ¿Cómo quieres que te crea?, denotaba de por sí cierta flaqueza. Así que me dije que la mejor forma de rematar mi propósito era acompañar este de la promesa que más pudiera interesar a una mujer. Me arrodillé entonces y alcé el ramo de flores hacia ella -. ¡Acepta mi propuesta y te prometo que viviré así, arrodillado ante ti, el resto de mi vida!

Al oír ella lo que yo había dicho, soltó una carcajada – ja, ja, ja…- Tomó las flores en su mano y, con la sonrisa más bella que le había visto hasta entonces, me dio la mano para ayudarme a levantar.

– Ja, ja, ja. Que loca soy -, dijo mientras miraba al ramo y me miraba a mí.

– ¿Loca? – Me pregunté -. Oh, claro, ella se está refiriendo a que solo a una loca podría ocurrírsele casarse con alguien como yo -, me dije.

La tomé por los hombros y la atraje a mi cuerpo – No, mi amor, eres, por el contrario, la mujer más cuerda y sensata que pueda existir. Y es por ello, por esa afinidad que tanto nos une, que lo nuestro es y será siempre la mejor historia sin fin que jamás alguien pudiera soñar. Ella me miró con el ceño fruncido y una sonrisa que denotaban cierta duda, pero que a la vez me producían una tentación incontrolable. La abracé muy fuerte y, con un beso sediento de felicidad, sellamos nuestro compromiso matrimonial.

El tiempo fue pasando y nuestro hogar se llenó de hijos. Yo terminé mis estudios de derecho y de dibujo y pintura y me dediqué a litigar y a pintar cuadros que vendía a uno que otro cliente para la subsistencia de mi familia. Pero como yo he tenido siempre el defecto, o la virtud, de ver en cuanta persona conozco un personaje único, no me di cuenta a qué hora comencé a escribir sobre ellos una y otra novela y un sinnúmero de cuentos y otros relatos que publicaba en cualquier periódico o revista que me apareciera al paso. Mas, Tierrelita y la Perversa no figuraban en este repertorio –, aunque por dentro me moría porque así fuera –, precisamente porque yo sabía que sin el esclarecimiento de esa patada no habría historia.

Algún tiempo después me fui a vivir con mi esposa y mi hijo menor a Miami. Allí experimenté lo que es el trabajo físico para un soñador. Aún no he podido olvidar cómo, el galón, el pico y la pala con los que me tocaba trabajar de ayudante de albañilería, subían de peso minuto a minuto; tampoco las frasecillas sarcásticas de mis compañeros de trabajo cuando después de almuerzo arrojaba mi cuerpo, extenuado, sobre la mesa – ¡Este hombre como que creyó que aquí el trabajo es como escribir un cuento! ¡O se devuelve rápido para la Arenosa o lo llevan cremado porque lo que gana no le serviría a su mujer ni para comprarle el cajón! No obstante, había algo que me motivaba a quedarme allí, y era que para entonces yo estudiaba por las noches Arte dramático en Prometeo, y por terminar mis estudios estaba dispuesto a morirme con la pala en la mano, si era del caso.

Para ese tiempo mi amigo Jairo se hallaba en Bogotá por cuestiones de trabajo. Osorio, en tanto, había logrado una licenciatura en sociales y contaba con una curul en el concejo de la Arenosa, gracias a un discurso no muy claro pero que parecía haber tenido una gran acogida entre sus seguidores. No es que lo recuerde muy bien, pero sé que podría resumirse así: “Ñeros, ustedes han venido eligiendo por años a unos concejales que se han dedicado a llenarse los bolsillos a reventar, al punto de que cada uno podría darse el lujo de comprar media Arenosa. Piensen que ya es hora de un cambio y denme la oportunidad a mí”.

Un día, viviendo en Reading, ciudad del estado de Pensilvania, a la que me había trasladado hacia unos años, yo me hallaba en casa caracterizando a un personaje que habría de protagonizar un cuento que hacía unos días venía ideando, cuando el caso de Tierrelita y la Perversa apareció en mi mente de una manera tan intensa que abandoné mi trabajo y me puse a pensar en él. Y fue justo, allí, que pude ver que yo había centrado mi atención en la forma en que el uno había propinado la patada al otro, en el peso de ellos y en uno que otro factor relacionados con la escena del día de la pelea, mas no en sus características principales, como son: personalidad, procedencia, educación, profesión., lo cual era imprescindible para conocerlos mejor y así poder obtener el resultado que hasta el momento me había sido imposible. Hacerlo entonces no era fácil, desde luego, pues yo me hallaba lejos de la Arenosa y eran tanto los años que habían pasado desde la última vez que les había visto, que ni siquiera sabía si aún estaban vivos. Para remate, Jairo, que era la única persona que podía ayudarme, seguía en Bogotá.

Pensé que quizás si acudía a ese don que la providencia me ha dado: ¡mi memoria fotográfica!, podría obtener, por lo menos, alguna parte de esos datos. Así que dije a mi esposa que iba al ático para concentrarme en unos personajes que estaba tratando, que no quería que alguien fuera a interrumpirme, que yo en un par de horas bajaría.

Recuerdo que me hizo la misma pregunta de siempre que empiezo a escribir una de mis historias -. ¿No serán mujeres esos personajes? -. Y es que tengo que admitir que si hay un motivo para que ella me cele, es ese amor que siento por mis personajes. Si son hombres, los amo como a mis hijos, y si son mujeres, como a ella.

– Creo que no sabría decirte -, le contesté.

Subí al ático y me senté en una mecedora que utilizo para mis momentos de concentración, llevé la vista hacia arriba y vi cómo, después de unos cuantos segundos, comenzó a aparecer en mi mente esa pantalla de recuerdos a los que yo tendría que poner en orden para encontrarles un sentido coherente. Removí estos con aquel goce que nos produce a quienes hemos experimentado esta clase de experiencias, y logré divisar una escena de mi primer personaje: ¡La Perversa! “Serían las diez de la mañana, yo caminaba por una avenida del barrio cuando lo vi salir de una tienda con una canasta de víveres en el brazo y un vestido bastante deteriorado por el uso. Su cara, seria y en alto, como la de alguien que siente una gran seguridad de sí mismo, y un caminado afeminado y no muy rápido, que denotaba decisión, llamaron en tal forma mi atención que me detuve a mirarlo. Así que vi cómo cruzó la avenida y siguió luego por el andén hasta una calle en la que funcionaba un bar de prostitutas conocido como “La casa de Carmen Díaz” – Oh, cierto que él había trabajado allí -, me dije.

Volví a buscar en mis recuerdos y pude encontrar otra escena de él, en la que aparecía con una canasta muy parecida a la de la escena anterior, y un ropaje algo más conservado, entrando a una casa – bar del barrio, conocida como “La Go go”.

En una tercera, aparecía con una vestimenta más nueva, en la terraza de una casa de prostitución del barrio conocida como “La Yeyé”, dándole órdenes a una mujer que trapeaba el piso de la entrada.

Luego aparecieron otras en las que él, en la puerta de Casa verde, regañaba a Tierrelita porque había limpiado mal el piso de entrada, o porque ya era tarde y no veía en la puerta la basura que este debía poner por las mañanas para que el carro del aseo se llevara.

Luego otras en que las que él sacaba a patadas del bar a uno que otro borracho. Y por último la de su pelea con la Tierrelita.

Volví a buscar entre mis recuerdos, esta vez con la mente fija en Tierrelita, y fue así como después de varios segundos pude lograr algunas imágenes: Estaba yo en casa, sentado en el sofá de la sala, leyendo un libro de filosofía que un amigo me había prestado, cuando oí los ladridos de un perro y enseguida unos chillidos espantosos, como si a este lo hubiera atropellado un carro. Lleno de curiosidad, me levanté y corrí a la ventana que daba la vista a la calle, me asomé por ella y vi a aquel hombrecillo, con una piedra en la mano, acercándose a un perro que se hallaba echado en el suelo, quejándose de dolor. ¡Ahí tienes! ¿No era eso lo que querías? ¡Vuelve a ladrarme para que te ganes esta otra! – le gritó como un energúmeno, mientras le enseñaba la piedra. Continuó mirándolo por unos segundos y, al ver que este no hacía más que seguir quejándose, tiró la piedra a un lado y, con aquel paso rápido y muy corto, y virando la cara hacia uno y otro lado, echó a andar hasta perderse de vista -. ¡Tierrelita! -, me dije, pues si bien era la primera vez que lo veía, muchos en el barrio, que lo conocían, me habían hablado de él.

En otra escena, yo entraba a una tienda del barrio y él estaba frente al tendero, — un interiorano gordo y de baja estatura, con cara de pocos amigos, que tenía una voz tan rápida que casi no se le entendía lo que hablaba –. Discutían acerca de un mercado que él tenía en un canasto, encima del mostrador. Él, con su voz gritona, aseguraba que los productos estaban muy caros, en tanto que el tendero sostenía que esos eran los precios que pagaban siempre sus clientes y que ellos nunca se habían quejado.

– No, mijito. Será que ellos son ricos, pero ni creas que te voy a dar ese dinero.

Bueno usted verá si los lleva o los deja – dijo el tendero, no de buena gana, dando la espalda para dirigirse a un hombre alto, de patillas tan largas como las de un carnicero de entonces, que se hallaba en una esquina del mostrador con unos productos que había tomado.

Tierrelita vació el canasto sobre el mostrador y caminó hacia la puerta, y allí se detuvo y miró al tendero –. Cachaco tenías que ser, pero ni creas que voy a volver por aquí para que me sigas robando. El tendero lo miró con la cara seria e iba a decir algo, pero él dio la espalda y salió de la tienda.

Habían pasado solo unos segundos, el tendero charlaba con el hombre de las patillas largas, cuando Tierrelita apareció en la puerta -. ¡Te voy a hacer una que te vas a acordar de mí! -. Aquel, que parecía salido de quicio, lo miró – ¡Deje ya de joder, hombre! - Pero Tierrelita parecía no estar dispuesto a dejar la lengua quieta – ¿Joder? ¿Acaso no sé que la libra que vendes es de catorce onzas? – gritó, volviendo a dar la espalda para retirarse.

En otra imagen apareció la escena de un joven del barrio, amigo mío, diciéndome que Tierrelita le había llevado al tendero dos funcionarios de la Prefectura de Precios, Pesas y Medidas, y que estos le habían puesto una multa de cien pesos por haber encontrado una adulteración en las medidas de uno de los pesos.

En otras más aparecieron escenas de él trapeando los pisos de entrada de Casa Verde, mientras recibía regaños de la Perversa. Y por último la de su pelea con la Perversa.

Las volví a repasar una por una, con la mayor atención, y pude ver en ellas ciertos rasgos de la personalidad de uno y otro, que yo no había tomado en cuenta en mi investigación, y es que la Perversa era una persona de carácter fuerte, con muchas ganas de triunfo, que se dedicaba a su trabajo de una manera incansable, pero tan callada que no podía aportar esa luz que tanto necesitaba yo. Tierrelita, en cambio, era un charlatán que “vomitaba” todo cuanto sabía, pensaba o creía.

Eso me hizo recordar la importancia del diálogo como elemento impulsador de la historia. Y yo dominaba este tema, pues en mis cuentos y novelas le he dado siempre un tratamiento muy especial para que el lector pueda seguir el transcurso de ellos de una manera cómoda. Me dije entonces que debía estudiar muy detenidamente cada frase que Tierrelita y la Perversa habían pronunciado durante sus discusiones. Y así fue: Cuando la Perversa echó del bar a Tierrelita, amenazándolo con sacarlo a pescozones si no salía, este le contestó – Atrévete Maricona. ¿Crees que porque las tienes más grandes que las de un arquero me voy a dejar joder? La Perversa le preguntó entonces, enojado – ¿Por qué dices eso? No me vas a decir que tú se las has visto a los arqueros. Y cuando Tierrelita trató de embolatarle la respuesta, él le dijo: Ah, ¿sí? ¿Quién te crees que eres para burlarte de mí? Más claro no podía estar, Tierrelita había dicho a la Perversa que este tenía los testículos bien grandes. En otra oportunidad Tierrelita había dicho a la Perversa: “Si no me pagas le voy a decir a los clientes cómo es que tú les robas el dinero cuando se emborrachan, y adónde te lo escondes. Claro, allí quien carajo te lo va a encontrar”. Lo que bien podría dar a entender que la Perversa ocultaba el dinero robado en sus testículos, que es, sin lugar a dudas, una parte donde muy difícilmente se atrevería alguien a requisarlo.

En otra, Tierrelita había dicho a la Perversa. – “Estás equivocada si crees que te tengo miedo, yo conozco tu debilidad”. Es decir que él sabía cómo y por dónde atacar a la Perversa en caso de que este lo agrediera. Ahora, si fue en el trasero que le propinó la patada, quiere esto decir que ahí estaba la debilidad de aquel. Mi conclusión fue, entonces, que la Perversa acostumbraba a echarse los testículos hacia el trasero, cosa que de paso aprovechaba para esconder entre ellos el dinero que robaba, y fue precisamente en ellos que recibió la patada.

– ¡Muy cierto, muy cierto! – gritó Jairo, levantándose de un brinco. – ¡Te felicito Tano, eres genial!, seguía gritando, en tanto que Ritica que se hallaba también emocionada, decía – ¡Eso se llama no tragar entero!

Fin

 

 

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