Red de Literatura y Cine
VIRGINIA
N |
i el dolor, ni la compasión, ni la flor de nieve y juventud iban a durar eternamente. Atisbaba a través de los cristales de la ventana, orlados de vaho azul, del mismo azul virginal que aquellas nubes de lo alto, preñadas de nieve. No veía nevar desde que sus cabellos lucían trenzas de infancia y su cuerpecillo se protegía del frío con una trenca color pistacho. Dejar atrás los recuerdos; ésa era su consigna durante aquellos interminables ocho años. Ahora no estábamos en primavera, y las plantas que colgaban del saledizo de su ventana no ensombrecían la estancia y no la protegían de las avizorantes gentes del exterior. Hoy nevaba, y la nieve, que tan poco se prodiga en las comarcas del Mediodía, era un espectáculo que merecía la pena contemplar… Dentro de los cajones del armario ropero, la mantelería que terminó de bordar ocho años atrás, cuando el sol entraba a manos llenas en la estancia y hacía brillar la tela en el bastidor. Dibujos de flores y pájaros, confinados para siempre entre plásticos y bolas de naftalina. El piso de arriba habilitado para que hubieran vivido ahí. La alcoba nupcial, que no conoció estreno; la prisión donde su juventud se agostaba. Ocho años…, que se dice pronto.
«Tienes que hacer por que me gustes. Saber coser, eso sí. Pero ¿nada más? Hoy día no todo lo hace una cara bonita. Hay que tener cerebro, hay que demostrar que no se es tonto. No te pavonees de que sabes bordar; hoy eso lo hacen las máquinas, y cien veces mejor que tú. Haz como yo: sacrifícate y estudia. Cuando menos, sácate el carné de conducir. Demuestra que tienes células grises…»
Oíanse de lejos los gritos de la jovial chiquillería, que invadía las calles para recabar el tradicional aguinaldo y, por supuesto, para jugar con la nieve. El pueblo parecía una sábana recién acabada de lavar. Chupones de hielo, aguzados como lanzas, colgaban de los aleros y los canalones. La tierra sumida en un sueño de pureza, en una dulce ilusión de inocencia… No, lágrimas; quedaos en vuestro sitio. El dolor añejo no merece vuestra presencia… que ya va para ocho años.
«Decías que yo te gustaba mucho cuando me pediste salir. Yo te ofrecí desde el principio mi corazón. Y tú aceptaste no hacer cierta cosa hasta que pasáramos por el altar. ¿Qué quieres que le haga? Así soy, así me educaron… Y ahora tú me dejas tirada como un trapo, cuando ya estábamos a punto de unir nuestras vidas… ¿En qué te he desagradado? ¿Es que me he vuelto más fea?»
«Te he dicho hasta la saciedad que la belleza física no lo es todo. Mírate a los ojos; no hay nada en el fondo de ellos; son ojos bonitos pero bobalicones. Yo, siendo culto, ¿qué iba a hacer contigo? Aunque te pese, hay una barrera que nos separa…»
Barrera era ese cristal frío como el hielo. Barrera que no había de volver a ser traspasada por ninguna ilusión de afuera.
Su madre se hacía cruces desde que vivía confinada en la alcoba nupcial; se quejaba de que apenas la ayudaba en las faenas de casa.
«Hija mía, me ves echando la lengua y ni te inmutas. Te quedas encerrada en la habitación como una reclusa. La gente no habla bien de ti, ¿lo sabías?... De seguir así, más te valdría hacerte monja. Cuando aquello, tus amigas quisieron ayudarte a superar el bache. Tú las despachaste con cajas destempladas. Ahora ya ni me preguntan por ti cuando me las encuentro en la calle…»
Es costoso tomarle afición al silencio; mas cuando se le toma, más costoso es prescindir de él. Las campanas tocando a rebato, anunciando la víspera de la Navidad. El cielo despuntado de todos los matices del blanco y del azul. Afuera haría un frío de apretarse los dientes. En la acera de enfrente acababa de resbalar un niño con la nieve, en el mismo sitio en que vio a la flor marchita de su amor tres veces después de todo aquello. Tres veces que llenaron su vida de dulces cadencias, haciendo más soportable su enclaustramiento voluntario. La tercera vez se le vio pasar llevando a otra del brazo; y en ningún momento dirigió su vista a la ventana guarnecida de flores de geranio.
«Ésa ha sabido engatusarle —le comentaba su madre tiempo atrás—. Tiene la carrera de magisterio, ¿lo sabías? Dicen que es una superdotada, y guapa por añadidura. ¡Qué vergüenza! ¡Qué desfachatez! Pasearse por aquí. Como llevar la soga a casa del ahorcado…»
Pobre mantelería, que nunca vería la luz como ella quiso. Pobres reformas al piso de arriba; ni matrimonio ni frutos del matrimonio lo habitarían. Una rosa arrancada del rosal; en cuanto se marchitara nada quedaría. ¡Oh, la nieve cayendo ahora! Nieve vertical, volviendo la blancura a la calzada. Las campanas se silenciaron, pero sus vibraciones aún poblaban el aire. ¿Acaso la incultura no siente?
La voz de padre siete años atrás: «¡Tonta! ¿Por qué te encierras? ¡Vamos y plántale cara a la situación! Sal a las discotecas, y busca un hombre que te convenga. Ese quiquilicuatre de maestro de música no te venía al pelo. ¿Qué se habrá creído? Hija, sólo se vive una vez. No acabes tu juventud entre estas cuatro paredes. Sal al mundo de afuera y con valor. Por un fracaso sentimental la vida no se termina…»
El pájaro cautivo llega un momento en que pierde la facultad y el deseo de remontar el vuelo. La vida le parece más hermosa e idílica tras los barrotes de su prisión; arrebatadle de ésta y el pánico ante lo desconocido se apoderará de él. Ella no deseaba más cosa que esa ventana al mundo y esa alcoba donde su dicha estuvo tan a pique de hallar consumación. Un rectángulo de celaje siempre mudable; unas maceteras ostentando lujuriantes florecillas, adonde las abejas acudían a libar por primavera; escuadrones de vencejos y golondrinas en los atardeceres caniculares; las brumas doradas del otoño y el melancólico redoble de las campanas cuando alguien pasaba a mejor existencia. ¿Qué más necesitaba? Desde esa florecida ventana el mundo caía bajo sus dominios. Un mundo que no admitía novedad. Una tarde consagrada a contemplar las ramificaciones que la lluvia trazaba en el cristal de la ventana. No había mayor felicidad que ver una alba mariposa rondar las flores de los geranios, un luminoso y fragante mediodía del mes de abril.
«Lo damos todo por imposible, vecina. Su padre y yo lo hemos intentado todo por que salga a flote. Apenas si habla. Al mirar por la ventana pone los ojos como las lechuzas. Una hija que estuvo compuesta y sin novio, ¿quién podrá volverla como antes? Hasta ha perdido el talento de la aguja, y ya ni tan siquiera habla como las personas. ¡Bien contento podrá estar ese maestrucho! Él, mal que bien, ha rehecho su vida, ha tenido un hijo de esa… En fin, Dios dirá.»
Una mañana de verano, hacía como seis meses de ello, las campanas doblaron con desusado estridor. Ella se puso sobre alerta; algo intuía. Y esa misma tarde lo vio encabezando el cortejo fúnebre, todo él de riguroso luto y llevando de la mano a una criatura que hacía poco que había empezado a dar sus primeros pasos. Fue una visión fugaz como un relámpago; al primer golpe de vista no quiso mirar más. Los días y las noches ya no volvieron a ser los mismos. Como ahorcado al que aprieta el dogal, como buque en dique seco. ¿De dónde provenía tanto daño?
«Su mujer tuvo un accidente de coche —se comentaba poco después en la vecindad—, cuando regresaba del pueblo donde había conseguido plaza como maestra. Apañados quedan él y la criatura. ¿No le notáis más demacrado? Me ha dicho su madre que apenas si prueba bocado y que ha perdido el sueño. Ahora se ha volcado por completo en su hijo; quiere sacarlo adelante…»
Piedad. No existe piedad para quien no la prodiga. A él poco le importó dejarla en el más completo ostracismo. No sintió el menor remordimiento al saber que él era el ladrón de su juventud; que por su causa los ríos transportaron caudales de lágrimas y la felicidad huyó para siempre de esa solitaria alcoba. Mejores pensamientos merecían las nieves de ese día que él. Nunca nevaba, y hoy lo había hecho. La novedad. Un nuevo colorido, un rebrote de esperanza. Llegará la lluvia y el blanco inmaculado se esfumará; la rutina sentará sus reales de nuevo. La pureza del exterior confortaba su alma, que nunca tuvo ocasión de impurificarse, que nunca pudo zambullirse en la vida que tanto esperó. No hay luna sin estrellas, no hay sol sin juventud.
Esa misma tarde. La nieve había cuajado en los tejados y en las aceras. En las alturas se perfilaba una oscuridad lechosa. Su madre, cual tifón de los mares del Sur, irrumpió en el santuario de su soledad.
—Vete apañando. Esta noche vamos a ir a la misa del gallo.
Un atentado contra su soledad. Ya no había calendario que marcara el tiempo que llevaba sin ausentarse de esas paredes protectoras. La naturaleza había roto con la rutina mediante esa nevada inesperada. La soledad imita a la naturaleza. No le dijo que no a su padre.
El frío recrudeció para medianoche. No se estaba mal en el templo, con la calefacción a toda mecha. Se sentía atravesada por cientos de miradas; le daba la sensación de encontrarse de visita en un hospital de leprosos. La multitud tendía su cerco en torno a ella, y ella conoció el arrepentimiento de haber roto con su particular clausura.
Finalizado el oficio religioso, la banda municipal de música atacó una pieza navideña. Él la dirigía. Sus brazos describían ágiles movimientos frente a la partitura del “Adeste fideles”. Al lado las figuritas del Nacimiento, rodeadas de miríadas de lucecitas parpadeantes.
Terminada la ejecución, volvióse de cara al público para recibir la consabida ovación. Y fue que sus ojos se congelaron y el semblante se le demudó. ¡Ella aquí!, con su madre, en un rincón de las atestadas ringleras. La salve de aplausos le sorprendió presa de un total desconcierto, sin atreverse a realizar el menor movimiento.
Uno de los músicos le tuvo que regresar a la realidad.
—Maestro, agradece los vítores.
Él saludó a la concurrencia de un modo maquinal y desganado. Sus ojos la fueron siguiendo mientras salía del templo acompañada de su madre. Luego, cuando la perdió de vista, encontrados sentimientos de confusión se apoderaron de su ser. Después de tantos años…, la flor del invernadero, la sonrisa que él aniquiló de sus labios.
El tiempo, a partir de entonces, no volvió a ser el mismo. Un rostro lívido de joven traspasando el umbral de la madurez, clavado como a fuego en su mente. Los arzollos florecieron en una nube de pétalos de color de rosa, y continuaba igual de perplejo. Su hijo extrañaba a su madre; él no podía asumir ese papel. Las vigilias le sorprendían con un nombre en los labios, un nombre humilde que entrañaba nociones de inocencia. Unos ojos distintos después de ocho años de separación… Y llegó la añoranza, como el estallido de una tormenta. La vida suya perdió lo poco que le quedaba de amable, y a partir de entonces todo se tornó ansiedad, una querencia de volver a retomar el viejo camino abandonado… Después de ocho largos años.
Tuvo lugar aquella azul mañana dominical, en que las resedas y los romeros aparecían por los montes en plena gemación. Tomó de la mano a su hijo, le compró un huevo de chocolate en el quiosco de la plaza del Ayuntamiento, y se encaminó con él tan campante hacia allá, hacia la soleada ventana florida. De este modo, pensaba, lograría conmoverla y hacer que volviera con él. Oh, madrecita en sueños; te traía un hijo para satisfacer tus ansias de femineidad, para que lo criaras del modo que mejor estimaras. Estuvieron los dos un rato frente a su ventana, festoneada por las próvidas maceteras. En los ojos de él había un ruego implícito, un deseo de rescatar las pretéritas ilusiones del olvido. Esperó y esperó. Las brasas de la tarde se fueron avivando, y el niño expresaba con lloriqueos su impaciencia por marcharse de allí.
Un último rayo de sol brilló en su ventana, antes de quedar sumida en la sombra, para cuando él percibió que la abrían. No surgió ningún rostro en el marco. Sólo se precipitó desde ahí el legado de ella, esto es, la mantelería terminada de bordar tanto tiempo atrás; al colisionar contra el suelo produjo un seco ruido de plástico viejo.
Aquello era el último adiós de ella. El maestro de música, siempre llevando de la mano a su hijo, se acercó donde la mantelería, la tomó del suelo y se la colocó por debajo de la axila. Había comprendido… Y ya no volvió a vérsele por aquella parte del pueblo. Afortunadamente, el mundo estaba lleno de mujeres sin remilgos.
Mientras hubo flores en el saledizo de su ventana, supimos que ella seguía allí dentro. Después, al cabo de muchos años, las flores comenzaron a marchitarse por falta de riego. Así nos enteramos que ella había encontrado otro lugar donde habitar, sin necesidad de que las campanas nos lo confirmaran.
Aldea del Rey, Ciudad Real
5, 6 y 7 de marzo de 1998
Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes)
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