Red de Literatura y Cine
(Del libro: "La falsa ciudadela del recuerdo": 1993)
Alejo Urdaneta
Y EL PERDÓN CAMBIÓ DE SENDA
El tiempo ha hecho su tarea de olvido y no sabría decir cuándo comenzó aquel ceremonial de viernes Santo. Describir lo que ocurría en la plaza y compararlo con lo que yo mismo sentía es quizás imposible y nunca exacto.
Sí puedo decir que estaba en la esquina de la plaza en la espera del comienzo de la procesión del Sepulcro, costumbre de muchos pueblos en la Semana Santa. No me sentía interesado por el acto, pero me impulsaba a presenciarlo una curiosidad: quería comparar el sentido de ese acto religioso con la intensidad de otro acto que me toca directamente, y no la procesión como rito circunstancial.
Puedo darle al suceso que me conmueve un sentido distinto, mío exclusivamente, y sin embargo tomar de la ceremonia semejanzas. Pero digo que es una impresión lo que ahora defino, y ver el suceso verdadero (el mío, no el de la representación de la muerte y la redención) de un modo libre, según mi voluntad.
Cambio intencionalmente lo que voy a presenciar.
Recreo a mi antojo o por necesidad la escena que conmemora el retorno de Cristo a lo eterno de su vitalidad, representada en la cruz que da paso a su existencia nunca tronchada. Coinciden allí acciones que se oponen y excluyen. Quizás fuese cierto y de valor lo que la multitud devota desarrollaba; posiblemente fuera aquello un espejo consciente, realidad visible de lo que en suma era para mí la verdadera ceremonia.
Puede pintarse la escena: Sube la procesión, lentamente, por la calle principal del pueblo. Con pasos medidos, el cortejo sigue a los que cargan la caja de vidrio que guarda el cuerpo del yacente. Es un nicho adornado con flores y guirnaldas, y el grupo también se mueve al ritmo de un compás solemne que hace danzar palmas y ventanas.
Detrás del séquito, en seguimiento postrero, la Madre Dolorosa muestra las siete espadas clavadas en el pecho; y más allá forman fila las figuras tensas de los soldados armados de fuerza y justiciero ademán, convulsionados todos por la fe que pregona una vez más el triunfo del dogma. Ya la muerte ha cerrado el juego y la ruta es de silencio y conmiseración.
Dies Irae. Suena la voz oscura de los dolientes, y la marcha sagrada remonta la cuesta.
No podía sustraerme al espectáculo que desde el comienzo de la ceremonia (no sabría decir cuándo comenzó el ritual) he mantenido en atenta observación de los contrastes que la memoria me propone en mi cavilación. O quizás no haya ningún contraste entre esos dos acontecimientos: el que va por la plaza y las calles en rítmica procesión religiosa, y este otro que mi conciencia compone con mayor realce y plenitud, porque tiene la consistencia de lo realmente sucedido, y me toca en lo personal.
Reconstruyo las sensaciones de miedo y confusión, y las percibo como si no hubiesen perdido presencia y sean siempre actuales. El dolor manifiesto en el rostro de ese hombre que padecía era igual que la pena y el sufrimiento del Cristo yacente. Pero también podía preguntarme si esa multitud que seguía al Sepulcro sentía la misma compasión hacia este hombre golpeado por la pena que es ahora simple espectador del magno suceso de la muerte de Jesucristo.
¿Será esta muerte escenificada la de cada uno de los que asisten al acto ceremonial? En mi caso, el dolor que había padecido seguía su tarea de penetrar la conciencia y sostener el castigo. También yo, como el Cristo, tenía un motivo para haber cometido el crimen que me llevó a la ignominia y a la pena. Me parecía que la multitud que seguía al cortejo mortuorio de la procesión comprendía mi aturdimiento, y que la expresión del rostro lívido del yacente en el nicho era la misma que podía verse en mi rostro, también alterado por la turbación que se anticipa a la muerte y queda con fijeza adolorida, palidez de cera. Al igual que la figura inmóvil llevada en andas por los creyentes, era yo mismo otra víctima de la injusticia. El dolor, cualquiera que sea su procedencia, merece la indulgencia de los hombres; y yo, lo he dicho, padezco aún la penuria por mi acción sancionada. Soy uno más en esta congregación de dolientes, otro espectador del castigo y la muerte, pero soy del mismo modo el sufriente que no recibió de los hombres la comprensión y la indulgencia que merecía. Circunstante del rito repetido en los siglos para glorificar la muerte y la resurrección, suponía que los asistentes compartían mi trágica realidad. Y la pregunta batía en mi conciencia: “Era mayor el crimen que había segado la vida del Cristo, que ese otro crimen que se ha cometido por la ira incitada por la traición? La pasión que despierta amargura y lleva al padecimiento del desprecio, son caminos trazados para el crimen. Porque el crimen es una censura, una ablación de la dignidad; pero también es delito la incomprensión y el desprecio cuando el hecho punible por la ley humana tiene justificación y ha debido ser absuelto.
El Cristo yace en el anuncio de la gloria, su crimen, como el mío, quebrantó un orden humano que vulneró jerarquías y mandatos que debían ser sancionados. Ambos habíamos roto una disposición humana.
De tales meditaciones se hacía el camino de Cruz de este espectador maravillado de su propia sorpresa. Es una inquieta avanzada de emociones que nace del instinto y pretende juzgar las normas. La emoción exige ser comprendida y adquiere firmeza de convicción: ya no es una explicación racional. “Es tiempo de arrepentimiento”, pudiera decir en una contrición bien formulada.
Los pasos del cortejo pudieran continuar infinitamente, para seguir a todos los que han sufrido la injusticia. Veo el conjunto de las figuras que representan la procesión de Viernes santo y las escucho hablar por sí mismas: El Cristo pinta la muerte que lo ceñirá de gloria; la Madre Dolorosa del pueblo desnuda su congoja ante el crimen que no logra entender; y los representantes de la fuerza que condena y doblega tratan de explicar en gestos estáticos las razones de la sentencia. Todo, en fin, sigue el curso que conmueve a la plaza. Pero es algo más que puede cambiar el rito o la oración de los hombres, algo que pudiera hacer que se mire de otro modo el significado de la procesión religiosa.
Comprendí cómo los soldados recibían la repulsa del pueblo, supe de la injusta sanción que me condenó al castigo por un crimen tan grave como el que se imputó al Salvador, y que me dejó el escarnio y el castigo por mis actos. La representación de la plaza tuvo entonces, para mí, un sentido diferente: Vi cómo el séquito devoto me dedicó un gesto de esperanza, y de victimario pasé a ser la víctima que la oración de todos quería desagraviar. En su visión interior, el espectador imaginó que podía ser él quien recibiese la glorificación que se daba al Cristo en la urna de cristal, y que la Madre Dolorosa era la suya.
Con el escaso valor de las justificaciones tardías, hice el recuento de los hechos que ocasionaron el castigo y el desprecio que me infligieron. Rescaté, en acto de conquista y orgullo, los motivos que desencadenaron el crimen. Me dije que había sido redimido por el pueblo, porque ese delito no fue ablación de dignidad sino limpieza de honor, y que no era tiempo de arrepentimiento. Viví de nuevo la comprensión que me fue negada, y sentí la soledad y el dolor. Se unieron en un fogonazo de lucidez la imagen del Cristo en el nicho que había quebrantado el orden social y ahora era glorificado, con la mía propia cuando cobré una vida en acto de honor. Repetía la frase: ¿Qué acción merece de los hombres mayor indulgencia que la que mana del dolor como el que padecí a causa de una traición? Sentía que la culpa que se imputó al Cristo, llevada a la comparación externa de los hechos, era su propia falta, así por lo menos se la habían atribuido. Y con esa idea se imaginó que este espectador de la procesión era un verdugo y merecía la misma remisión que ahora el pueblo reclamaba para el crucificado.
La contradicción no lo abandona: Cristo había recibido una vez más la gloria y el reconocimiento de la humanidad, mientras que él, un espectador que no sabe cuándo tuvo comienzo la ceremonia del Santo Sepulcro, detenido en la esquina del templo en acto de evocación, sólo recibió repudio, ninguna indulgencia para la cruel repetición que haría la memoria en la visión de sí mismo.
La procesión remontará otra vez y por siempre la calle. Se difuminarán las emociones de arrepentimiento de los devotos que miran la Coronación de Cristo, y yo, desde el portal inconcluso de mis pensamientos, recrearé estos momentos al recibir sobre mí el suave aliento de las palmas de la plaza. Llegarán aromas de las especies sagradas que me recordarán ahora un desaliento, después un dolor, en confusa maraña de sentimientos. Siento en este momento que los fieles del acto ceremonial vuelcan hacia mí la veneración de este día.
Nunca pude saber cuándo había iniciado el rito de viernes Santo. Aquel largo momento que permanecí observando el suceso religioso se había perdido en las imágenes traídas por la conciencia. Y no sé si todo comenzó en el instante en que el sacerdote abrió el camino del cortejo, o aquel otro día fijado en la visión para siempre, en que asesiné al burlador de mi dignidad y mi honor, para dejar en su rostro de sarcasmo la palidez cristalina de la muerte.
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Buen escrito Muy plástico
Saludos
Ignacio
Muy interesante.
Bonito, también.
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