DE DANZONES, MARIAS Y LOTERIAS

DE DANZONES, MARIAS Y LOTERIAS

“DE DANZONES, MARÍAS Y LOTERÍAS”

Un día de hace muchos años, cuando la infancia aún soldaba mis huesos y creaba mis recuerdos, llegó a la casa de mi abuela un personaje que no pude entender. Su cabello casi gris en donde aún lo había, relamido de forma pulcra y un discreto bigote del mismo color de su escasa cabellera, vestido con un traje gris a rayas con chaleco como el de las películas antiguas y un aroma a discreto a colonia, contrastaban con sus zapatos de doble color:  mitad blanco, mitad negro, de charol y agujetas.

Era el Tío Cande, Candelario Zavala, primo hermano de mi abuela, un pachucho que pasaba por la vida de sus familiares de la misma forma en la que suele pasar una estrella fugaz: causando expectación en sus visitas hasta llegar al ritual donde mi abuela y mis tías se levantaban de madrugada en una verbena de felicidad a lavar ventanas, cortinas y manteles, preparar todo tipo de guisos,  con tal de disfrutar de sus relatos, sentados a su alrededor (todos incluyéndome) a la deriva de su “recta” pero “nocturna” vida en los bailes de Tacuba y del Centro. Era sastre, soltero y aficionado al danzón de salón. Sólo tenía un defecto, decía mi abuela en cuanto el cometa se alejaba: Corteja Marías en la Alameda.

UN DOMINGO EN LA ALAMEDA.

Hoy en día es difícil saber de nombres comunes: entre las Jeniffers, los Williams y los Bryans los santorales han perdido fuerza y unanimidad. Si hubo un tiempo deMarías seguramente también fue asunto de moda pasajera.

Pero las modas también dejan tatuajes de formas y hoy en día sé que las Marías que el tío Cande cortejaba, no eran simples nombres femeninos: eran atuendos de trenzas, cabellos negros, lacios y en su mayoría gruesos, de piernas y brazos cobrizos, sandalias o zapatos sin tacón, faldas cilíndricas con cremalleras traseras tan vistosas como los fondos que de ellas se asoman, copetes arqueados y nerviosismo tratado a bases de gomas de mascar y risas histéricas reprimidas bajo las manos. Mujeres que mucho tiempo disfrutaron de su corta libertad laboral alrededor de las fuentes y sobre los pastos de la  Alameda Central de la Ciudad de México, que nunca tuvo otra función que ésta: ser el centro recreativo casi gratuito si no fuera por los múltiples antojos que aún perduran. La cama pública de las parejas que han gastado sus poca fortuna dominical en un refresco y la media vuelta…

El cielo parece enfermo. Su trágico semblante vespertino parece tener sin cuidado a los que fascinados apostados al rededor de las fuentes de la Alameda  escuchan un sonido agudo provenir de un micrófono y un teclado. Los “técnicos” de la orquesta urbana, pobre pero elemental, comienzan a sacar delgados cables que parecen tentáculos  provenientes de las bocinas, de 4 micrófonos, una guitarra, una batería y un teclado. ¡Perdón! una mujer guía a una niña que no parece prestar atención a nadie a su alrededor; los gestos de su cuerpo no son de egoísmo, se llama “autismo” y a pesar de ser una enfermedad con fuertes fronteras de la expresión, es parte del grupo y toca la “guacharaka”, un tubo cilíndrico metálico con rugosidades que son raspadas por una especie de varilla. Es la cuarta integrante del grupo “Arco iris” que ha terminado de adaptar los cables de sus instrumentos a la corriente del al alambrado público con algunos trucos y de afinar manos, teclas y sintonizadores. Comienza la función.

“Pa´ la paloma pa´la paloma, que vuela paloma palomita“. Dos mujeres de apariencia rubia con el color del cobre de la bandera en la piel han abierto la pista. La sonrisa poco ajena con la que los presentes que por ahí deambulan dan el sazón de quien se conoce por la costumbre. Comienzan a buscarse y a sacar a bailar a quien encuentren a su paso. Una goma de mascar se asoma por entre una dentadura agrietada y de labios naranjas que no dejan de sonreír mientras el grupo toca y su acompañante menea las caderas en una vuelta de ritual. El turno ahora es de ella y no dejará de hacer lo mismo, contorneando la cintura en deleites propios y ajenos, mientras su pareja marca algunos pasos en su lugar. La fuente de Neptuno no tiene agua bañándolo como las otras fuentes cercanas y será muy a propósito, pues parece que hasta él está de acuerdo, pues a su alrededor se ha llenado de parejas que repiten el mismo acto que aquella mujer de cabellera rubio y ojos pardos.

Ha terminado la canción. Algunos sacan algún pañuelo de papel y secan sus frentes, los demás se miran entre sí, pues es casi simbólico que no se debe de bailar con la misma pareja por mucho tiempo. atrás del pequeño escenario, la madre de la niña que sigue ajena a los demás, le ajusta su melodiosa guacarnaca y saca un cuaderno repleta de las memorias musicales del grupo “EL Arcoiris”: por $10 pesos, cualquier mujer llamada María, podrá bailar al son del “Acapulco Tropical”, “Belleza de Cantina”, “un chacha y hasta una polca con cualquier Pedro,  algún Juan,  todos los Josés y hasta con un William y dos Bryans.

Algunas gotas del cielo han caído sobre la fuente y sobre toda la Alameda, pero Neptuno y sus alrededores no dejan de mirar al grupo musical en espera de la próxima melodía. El vocalista, un hombre  llamado Arturo Cruz Ramírez, que es la carta de presentación que él se impone repartiendo tarjetas de presentación de su pequeña orquesta. Son los caballeros los que se acercan a hacer peticiones mientras miran a su alrededor en busca de una posible candidata a las vueltas dobles y pasos redoblados y  ellas por partida doble se hacen notar en un grito agudo cuando piden una porra para las “solteras”; motivo por el cual salen de un teclado y no de un acordeón como debiera de esperarse, las primeras y hasta la última nota de “La puerta negra”.

El tecladista, un hombre de zapatos azul eléctrico, calcetines azules y lentes de imitación mira tras su seguro escondite a una mujer con apariencia leopárdica, cabello corto, rizado y pajizo, moverse en los sonetos de la alegría sabedora de su talento de pista de baile. Es el turno de la canción de “Quinceañera” y las mujeres suspiran casi al unísono, sabedoras de los tesoros gratuitos de dicha edad, pero ha imprimido en sus parejas de baile, una  suavidad también perdida en ellos. Las mujeres en su mayoría entradas en los treintas y cuarentas, miran mientras bailan a sus alrededores; pareciera como si la esperanza del “príncipe” que nunca llegó, fuera aparecerse en cualquier momento. sus ropas son humildes al igual que la de sus acompañantes. Aquí la alegría de la música mitiga las realidades y hermana las diferencias, pareciera como si en la felicidad de los hombres se preestableciera que “en la Naturaleza no hay jerarquías” y que para todos hay, salvo para los que de tres en tres se arremolinan juntando sus monedas y ajustar los $10 pesos para otra canción. La música ha terminado y todos retornan al “Reino de los hombres comunes”.

El Danzón comienza a las 7pm y mientras miro el reloj calculando la hora, son las 6pm, y todos los que un momento antes parecieran emergidos de un cuadro pintoresco, han desaparecido entre los puestos de hot dogs de 3 x$20 pesos, por los pastos buscando algún rincón de descanso y algunos de intimidad, en la búsqueda de otra juerga gratuita o en la cálida plática de una María que aún le sobra el tiempo para caminar por los alrededores de la Alameda en la compañía de algún tío Cande.

De entre un puesto escucho decir; “¡La Sirena!,¡El borracho!, ¡el Diablito!,¡La Muerte! ¡LOTERÍA! ¡ES LA VIDA!.

JEAN-SKARLETT CUERVO D MAYFAIR (ERIKA CASTILLO)