Tecnología y cultura en 2025: creación, control y nuevas formas de lo real

La cultura contemporánea ya no puede entenderse sin la tecnología. En 2025, esta afirmación ha dejado de ser provocadora para convertirse en una obviedad. Pero lo que aún está en debate es cómo y para qué usamos la tecnología en la producción, distribución y experiencia cultural. ¿Expande nuestras posibilidades creativas o las condiciona? ¿Nos conecta o nos sobreexpone? ¿ democratiza el arte o crea nuevas jerarquías invisibles?

En este paisaje de contradicciones, la tecnología se presenta tanto como aliada como desafío. Y la cultura —entendida no solo como arte, sino como forma de vida compartida— es el espacio donde estas tensiones se hacen visibles.

Creación asistida: ¿colaborar con la máquina o delegarle la voz?

Uno de los fenómenos más comentados del momento es el avance de la inteligencia artificial generativa. En el ámbito cultural, esto se traduce en algoritmos que escriben novelas, generan imágenes a partir de descripciones textuales, componen música o imitan voces humanas con una precisión inquietante.

Herramientas como GPT, DALL·E, Midjourney o Suno han democratizado el acceso a procesos creativos que antes requerían años de formación técnica. Hoy, cualquier persona puede experimentar con textos, sonidos e imágenes sin más que una conexión a internet y algo de intuición estética.

Pero este acceso viene acompañado de preguntas incómodas:

  • ¿A quién pertenece una obra creada con ayuda de una IA?
  • ¿Dónde termina la inspiración y empieza la programación?
  • ¿Qué pasa con el valor simbólico del trabajo artístico?

Algunos artistas han abrazado esta revolución como un nuevo lenguaje. Otros la rechazan por considerarla un atajo superficial. En medio, la mayoría experimenta, duda y redibuja los límites de lo que entendemos por autoría.

Experiencia inmersiva: cuando el arte se vuelve entorno

Otra transformación profunda es la proliferación de experiencias inmersivas. Ya no se trata solo de mirar una obra: se trata de entrar en ella, caminar dentro del sonido, interactuar con la imagen, convertirse en parte del relato.

Museos de arte digital, instalaciones multisensoriales, conciertos con realidad aumentada, teatro inmersivo en entornos virtuales… La frontera entre espectador y obra se diluye.

Un ejemplo destacado es el proyecto La otra cara de la ciudad, una experiencia urbana donde los participantes caminan por barrios reales con gafas de realidad aumentada que activan historias invisibles: memorias de vecinos, conflictos olvidados, intervenciones poéticas.

Este tipo de propuestas no solo redimensionan la narrativa, sino que redefinen lo que entendemos por espacio cultural.

El usuario como curador: plataformas, algoritmos y nuevas formas de mediación

En 2025, gran parte del consumo cultural pasa por plataformas digitales. Desde Spotify hasta TikTok, pasando por Twitch, Substack o Letterboxd, el contenido se mueve en circuitos diseñados por algoritmos, pero mediados por personas.

El usuario ya no es solo consumidor: es curador, editor, influencer accidental. Recomienda, comenta, clasifica, filtra. Construye su biblioteca pública y su propio canon personal. Sin embargo, este poder también está limitado por burbujas algorítmicas que refuerzan lo conocido y dificultan el descubrimiento.

Esto ha impulsado el surgimiento de plataformas culturales descentralizadas, donde los usuarios comparten obras sin intermediarios, organizan archivos abiertos y desarrollan sistemas de recomendación comunitarios. Cultura digital sí, pero con más agencia.

Cultura del deepfake: simulación, ironía y crisis de lo real

El avance en tecnologías de simulación ha dado lugar a una cultura del deepfake: videos hiperrealistas, voces clonadas, avatares que imitan a figuras públicas… El cine, la música y la publicidad ya han integrado estas herramientas. Pero el arte también ha encontrado formas críticas de usarlas.

Proyectos como El dictador virtual, una instalación chilena que permite interactuar con una IA que simula discursos de líderes autoritarios del siglo XX, cuestionan los límites éticos y perceptivos de la representación.

Aquí el problema ya no es técnico, sino filosófico: ¿qué valor tiene lo “real” en una cultura donde todo puede ser perfectamente falso?

Tecnología y acceso: democratización o brecha invisible

Uno de los discursos más optimistas alrededor de la tecnología es su supuesto potencial democratizador. Y es cierto que hoy es más fácil que nunca publicar un libro, distribuir música, montar una exposición virtual o llegar a una audiencia global.

Pero esta accesibilidad no es igual para todos. Las brechas de conectividad, formación digital y visibilidad siguen marcando quién tiene derecho a crear, ser visto y reconocido.

Además, el modelo dominante sigue siendo extractivo: las plataformas recogen datos, monetizan contenido ajeno y favorecen lo viral sobre lo valioso. Por eso han surgido redes culturales autogestionadas, cooperativas de artistas digitales, plataformas sin fines de lucro que buscan cambiar el paradigma.

¿Qué entendemos hoy por cultura digital?

Ya no basta con poner contenido en línea. La cultura digital en 2025 implica una nueva ecología de relaciones: entre humanos y máquinas, entre individuos y comunidades, entre lo local y lo global.

Significa pensar en sostenibilidad (ecológica y mental), en propiedad colectiva, en nuevos alfabetismos. Significa entender que la tecnología no es neutral: traduce valores, impone lógicas, reconfigura sentidos.

La cultura no es lo que sobrevive a la técnica. Es lo que la interroga, la humaniza, la transforma.

Creatividad aumentada o imaginación domesticada

El gran reto de nuestra época no es tecnológico, sino cultural. No se trata de adoptar herramientas por novedad, sino de preguntarnos qué mundo queremos construir con ellas.

La tecnología puede ampliar nuestra imaginación o sofocarla bajo los parámetros de lo posible. Puede conectarnos con otras voces o encerrarnos en nuestras preferencias. Puede ser espacio de libertad o de control.

La cultura, con su capacidad crítica y simbólica, es el terreno donde se juega esa tensión. Y es allí donde —en medio de pantallas, códigos, voces sintéticas y algoritmos— aún seguimos buscando lo humano.