Red de Literatura y Cine
El señor Galán. (Cuento)
Por Esteban Herrera Iranzo
Estando yo niño, mis padres me llevaban a visitar a mi tío Plácido, un hermano de mi abuelo materno que vivía en una de las primeras casas de la entrada de Galapa, un pequeño municipio al sur de Barranquilla.
Recuerdo que, una vez terminabamos de visitarlo, nos íbamos a la plaza, a la panadería del señor Galán, un interiorano blanco, grueso y de bigote espeso, que hacía mucho había llegado al pueblo. Allí comíamos la Galapa, un pan de dulce muy pequeño, pero de iguales características que la Mogolla, es decir, redondo en la parte superior y achatado en lo que bien podría ser su base, que, si bien hoy se halla casi en el olvido, era entonces muy apetecido por la gente, por poder comerse como pan en el desayuno o como biscocho, a cualquier hora del día, en sus dos sabores: de vainilla, o como mero pan de dulce.
La gracia de comer entonces el panecillo en este municipio, era porque había sido en él, y precisamente en la panadería del señor Galán, que había tenido su origen.
Nuestra relación con el señor Galán no quedaría, sin embargo, como la de unos simples clientes de su panadería, pues pasado unos años, estando yo casado y atravesando mi matrimonio por “el purgón”, mi padre compró a él un lote de terreno que hacía parte de un patio inmenso que tenía su casa de entonces, una edificación de arquitectura republicana, ubicada a la entrada del pueblo, muy cerca de la casa en que años atrás había vivido mi tío Placido, y, con el propósito de ayudarme, construyó en él una pequeña casa que pronto pasó a ser conocida en el sector como “la casita nueva”. A ella me fui a vivir con mi mujer, mis hijos y Pinkolo, un perro hibrido, de color negro y pequeñas manchas marrones en la cara, al que yo había dado el nombre por su gran parecido con un perro muy bravo, llamado así, que los Herrera habíamos tenido cuando niños.
En esa casita nueva, emprendí un negocio que había ideado desde hacía algún tiempo, con el propósito de sostener el hogar y poder continuar mis estudios de derecho en la Universidad del Atlántico: la crianza y matanza de puercos.
Allí, además, logré hacer alguna amistad con el señor Galán, que para entonces se hallaba entrado en edad. Aún me parece estar viéndolo, detrás de la cerca de palos que dividía nuestros patios, con el cuerpo apoyado en aquel bastón de madera de caoba y mango negro que portaba siempre en su mano derecha, hablándome de su oficio de panadero y de las muchas experiencias que este le habia dejado, y de cómo, con el dolor de su alma, le habia tocado dejarlo para dedicarse a cuidar a su esposa, que sufría de los nervios.
Recuerdo también que, cuando me visitaba para ver mis puercos y uno que otro pollo que yo tenía en el patio, nuestras charlas se extendían por horas y horas de una manera muy agradable. Hablábamos de las diferentes razas de puercos, de gallinas, caballos., y del cuidado que cada uno de estos requiere según la región, el clima y la etapa de la vida en que se halle. Mas, cuando yo tocaba un tema que al parecer no era de su agrado, o Pinkolo se acercaba a olfatearlo sin mover la cola, él daba la espalda, y, sin pronunciar palabra alguna, se iba a su casa.
El señor Galán y yo no imaginábamos, desde luego, lo que un día iba a suceder. Y es que él tenía un gallo grande, jabado, de esos cuya raza es de gallina ponedora (Purina), que, por haber nacido macho, los criaderos, para no botarlo, lo venden a precio regalado, y quien lo compra se encarga de “convertirlo en criollo”, echándolo al patio para que coma matas e insectos, y dándole las sobras de comida del hogar, para luego comerlo siendo aún un polluelo, pues sabe que si le permite llegar a edad adulta, este aleja a pico y espuelas a cuanto gallo encuentra al paso, para ser él quien pisa las gallinas, pero los huevos que estas ponen no empollan, ya que es un gallo estéril. Además, las personas de la casa tendrían que andar cuidándose de sus espuelas, debido a lo agresivo que es.
Y el gallo del señor Galán no escapaba a estas características, pues desde tempranas horas de la mañana, que lo echaban a escobazos para la calle, por andar repartiendo espuelas a la familia, se paraba en el frente de la casa para agredir a cuanta persona, perro o chivo transitaba por ella.
Por otra parte, Pinkolo no se quedaba atrás, pues era un perro tan bravo que no permitía que alguien pasara cerca de él, so pena de clavarle sus colmillos.
De modo que, cuando los vecinos tenían que pasar por el frente de las casas del señor Galán y la mía, atravesaban la carretera para hacerlo por la otra acera y evitar las espuelas del gallo de él y los dientes de mi perro. Y desde luego que las reacciones de estos no se habían hecho esperar, pues unas veces lanzaban improperios contra mí y el señor Galán, y otras arrojaban contra los animales, piedras que iban a dar a la puerta de nuestras viviendas. Así que, yo, para evitar problemas con ellos, tomé un día la decisión de mantener a Pinkolo encerrado en casa. Mas, el gallo del señor Galán seguía en el frente de su casa todo el día.
Una tarde, siendo algo más de las dos, yo viajaba de Barranquilla al pueblo en un bus de la ruta Galapa, con un bulto de afrecho muy pesado, para mis puercos, y, al llegar a la entrada, pedí al conductor que se detuviera frente a mi casa, y, justamente, cuando yo descendía del automotor con el bulto en el hombro, apareció, no sé de donde, el gallo del señor Galán, y, sin darme tiempo a reacción alguna, saltó sobre mí y clavó sus espuelas en una de mis rodillas, produciéndome un dolor tan espantoso que solté el saco y eché a correr hacia la puerta de mi casa, Y, en medio de las miradas y risas de los pasajeros del bus, que observaban el espectáculo, pude llegar a ella con el gallo detrás de mí, en momentos que mi mujer, que habia oído el alboroto, la abría. Pinkolo salió entonces, y, con una furia que me hizo estremecer de pánico, se arrojó sobre el gallo y clavó una y otra vez los colmillos en su cuerpo, hasta dejarlo sin vida.
Un cuadro, que aún no he podido olvidar, apareció entonces: el gallo tirado en el suelo, bocabajo, con el cuello torcido y ensangrentado, el afrecho regado por todas partes, la gente bajándose del bus para comentar a gritos lo sucedido, mi mujer y yo ordenándole a Pinkolo que entrara a la casa para evitar un problema mayor. “Que ese gallo era una verdadera calamidad”, “que hacía poco habia herido a espuelas al hijo de no sé quién”, “que habia tenido el final que se merecía”, “que mi perro no se quedaba atrás”, “que uno y otro eran animales peligrosos”, “que a Dios gracias habia muerto uno por lo menos” -, decían aquellos.
Hubo un silencio cuando el señor Galán apareció ante el grupo con el bastón en su mano y una cara que mostraba el disgusto que le causaba lo sucedido. Se detuvo frente al gallo, lo miró por unos segundos, clavó luego su mirada en mi rostro por otros cuantos, e inclinó torpemente el cuerpo y tomó al animal por una pata. Y, sin decir una palabra, dio la espalda y con él en una mano y apoyando sus pasos en el bastón que llevaba en la otra, se fue a su casa.
Yo, que no le habia quitado los ojos de encima, me dije que lo mejor que podía hacer, una vez calmados los ánimos, era ir a verlo, pedirle excusas por lo sucedido y pagarle el gallo.
Y en efecto, en la mañana del día siguiente yo fui a casa del señor Galán y toqué varias veces a la puerta, pero nadie me atendió. Parecía como si no hubiera un alma en ella, pues ni el ruido del barrido de una escoba se oía. Así que me retiré preguntándome si no sería que él había dicho a su familia que no me atendiera, que ¿qué tanto podía haberle enojado el que mi perro le matara un gallo que me habia agarrado a espuelas en la puerta de mi propia casa, máxime si el me conocía y por ello sabía que yo estaría dispuesto a pagárselo?
Los días comenzaron a pasar, y yo, preocupado por no ver al señor Galán, comencé a preguntar por él a cuanto vecino veía en el pueblo, y, al ver que nadie me daba razón, pensé que lo mejor era volver a su casa. Talvez – me decía ese día - si le ofrecía un puerco de unas treinta libras en pie, como pago de lo acontecido con su gallo, él podría cambiar aquella posición tan drástica para conmigo. Así que me dirigí a ella y toqué una y otra vez a la puerta durante unos minutos, y, al ver que nadie respondía, toqué con mayor fuerza varias veces.
Unos toc, toc, toc, parecidos a los toques de un bastón contra el piso, se oyeron entonces –. Es él -, me dije.
El ruido del cerrojo de la puerta se oyó entonces y seguidamente esta comenzó a abrirse, dejando ver el rostro del señor Galán. Tenía un gesto de pocos amigos y unos ojos hondos y enrojecidos, como los de alguien que no ha podido dormir durante varios dias.
Me dije que era el momento de arreglar las cosas. Así que armé como pude una sonrisa en mis labios y le pregunté que cómo estaba, que si me permitía pasar a la sala. No me contestó una Palabra.
- Señor Galán, por favor -, le dije -, he venido con la intención de charlar con usted. Talvez podamos entendernos.
Siguió mirándome con sus ojos enrojecidos, sin contestarme.
- ¿Cómo le parece si le doy por el gallo uno de mis puercos? – le pregunté.
Tampoco me contestó. Parecía que no estuviese oyendo mis palabras, o no le interesaran.
- Podríamos, incluso, festejar el trato comiéndonos uno de mis pollos. ¿Qué tal el rojo, de alas negras? El que usted hace unos días me dijo que si fuese suyo lo habría echado con dos papas a la olla hacía rato -. Le dije.
Cerró la puerta de un tirón y acto seguido comenzaron a oírse los toc, toc, toc, de un bastón que se alejaba.
Nada podía yo hacer. La vida continuaría como si nada hubiese pasado -, me decía mientras volvía a casa.
FIN
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