Red de Literatura y Cine
Bermúdez ya no está en el sindicato
Por Arelí Chavira y Jesús Chávez Marín
El primer día de clases en segundo de secundaria conocí a una persona que ese año fue significativa. A media mañana la directora entró al salón para presentar a la nueva maestra de educación artística, la señorita Graziella Madrid: en toda mi vida no había visto a una mujer tan sofisticada como ella: su melena hasta los hombros de un negro tan brillante que parecía una noche con estrellas; su minifalda azul rey, absolutamente audaz, como jamás ninguna mujer de Camargo había usado y una blusa preciosa de color amarillo con botones del mismo color que la falda.
―Muchachos, vengo a presentarles a quien desde el día de hoy les enseñará los secretos del arte. Ella ha estudiado en Francia y conoce museos de Europa, está muy preparada y es un orgullo para la escuela tenerla con nosotros. Pórtense lindos con ella y denle la bienvenida a nuestro plantel y a nuestra ciudad.
Después supimos que la maestra Graziella era una italiana de padre mexicano que había estudiado historia del arte en La Sorbona, pero no pudo terminar porque su papá, que era diplomático, quedó desempleado en el cambio de gobierno: se había comprometido a fondo con el candidato perdedor, Jesús Silva-Herzog: se jugó el todo por el todo y se equivocó de plano. Lo liquidaron con muy poco dinero y hasta para regresar a México con todo y familia tuvo dificultades, ya que por sostener el alto nivel de vida al que siempre estuvieron acostumbrados, estaba frito de deudas.
El doctor Madrid tenía dos hijas, la primera se había casado con un italiano que era dueño de viñedos y les iba bien; la segunda, que era Graziella, se sentía poquito menos que princesa de alguna inexistente aristocracia mexicana y para ella dejar su vida de jet set internacional, los estudios de arte, y tal vez hasta sus aspiraciones de pintora de vanguardia, fue un quebranto del que no habría de reponerse en lo que le restaba de vida.
Lo primero que hicieron al llegar a la Ciudad de México, luego de instalarse en una casona de Coyoacán, que les quedaba de su menguado patrimonio, el padre, la hija y hasta la misma señora de la casa fueron a buscar empleo. Primero tocaron puertas en los altos palacios del poder, donde por desgracia ya no quedaban conocidos y solo circulaban por allí con el aire triunfalista los recién llegados, los hombres y mujeres de la nueva casta de gobierno, el de Miguel De la Madrid. Para colmo de males, les tocó de lleno la parte más virulenta del remolino de las devaluaciones, cuando cualquier baratija costaba millones.
Para no hacerte el cuento largo, la vida de la maestra Graziella se fue cuesta abajo en su rodada, lo único que pudo conseguir fue una plaza de bibliotecaria en el Tecnológico de Chihuahua, donde ganaba tres pesos, pero por lo menos tenía servicios médicos y la quincena segura en aquellos tiempos en los que casi nadie gozaba ya de ese tipo de privilegios federales.
Allí conoció a un joven ingeniero que, al contrario de ella que era tan bonita, este era feo como el hambre: parecía un mulo prieto con la cabeza grande y hundida en los hombros, se peinaba como Benito Juárez, pero tenía panza episcopal. Para decirlo de un plumazo, era chaparro, gordo y pelos quietos.
Pero no cabe duda de que rollo mata carita. En todo el campus nadie se lanzaba a invitar a salir a la bibliotecaria, que de tan bella y aristocrática con tantos viajes y tantos idiomas, todo mundo esperaba rotundo rechazo. En cambio, Bermúdez, quien a pesar de lo que le mostraba el espejo se sentía todo un adonis, empezó a invitarla a salir como no queriendo la cosa. Ella al principio se resistió: pero cómo se le ocurre a este señor que una mujer como yo pudiera fijarme en alguien de su tipo. Sin embargo, no cabe duda, el que persevera alcanza.
Y aquí vino a suceder la típica historia: Primero le aceptó un café, la siguiente semana fueron a comer a La Calesa porque el ingeniero Bermúdez era espléndido, de eso no cabía la menor duda; al fin de mes fueron al Baile de las Hojas Muertas al Paraje de los Indios, donde tocaba La Orquesta de Beto Díaz. La bioquímica es misteriosa: con el efecto de unos whiskys, en la tanda de las calmaditas los dos cuerpos eran casi una manzana deliciosa y perfumada.
Se quedaron hasta el final del baile y ya para entonces se habían platicado sus secretos, tanto los reales como los que se inventaron al vapor de las copas, como si se conocieran de toda la vida. Casi en automático, Bermúdez manejó su carro hacia la salida a Cuauhtémoc; los dos iban en silencio y así siguieron cuando llegaron a la caseta del Motel Las Escobas; ella no dijo nada, mientras él pedía y pagaba una habitación. En silencio entraron al discreto jardín donde estaba el número de la cabaña que las habían asignado; abrazados cruzaron la puerta.
Seis meses después se casaron en la catedral. Por parte de ella asistieron sus padres y su hermana que vino desde Italia con el marido. Por parte de él asistió una multitud de parientes y de aliados políticos; la recepción fue en el salón del Hotel Victoria y tocó el Grupo Soul de Camargo, que en aquellos años era la mejor banda de Chihuahua. Yo no sé cómo le haría Bermúdez para tantos lujos, echó la casa por la ventana y todavía se fueron una semana de luna de miel a Mazatlán, a gozar de la hermosa playa del Hotel Suite Las Flores.
Todo eso lo vine sabiendo ya de grande, cuando me lo platicó mi mamá, así como tantas otras historias del pueblo, ya ves que es maestra y la conoció. Me contó que poco después de aquella boda tan rumbosa se apagó la estrella de Bermúdez: lo de siempre, se equivocó de candidato y se fue a la banca durante la siguiente dirigencia sindical, que en su caso estuvo a punto de ser eterna gracias a las constantes reelecciones del nuevo grupo. Lo primero que le cayó como bomba fue su nuevo nombramiento como profesor del Tecnológico de Jiménez, de reciente fundación en aquel pueblo de olvido, dejado de la mano de la mano de Dios.
Para no irse tan solito al destierro, le consiguió a su flamante esposa una plaza de profesora de educación artística en la secundaria donde estudié, la Federal Benemérito de las Américas, a una hora de distancia, aquí en Camargo. Ella aceptó a regañadientes por dos razones: primero porque en aquellos años las esposas no protestaban, acataban. Segundo porque Bermúdez le prometió que esa situación sería temporal, a más tardar uno o dos años, mientras él recuperaba el rumbo de su carrera política.
Fue gracias a aquel accidentado cambio de residencia de la maestra que conocí a la que en ese año fue la mujer más admirada por mi corazón de adolescente. Desde la primera clase me di cuenta de que Graziella Madrid era distinta a las otras maestras. A pesar del gesto de tristeza y de leve fastidio que se marcaba en su linda cara, producto de la frustración profesional, ella ponía todo el empeño en sembrar en nosotros, sus estudiantes, el amor por el arte y el anhelo de belleza que eran la esencia de su propia vida. Las explicaciones que daba parecían dotadas de vitalidad; las tareas que encargaba siempre eran un desafío entre juguetón y riguroso.
La vida transcurría para la profesora con una lentitud sofocante. La nueva ciudad era pequeña, no había museos ni teatros; el único cine tenía una sola sala y el repertorio era con películas de ficheras y de Mario Almada. Sentía que su alma de artista se apagaba lentamente en este lugar apartado del siglo y de la vida cultural, excepto por alguno que otro poeta y dos o tres pintores que insistían en seguir respirando a pesar de la adversidad.
Para completar el cuadro, no habían pasado tres meses cuando una vecina, que era muy amiga suya, le fue con el chisme de que Bermúdez andaba de picos pardos en Ciudad Jiménez, donde él tenía su trabajo. Por supuesto que Bermúdez, ya de casado, siguió siendo el mismo cabrón de siempre, solo que en Chihuahua se las había arreglado para navegar en el anonimato; pero Camargo sigue siendo un pueblo de pocos habitantes y aquí todo llega a saberse tarde o temprano.
―No te lo dije por hacerte sufrir, mi chula, pero consideré que era mi obligación avisarte para que no te vieran la cara de taruga ―Alicia parecía verdaderamente apenada con su reciente amiga, que era de su misma edad y a la que había llegado a querer mucho en poco tiempo.
―Al contrario, qué bueno que me lo dijiste. Aunque me da mucha rabia saberlo, me alegro de que hayas sido tú quien me lo contara; peor hubiera sido andar en boca de todo mundo.
―¿Y qué piensas hacer?
―Eso muy pronto lo sabrás; voy a tomarme un tiempo para organizar mis ideas. La verdad es que lo quiero mucho, a pesar de todo.
Lo primero que hizo fue hablar con la directora de la escuela, le platicó todo el asunto con franqueza y le pidió que le gestionara una permuta para regresar a Chihuahua. Le prometió que terminaría el ciclo escolar sin ninguna alteración, de ninguna manera iba a dejar colgados a los estudiantes. Quedaron de acuerdo en que todo lo manejarían discretamente, la solidaridad femenina funcionó esta vez y de la reunión quedaron más amigas que nunca. Ese mismo día viajó a Chihuahua para entrevistarse con una abogada de divorcios que le habían recomendado. Le hizo un presupuesto bastante caro, pero se comprometió a que rápidamente ganaría una sentencia favorable. En menos de dos semanas Bermúdez recibió la fulminante notificación; no se la esperaba.
―Pero mi amor, qué es esto de que quieres el divorcio. ¿Qué pasa? ―le dijo a media mañana, pues en cuanto recibió el documento se salió de la escuela y se fue hecho la mocha, con la cola entre las patas.
―No te hagas. Sabes muy bien la causa de todo esto. Más te vale que me firmes rápido y que llevemos la fiesta en paz, no hay nada más que hacer ―le respondió ella con la firmeza de carácter que él conocía muy bien. En ese mismo momento comprendió que no había remedio.
Bermúdez usó todos los recursos para convencerla de que diera vuelta atrás; hasta llegó a suplicarle de la manera más humilde que no lo dejara, y eso que él no estaba acostumbrado a humillarse ni a rogarle a nadie, ¿pero cómo?, si él era el Ingeniero Bermúdez, el mismo que alguna vez había sido casi el jefe del sindicato de profesores de todo el estado. También usó las amenazas: sin mí te vas a quedar sin trabajo y nadie en todo Chihuahua te va a volver a contratar, olvídate. Reflexiona, mi vida, no seas insensata, no te creas de chismes, si tú eres mi mujer, la única.
No hubo poder humano que la hiciera desistir, solo esperaría unos cuantos meses para concluir el año escolar mientas se resolvía la sentencia de divorcio; por fortuna, Bermúdez había dado su brazo a torcer y la separación sería de común acuerdo.
A pesar de que Grazziela se había propuesto que todos estos movimientos se hicieran en secreto, a las dos semanas ya todo el pueblo sabía de la ruptura. Esto lo vino a comprobar cuando encargó a sus estudiantes que pintaran en un lienzo alguna escena de la vida cotidiana. Recuerdo que Ulises, mi novio de la secundaria, pintó un cuadro que le quedó precioso a pesar de que el tema era bien raro. Dibujó una casa tipo campestre; en el patio una mujer estaba cocinando una carne asada para festejar el cumpleaños de su hijo menor. En el techo de la casa estaba una pareja besándose. Tanto la mujer de abajo como el hombre de arriba usaban idéntica argolla matrimonial.
La maestra le puso diez al cuadro de Ulises porque la creatividad de mi novio siempre la sorprendía, además de que los trazos tenían una nitidez muy extraña. Sin embargo, esta vez no colgó el cuadro en la exposición permanente que sus alumnos tenían en el pasillo de la entrada; discretamente lo guardó y le dijo al muchacho que lo iba a presentar en un concurso estatal, y efectivamente así lo hizo: el cuadro fue a dar a la ciudad capital y de allá nunca más nadie volvió a recogerlo ni se supo que había ganado un primer lugar en la categoría de doce a quince años.
A pasar de sus primeras reacciones de enojo y luego de absoluto desencanto, Grazziela nunca llegó a divorciarse de su marido, pero tampoco volvió a tener intimidad con él, esa fue su venganza. Los ocasionales encuentros amorosos que después tuvo con algunos colegas, y más adelante hasta con alguno que otro exalumno, no formaron parte de su rencor, sino de una nueva vida de liberación y el natural ejercicio de su sexualidad.
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