LA MIRADA Y EL SILENCIO                     Ángel Medina

(Ensayo)

A través de la mirada es posible penetrar en el interior del hombre. Descubrir sus sentimientos y emociones más profundas y escondidas. Así, la mirada del niño, que podemos vislumbrar en la lágrima que nada en su retina es exponente del candor y la inocencia. En la del enamoramiento puede descubrirse el asombro ante lo desconocido que impregna el alma de misterio. En la del hombre doliente aflora la impotencia y el sufrimiento. O la del incrédulo en el momento supremo de tener consciencia de su inconsistencia asaltándole la desesperanza. En el fondo son palabras silentes. La mirada es el espejo del alma. El retrato de los que somos por dentro.

Hay miradas más abisales que otras y que conmueven al que la expresa. En los evangelios hay tres que son significativas. Dos se corresponden con traiciones. Una es la de Judas y otra la de Pedro.

 En la del primero tal vez se reflejase previamente la decepción, porque esperaba del amigo algo distinto, posiblemente la liberación del yugo romano; quizá algo en beneficio propio; y hasta posiblemente amaba a su Maestro, pero era un amor interesado. En segundo término, el pavor conforme tomaba consciencia de lo que estaba haciendo y que más tarde le llevó a arrojar las treinta monedas de la delación y a colgarse de un árbol.

La del segundo debió hacer patente el espanto de comprobar su propia levedad humana―la insoportable levedad del ser― al haberse confiado a sí mismo por completo, recordando la advertencia de que negaría conocerlo. Era el signo de la amistad pisoteada, hija de los miedos. Cada uno lo dejó a los pies de los caballos en el momento más crucial.

La tercera es la de Cristo frente a la de ambos. Cuando llegó la cohorte guiada por el discípulo tendió un puente a la traición. Quien acoge al que viene a entregarlo llamándolo “amigo” no puede tener una mirada de rencor, sino de acogida. Una invitación al arrepentimiento. Pero Iscariote no supo leer a tiempo el mensaje de sus ojos. Pedro debió sentir que la tierra se abría bajo sus pies al escuchar los tres cantos del gallo. Percibió la mirada, ciertamente dolorida, pero a la vez cogedora y comprensiva, y rompiendo a llorar tomó consciencia de su debilidad, Parecía una manera de decirle que el amor es siempre indulgente.

En la adversidad, el hombre aguarda una respuesta, y, sin embargo, muchas veces tan sólo percibe el silencio.

El libro bíblico es exponente del clamor humano que se experimenta ante el padecimiento. Los impíos aumentan su riqueza en tanto que el justo ha de padecer la opresión del malo. Job es el vivo retrato del hombre doliente, porque sufre toda suerte de males a la vez que busca poder comprenderlos. Está a la escucha de una respuesta y sin embargo no oye sino el susurro del silencio. El mismo Crucificado tuvo que padecer el desasestimento, brotando de él el grito: “¿Por qué me has abandonado”?

Shusaku Endo es un brillante escritor del país del sol naciente. “Silencio” es el título de una novela suya, de intenso lirismo dramático cuya prosa es sobrecogedora. A modo de síntesis, J.M. Prada, prolífico autor hace un extraordinario retrato en el capítulo dedicado al libro en su obra “Una biblioteca en el oasis”.

El jesuita Ferreira es el provincial de la compañía en Japón en los tiempos en que se desata una feroz persecución para erradicar el cristianismo, sufriendo tortura y claudicando de su fe mediante la apostasía, acabando como perseguidor de sus correligionarios. A fin de poder esclarecerse qué ha pasado es enviado un joven sacerdote portugués llamado Rodrigues, que a su vez será martirizado. Es la noche oscura en el combate entre la fe y el odium fidei. Finalmente, el padre Rodrigues se retractará igualmente ante el aguijón del dolor. El relato adquiere tintes sobrecogedores cuando a la tortura sobreviene el silencio de Dios. El inquisidor le obliga a asistir al martirio de unos campesinos que se negaron a delatarlo y al punto se siente vencido. En aquel postrer instante se torna obsesiva la mente del religioso al recordar el salmo 73, el cual dice cómo triunfan los malvados en el mundo. Y su interior grita: “¿Hasta cuándo permanecerás callado?”. A este respecto, Unamuno escribe en “El Cristo de Velázquez”: “¿Será el Padre sordo, no siendo mudo?”.

 El torturador, el conocido por los campesinos como el señor de Chikugo le escarnecerá echándole en cara que aquellos hombres van a morir por su culpa y que podría salvarlos si apostata de su fe, que al fin y al cabo no es sino un sentimiento, en tanto que el padecimiento es una realidad. Viéndole vacilar, Chikugo insiste. Para reconocer su derrota tan solo habrá de pisotear la cruz que pende de su pecho. El mal no retrocede, sino que se envalentona al saberse la llave que puede abrir o cerrar la puerta del dolor. La cabeza de Rodrigues está presta a estallar. Ciertamente, podría aceptar su propio sufrimiento, pero no es capaz de resistir el de los demás. Ante el dilema, cree escuchar el susurro divino, que hasta ese momento crucial no se había pronunciado: “Pisotéame. Yo he venido al mundo para que vosotros me pisoteéis y he cargado con la cruz humana para compartir vuestro dolor”. ¿Delirio o realidad?

Por la mente del jesuita, como ráfagas que no se sabe ni de dónde vienen ni a dónde van desfilan las figuras de aquellos que negaron también al Nazareno. El rostro desencajado por la desesperación del que lo vendió y el del que lo negó, pero lloró su pecado. Uno se condenó a sí mismo y el otro se dejó salvar.

La mirada en la búsqueda del consuelo vino a toparse con el silencio, haciéndole saborear el fracaso de la derrota humana. ¿Hasta dónde es capaz de soportar el hombre el dolor para defender su fe? ¿No fue eso lo que el Maligno le dijo al Altísimo para tentar a Job?: ¡Todo lo que el hombre posee lo da por su vida! Mas extiende tu mano y toca sus huesos y su carne; ¡verás si no te maldice a la cara!”. (Jb 2,4,6)

Pero, también cruzó por su testa otro pensamiento tratando de encontrar una tabla de salvación a su debilidad, Más allá del silencio puntual de tantos momentos de la vida―piénsese en los campos de exterminio―, ¿no se ha pronunciado ya Dios en la historia ante el sufrimiento humano?

La existencia le ha sido dada al hombre, pues lo que no es no puede darse vida a sí mismo. De lo que ha de inferirse la existencia de un Creador, y entendida como pura donación, pues el Ser se basta a sí mismo. Esto sólo se comprende como acto de amor. El amor es comunicativo y no puede permanecer angostado en su propio límite. Esa y no otra es la razón. Crear vida inteligente para que pueda compartir su eternidad, aunque ha de aceptarse libremente el don. La elección se realiza entre el bien y el mal, siendo la vida el espacio del que dispone el hombre para decidirse. Para eso ha venido al mundo. Esto viene a responder a la pregunta que se hacía Epicuro cuando decía: si el mal existe―todo ha de provenir del Bien primero― es porque no puede evitarlo, en cuyo caso no lo puede todo) o porque no quiere (en cuyo caso no sería bondadoso).

El hombre podría haber sido “programado” para inclinarse sólo hacia el bien, pero, entonces no sería libre. La elección es entre la vida que acaba con la muerte o la muerte que se abre a una vida más allá de la temporalidad. En suma: la opción entre el être et le neant.

La palabra definitiva de la salvación ya ha sido pronunciada. Y como el hombre es incapaz de ascender hasta el cielo, lo infinito bajó a lo finito en forma humana (Pr. J 1,14). Al final, tras el padecimiento en la lucha, agotada la esencia mortal fue resucitada. Este es el destino prometido. Dios ya habló al mundo, más allá del sufrimiento.

El padre Rodrigues pudo bien aceptar su negación, aun siendo náufrago entre la mirada y el silencio, sabiéndose acogido, no por sus méritos o desméritos, sino por el Resucitado que le había precedido en la cruz.

Aquel grito estertóreo “¿¡Por qué me has abandonado?!” es la antesala del grito continuo de la humanidad que ha de enfrentarse a su fin, anticipándole la repuesta de la vida más allá de la muerte.

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