Red de Literatura y Cine
«CONVERSIÓN AL FUTURO»
Ángel Medina.
Un presente sin futuro es la ecuación del absurdo. Es caminar por un sendero que no se sabe dónde lleva.
Un hombre sin consciencia de su procedencia y de su destino corre el riesgo de convertirse en una bestia evolucionada que tiende a la regresión de sus orígenes simiescos. Quien no espera nada vive en la desconfianza de sí mismo y de todo lo que le rodea. Esto es el nihilismo: la afirmación del caos y de la no verdad. Mas, ¿qué es la verdad? La verdad no puede ser otra cosa que Aquello que puede responder y dar sentido a todo y permita al hombre comprenderse a sí mismo.
Es cierto que la sociedad actual ha renunciado a pensarse. Demasiadas prisas. Demasiados retos. Demasiadas cargas para sobrevivir. Demasiados ruidos que adormecen la inteligencia. Demasiada manipulación mediática. Y todo ello conduce a la pérdida de identidad, donde el propio ser humano acaba siendo conocido por lo que tiene y por lo que hace, pero no por lo que es. Es el precio a la excesiva competitividad. El ser más que el otro. Pero lo «que es», es lo único que puede hacerle tener consciencia de sí mismo. Para conocerse, se impone contemplar la dualidad de la voluntad y el destino. Lo primero es la libre determinación, el esfuerzo por auto-conocerse, y lo segundo la confianza en una ventura superior a la misma existencia personal que le permita confiarse tanto en el presente como en el porvenir. El futuro reta al presente y el presente se abre al futuro.
La vida es tiempo. Mas, ¿qué es el tiempo realmente? Se vive en presente, pero tan pronto como las agujas del reloj marcan la hora, lo actual se convierte en pasado, a la vez que se abre a lo nuevo por llegar, esto es, el futuro. El hombre es la recreación del recuerdo de sus experiencias vividas, aguardando lo que ha de venir. Es un ciclo que gira en torno a sí mismo, como la pescadilla que se muerde su cola.
¿Y qué significa todo esto realmente?
Preguntemos a los hombres por su máxima aspiración, y a fondo de reflexionar la respuesta acabarán confesando que desearían congelar el tiempo y no acabarse. Esto es, la eternidad.
Y aquí reside su propia tragedia, que consiste en saber que tiene fecha de caducidad como los yogures. Es algo que mira de reojo y de lo que duda, pero que forma parte de él. Algo que no puede darse a sí mismo, ni tampoco esperarlo de ningún humanismo. La lógica mundana le grita en su materialismo que es un mono evolucionado y que todo ha de acabar en el tiempo. Incluso él. Pero en su interior algo se rebela. Es la inmanencia que se desborda y necesita de la trascendencia, porque es no sólo materia, cuerpo, sino también espíritu.
¿Cuál es la razón para que se resista ante la llamada de aquello que podría responder a su inquietud?
Resulta, cuando menos curioso, que un existencialista descreído como Sartre tenga un “despiste” literario en su obrita “Las Moscas”, estableciendo un diálogo entre la criatura y el dios, donde la primera se encara con la segunda, diciéndole aquello de “reconozco que me has creado, pero he dejado de pertenecerte”. En el fondo, el muro que separa el mundo del cielo no es el creacionismo, sino la subordinación del albedrío de Oreste a Júpiter. El hombre estaría dispuesto a sacrificar su suficiencia, pero no se decide a los principios que se derivarían del seguimiento. Creer no es sólo aceptar una verdad, sino seguirla. Por eso, adopta el mensaje de los cantos de sirena que le ofrece el mundo para satisfacer su hedonismo. No se trata tanto de “creer” como de convertirse a un humanismo que supera los humanismos simplemente humanos. Un humanismo trascendente que responda al hombre de lo que por sí mismo no puede responderse y a su vez le reta a ser verdadero hombre.
Para ello el hombre de nuestro tiempo ha de pararse y reflexionar. No se trata de someter a la inteligencia, sino de dialogar con ella.
En primer lugar, habrá de tener claro que su existencia le viene dada— quien abrigue alguna duda recurra al principio antrópico, según el cual explica la ciencia (no ninguna filosofía ni teología) que toda la creación está en función de evolucionar hasta la aparición de la vida humana—, por lo que consecuentemente ha de admitirse el “creacionismo”, esto es, que existe “Alguien” fuera de lo que abarca la razón humana con capacidad para hacerlo”. “La prueba del algodón” reside en la incapacidad de darse vida a sí mismo aquello que no existe.
A esto podrá oponerse (¿con qué razones?) que todo es producto de la casualidad y no de la causalidad. Pero el azar no es sino barajar hipótesis con premisas menores que no tienen en cuenta la «premisa mayor» y cada paso que da se diluye más.
Basta contemplar las leyes que rigen el universo. Si aumentásemos sólo el 1% de la fuerza nuclear, los núcleos de hidrógeno no permanecerían libres, y al no poder combinarse con los átomos de oxígeno no habría agua, elemento indispensable para la vida. Pero si esa fuerza disminuyese la fusión se haría imposible y sin fusión no habría soles, ni energía, ni vida. En cuanto al hombre, para que pueda surgir una molécula de ARN utilizable, apelando al azar sería necesario multiplicar a ciegas los ensayos en un tiempo 100.000 veces más largo que el de la edad del Universo, con lo cual hemos de desechar el planteamiento. No existe el azar, sino el orden.
(Como ejemplo para andar por casa y abundando en lo mismo, cojamos la página de un periódico y recortemos toda ella letra por letra, metámosla en un cubilete y arrojémosla al suelo. ¿Qué posibilidades tendríamos de que apareciese recompuesta para ser leída tal como estaba antes?
En segundo lugar, si se admite el mayor sentido del creacionismo ha de concederse la autoría de un ser Primero al que llamamos Dios. Lo que es efecto ha de tener una causa—la única excepción es el Misterio que sostiene todo y es causa de sí mismo, algo que no puede alcanzar la razón para desvelarlo, pero que ha de admitir como esa primera causa que no ve, constatando que todo lo que existe sí es verificable― No se ve el autor, pero sí su huella. El humo habla del fuego.
En tercer lugar—admitido el creacionismo—, ¿por qué razón ha de crear al hombre? El que es Todopoderoso, ¿para qué podría necesitar de nada, incluido el hombre?
El hecho de la creación representa una entrega de algo. Compartirse. Si Dios es y crea todo lo que existe no puede tener otro razonamiento que el del amor. Entre los atributos de la divinidad (Omnipotencia, Omnisciencia, Bondad…) ha de poseer el Amor. Y el amor infinito se desborda, por lo que tiende a comunicarse. A darse por pura gratuidad. De lo que se deduce que la criatura que es el producto final de la evolución, esto es, el hombre, está destinado a compartir ese amor que no tiene fin. Es lo que llamamos “cielo”.
En cuarto lugar, recomponiendo las piezas del puzzle de la existencia humana está entender dos cosas que se interrelacionan: el mal y la libertad.
El amor no se impone, sino que se da por pura gratuidad. A cambio sólo se pide la aceptación desde el libre albedrío. El hombre podría haber sido creado programado para el bien, pero entonces sería un autómata, algo parecido a una computadora y no dispondría de libertad. Sería cualquier cosa, pero no un hombre. El hombre es dotado de autodeterminación para decidir su destino definitivo: la nada o la eternidad. El tiempo es la vida, en la cual podrá optar por seguir el instinto orientado hacia el bien o el mal que conduce a la nada. Pero, para hacerlo habrá de optar por uno de los dos. El que no elige, ya ha elegido. El mal existe para que el hombre pueda decidirse haciendo uso de su voluntad, superando los instintos y el hedonismo. “He puesto delante de ti hoy la vida y el bien, la muerte y el mal” (Deut. 30, 15,19) El viejo Epicuro ya reflexionaba esto, preguntándose: “Si el mal existe es porque Dios no es Bueno, y si no puede evitarlo es porque no es Omnipotente”.
En quinto lugar, la confianza radical. La decisión del hombre en el mundo. O camina hacia la nada que representa la muerte (¿qué es la “nada”?) o hacia la trascendencia que responde a su deseo de vivirse sin fin. En el momento del fin podrá mantener la confianza de dejarse coger por la mano de Aquel del que procede y hacia el que va.
Este es el dilema del nihilismo. Sostener el sin sentido de todo, incluido el hombre. Un hombre desnudo ante los retos de su existencia, por los que no puede responderse al carecer de un principio de esperanza. Por eso, el filósofo que se esconde “tras la muerte de Dios” pronunció aquella frase que gritaba desde dentro de sí: «Aquel que tiene un porqué para vivir se puede enfrentar a todos los “cómos”», a pesar de sus contradicciones.
A modo de resumen una pequeña «fábula».
El calor del sol evapora el agua del inmenso mar, convirtiéndola en nube.
La nube descarga su agua sobre la tierra, que la absorbe.
La tierra filtra el agua hasta el río.
El río la devuelve al mar del que ha salido.
El mar es el Principio. El sol su amor. La nube el hombre. La tierra el ciclo de la vida. El río la purificación en su transcurso de la existencia. El mar que la acoge su destino que es su Fin.
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