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En su libro «Resurrecciones. La ciencia que está borrando la frontera entre la vida y la muerte» (La Esfera), Sam Parnia describe el caso de un hombre que entró en urgencias con un paro cardiaco
Después de diez minutos de reanimación cardiopulmonar su corazón seguía sin latir. Este tiempo marca una frontera, porque los daños cerebrales por falta de oxígeno empiezan a ser irreversibles. Pero los médicos siguieron con las compresiones torácicas, interrumpidas de forma pautada para administrar una descarga con el desfibrilador. Veinte minutos y el corazón seguía sin funcionar. Treinta… No había respuesta. Cuarenta… Hace solo una década, seguir con la reanimación se hubiera considerado una locura por las secuelas neurológicas. Sin embargo, la tecnología médica ha avanzado lo suficiente para saber que aún hay una posibilidad. De pronto, un miembro del extenso equipo que le atendía notó el pulso del paciente.
«Después de cuatro mil quinientas compresiones torácicas, ocho descargas del desfibrilador e incontables viales de adrenalina, el corazón del paciente había empezado a latir de nuevo».
Era el principio de su recuperación, que fue posible gracias a que se había recurrido a enfriar su cuerpo (hasta 33 grados) para evitar que sus neuronas resultaran dañadas de forma irreversible. Esa temperatura se mantuvo durante 24 horas mediante una máquina especial denominada Sol Ártico, mientras los médicos encontraban la causa que había provocado el fallo de su corazón.
En ese tiempo sufrió otro paro cardiaco, del que volvió a salir. Descubrieron varias obstrucciones en los vasos sanguíneos que desembocan en el corazón y le insertaron dispositivos para evitar que volvieran a cerrarse. Aún estuvo unos días en coma inducido para favorecer su recuperación. Joe Tiralosy, que así se llamaba el paciente, regreso a casa sin secuelas neurológicas. Su caso dio la vuelta al mundo.
«Tiralosy tuvo la suerte de contar con un equipo de más de veinte médicos y enfermeros que trabajaron al unísono y pusieron en práctica los conocimientos médicos más avanzados, tanto durante el paro cardiaco como durante los cuidados postreanimacion. Esto no solo le trajo de vuelta a la vida, sino que impidió que se produjeran daños cerebrales.
La clave fue el enfriamiento de su cuerpo en un momento muy oportuno: desde su llegada a urgencias hasta el laboratorio de caracterización y las 24 horas siguientes. En otras palabras, los procesos que tienen lugar de manera natural después de la muerte se controlaron desde el principio, de forma que Tiralosy pudo ser resucitado de modo seguro y, más importante, sin daños cerebrales». Sam Parnia es experto en reanimación cardiopulmonar de la Universidad Estatal de Nueva York y referente en este tipo de resucitación, que para algunos es controvertido.
El punto de retorno de esa zona gris, que separa la vida de la muerte, lo marca el cerebro, muy vulnerable a la disminución de oxígeno. «Hay dos tipos de muerte, la cardiaca y la cerebral. La reanimación busca que el corazón, el motor del cuerpo, se reactive. Es lo que se puede reanimar. La otra muerte, la encefálica, si se produce por una lesión específica, se puede intentar tratar a nivel cerebral; pero si hay una lesión irreversible en el cerebro, no se puede reanimar», aclara la doctora Martín.
A diferencia de lo que cuenta Parnia en su libro, en los manuales de reanimación se establece un tiempo límite: «El concepto básico para reanimar es cuanto antes mejor. Y 10 minutos es el periodo máximo», puntualiza esta experta. Es el tiempo que se supone que el cerebro puede aguantar sin daños; más allá, el resultado es incierto. «Puede tener afectación de otros órganos, como el riñón o el hígado, pero se pueden recuperar después. Pero en el cerebro no hay esa posibilidad».
Sin embargo, aclara, hay excepciones para seguir más allá de 30 minutos: «En una persona ahogada o en situación hipotermia, porque se requiere que alcance la temperatura adecuada. Hay que reanimar porque puede ser que la capacidad de revertir la parada cardiaca no esté limitada. También en los intoxicados por fármacos, o pacientes con tratamiento trombolítico por embolia pulmonar. El tiempo de reanimación es mayor en estos casos». El factor humano también cuenta: «En los niños siempre cuesta más dejar de reanimar, por lo que generalmente el tiempo se alarga».
Pero hay quienes no se conforman con lo que especifican los manuales, y van más allá, aplicando técnicas como la hipotermia que relata Parnia. Y es que la muerte, más que un punto de inflexión, es en realidad un proceso en el que las células, cuando el corazón deja de latir, se preparan para poner en marcha una muerte programada. Pero ese suicidio celular lleva su tiempo. Incluso las neuronas podrían sobrevivir durante horas, según algunos expertos, dejando una ventana para traer a las personas de vuelva a la vida.
Uno de los que piensa así es el neurólogo Stephan Mayer, director de la Unidad de Cuidados Neurocríticos del hospital Presbiteriano de Nueva York. El caso de un paciente que, en 1988, recuperó el pulso cuando el equipo de reanimación ya había abandonado, le hizo plantearse que se podía hacer más en reanimación cardiopulmonar.
Mayer es un defensor de la hipotermia. Esta técnica «se incorporó a la reanimación para proteger el cerebro, porque el pronóstico neurológico parecía mejor. Pero ahora está cuestionada, porque no se ha demostrado el beneficio y podría ser incluso perjudicial al recalentar al paciente», detalla la doctora Martín. Pero el Dr Meyer, sin embargo, la defiende en un artículo publicado en «Nature Reviews Neurology», aunque admite que aplicación no es sencilla.
No es el único: «Todo depende de cómo se devuelve a la persona a las condiciones normales. Nos han enseñado que si el nivel de oxígeno en la sangre de alguien es bajo hay que ponerle oxígeno y si la presión cae hay que subirla. Pero lo que está ocurriendo cuando falta oxígeno es que las células lo interpretan como una señal para poner en marcha el interruptor de la muerte, que lleva a un suicidio celular programado. Y estamos empezando a ser capaces de modificar ese suicidio celular programado solo un poco, lo suficiente para recuperar la función normal de las células de una forma que no depende solo de poner oxígeno al paciente o elevar su presión arterial. Este es el nuevo horizonte», explica Lance Becker, director del Center for Resucitación Science de la Universidad de Pensilvania, en un artículo publicado en «Annals of the New York Academy of Sciences».
En ese nuevo horizonte empiezan a derribarse viejo «dogmas»: «Nos estamos dando cuenta de que algunas nociones sobre la irreversibilidad del daño cerebral no son ciertas», apunta en el mismo artículo el neurólogo Stephan Mayer. Y ahora se empieza a hablar de tecnología futuras, como poner a las personas que van a ser reanimadas en bombas artificiales que serían el equivalente de los pulmones y el corazón. De nuevo se augura que los hospitales se llenarán con personas en situación de muerte cerebral, pero eso no va a ocurrir tampoco», pronostica Becker.
Ni siquiera es posible estar seguro de que un electroencefalograma (EEG) plano sea sinónimo de irreversibilidad, como explica Mayer: «A las personas que llegan a nuestra Unidad sin pulso les hacemos un EEG convencional, y además les ponemos unos diminutos cables en el cerebro, para hacer un EEG de electrodos profundos. Y hemos visto casos en los que el EEG convencional es plano, pero el profundo registra actividad. ¿Qué significa esto?, que el cerebro aún sigue funcionando», aclara este neurólogo experto en reanimación.
Una observación que explicaría, según Mayer, por qué algunas personas recuerdan conversaciones que tuvieron lugar en la sala de reanimación cardiopulmonar. Y es que, sostiene Parnia, durante esos momentos de muerte clínica, en esa zona gris, cuando el electroencefalograma es plano, podría permanecer la consciencia. «Hay suficientes casos que hacen pensar que la consciencia podría mantenerse cuando la función cerebral ha cesado.
Todos estos nuevos conocimientos podrían significar que, en unas décadas, la muerte clínica tal como hoy la entendemos podría tener un punto de retorno. O, en otras palabras, que sería posible volver de la muerte tal y como hoy la entendemos.
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