Red de Literatura y Cine
Ajusticiado en la ratonera
1
Entre tosido y carraspeo árido tragaba ávido Luís el agua que le ofrecía su nieta Claudia. Hacía ya dos semanas que la enfermedad corrompía su alma y su cuerpo. En aquella casa nadie podía dormir; la exasperación que causaba la expresión externa de las dolencias corporales del anciano enfermo eran para los oídos de la familia una tortura constante. Además, las continuas necesidades que demandaba su delicado estado, que le impedía ser autosuficiente, así como los nauseabundos olores que desprendía, resultaban ser para los habitantes de aquel hogar roto un revulsivo para apiadarse de la desgracia de Luís. Así que poco a poco lo fueron abandonando en su oscuro agujero.
Aquella era una enfermedad misteriosa. Ningún médico pudo determinar de cuál podía tratarse. Ni siquiera consiguió ninguno de los profesionales de más renombre acertar (aunque fuese por azar) con algún medicamento milagroso que sanase las repugnantes yagas que cubrían el cuerpo del anciano, así como sus demás males.
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Una noche, la familia de Luís conversaba en las sombras sobre cómo podían poner fin al grave problema que tenían en casa. Para desgracia del anciano, la situación económica iba de mal en peor. María (la hija de Luís) acababa de perder su empleo como camarera en un bar de la costa. Ahora el único sustento que tenían era la milagrosa pensión de José (el yerno de Luís), que recibía por ser una discapacidad física que padecía.
-Está claro que no podemos hacernos cargo de él.- Afirmó con severidad José. – ¿Pero qué podemos hacer? No lo vamos a abandonar.- Apuntó María.
A todo esto, Claudia y Teresa, las hijas del matrimonio de 14 y 16 años respectivamente, escuchaban con la mirada perdida sintiendo su aciago destino en la garganta.
-José, no hay nada que hacer, solo podemos esperar a que se muera.- Gritó finalmente María con un leve tono de insubordinación, a lo que su marido respondió golpeando el reposabrazos de la butaca en la que estaba sentado y girando la cabeza. –Además,- añadió ella –ahora seguro que podremos cuidarlo, los dos estamos en casa.-
Pero un fragor aberrante se levantó desde la habitación del anciano. Los gritos de profundo dolor del miserable acabaron con la discusión. –Se habrá despertado.- Dijo María levantándose para ir a ver el estado de su padre.
Al entrar en la habitación, oscura y misteriosa, el hedor a podredumbre y a polvo se le plantó en las narices. En la garganta de la mujer empezaron a escalar las náuseas que se transformaron en arcadas. Intentando sobreponerse al olor y a los gritos del anciano, finalmente exclamó interrogante: -¿Qué le pasa, padre?- El viejo calló de repente. Apartó ligeramente la manta que cubría su cuerpo desnudo y blanquecino y dejó ver las yagas y las piernas esqueléticas. -¿Que qué me pasa? Y tú me preguntas qué pasa… ¡Pasa que ya me estáis buscando tumba y aún no he muerto!- -Pero hombre padre, usted mismo me inculcó la buena costumbre de ser previsora y adelantarme a las desgracias.- -¿Es ésa la mejor excusa que puedes darme? Pues mira, ¡que sepáis todos, hijos de puta, que voy a vivir tanto tiempo que acabaréis aborreciéndome! ¿Hueles la atmósfera de este cuarto? ¿Sientes el hedor asqueroso que desprenden mis yagas? Pues voy a vivir lo suficiente para que hasta el pan de cada día te sepa a esto ¡Incluso la lengua te sabrá a mierda! ¡Yo os maldigo!-
En María se mezclaban una intensa sensación de odio con la rabia más profunda. Sus pupilas se dilataban aún más en aquel oscuro agujero en el que habitaba la bestia. Se le ocurrían mil palabras y todos los insultos del mundo para escupirle a aquel anciano que había decidido amargarle la vida, pero finalmente se limitó a salir de allí dando un portazo que hizo temblar el edificio entero. Fue llorando hasta el comedor dónde el resto de su familia se lamentaba en silencio y la contemplaba gimiendo con una tristeza morbosa.
-Te lo digo yo, María, algo habrá que hacer.-
2
Al día siguiente, el sol salió contra todo pronóstico. Era uno de esos días típicos de la región, con calor abundante y una humedad pegajosa. María justo volvía de comprar comida. Estaba sola en casa (si tenemos en cuenta que el Agujero formaba parte de otro mundo).
Estaba nerviosa. No tenía nada que hacer, y ella era de esas personas que necesitan hacer algo continuamente. Empezó a pasearse de un lado para otro. Entró en la cocina y comió un poco de pan pese a no tener hambre. Pero en su cabeza, un lugar ocupaba sus pensamientos. Luchaba por quitarse de la cabeza la textura del pomo de la puerta, aquella esfera de brillo opaco…
Finalmente, no pudo resistirse. Caminó acelerada hacia el Agujero en el que habitaba su padre abandonado y, justo a pocos centímetros de la madera, se detuvo asustada.
Al otro lado, dos ojos en la oscuridad contemplaban la sombra que creaban los pies de María bajo la puerta. Su espíritu anhelaba que entrase y la ayudase, que en ella hubiese algo mágico que acabase con su enfermedad y con su locura para que todo volviese a ser tan asquerosamente tedioso como antes. Pero tras las pupilas del anciano también existía un nervio corrupto y maligno que ansiaba como una bestia la soledad para poder contemplarse en la oscuridad, ansiando volverse completamente loco por la meditación.
Con la palma de la mano izquierda, María acariciaba el pomo, mientras que con la derecha reseguía las formas de la madera de la puerta. Sin embargo, toda la compasión que había en ella en seguida se esfumó. Pronto empezó a recordar, y el odio colmó su alma. La furia le hizo abrir la puerta y penetró en aquella recóndita cueva dónde sólo los locos pueden permanecer. Intentó decir algo, pero no pudo articular palabra; tan solo logró bloquear algo de aire en la garganta. El odio que la había impulsado a entrar allí con tanta violencia, había desaparecido. El enorme crucifijo que coronaba la estancia parecía juzgar a los presentes.
-¿Por qué me molestas? ¿Crees que te necesito?- Gritó el viejo Luís. –No, pero quizá yo te necesite a ti.- -¡Vete, vete zorra! No quiero verte.- María se sintió amenazada e inmediatamente salió de la estancia y se fue corriendo a la calle.
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Justo cuando salía, se encontró con Claudia y Teresa, que llegaban de la escuela. La vieron llorando y la alegría del exterior se desvaneció. No se molestaron en abrazar a su madre, pues habían comprendido que ésa era la mejor manera de ayudarla, ya que María tenía que comprender que el problema debía terminar cuanto antes.
Las dos jóvenes entraron en casa, pero María no. Empezó a caminar sin rumbo fijo con los ojos tristes. Los airosos transeúntes le dedicaban, de vez en cuando, alguna mirada lastimera, como la que a veces se le presta a un perro apaleado.
Al ver el sinsentido de su andar, María se planteó huir. Aún era joven, podía volver a empezar en otro lugar muy lejos de allí, librarse del enorme peso de la responsabilidad. Pero no; tenía una familia y, por lo tanto, un deber. Tenía que seguir adelante con toda su carga, no podía ir por libre.
Así, deliberando consigo misma, la encontró José, su marido, en un banco mirando pasar los coches. Se le acercó y le puso las manos en los hombros como apiadándose de ella. María se sobresaltó al sentir que la tocaban, pero no tardó en relajarse sintiendo en las manos un calor familiar. Cojeó el hombre unos pasos bordeando el asiento y se puso frente a su esposa. La miraba con seriedad y ternura, intentando expresar todo lo que había dentro de sí. María tenía la cara surcada por rastros de lágrimas y fruncía toda la cara arrugando su frente y su barbilla. -Escucha- dijo él –ese problema, ha de acabarse ya.- Tras estas palabras, ella permaneció inmóvil durante unos segundos, pero finalmente asintió de forma extravagante con la cabeza y se le abrazó. Sollozó en su hombro largo rato mientras él le decía cosas que ella no escuchaba pero que sabía que eran verdad.
3
Marido y mujer regresaron a casa en un largo y doloroso camino. Andaban abrazados, ya sea por el amor o por la necesidad de una muleta de José.
Cuando finalmente llegaron a casa, todo seguía igual. En su habitación, las niñas estudiaban, y en el Agujero, el monstruo se escondía temeroso y envuelto en dolores.
Una vez en la entrada, el matrimonio se miró con ojos cómplices. Ambos sabían que lo que iba a suceder era necesario, no había vuelta de hoja. Sin embargo, María sabía que los remordimientos y el dolor los acompañarían durante muchos años. –Prefiero vivir con la culpa que con su olor.- Afirmó ella secándose con el índice el brillo transparente de debajo la nariz.
Se abrazaron una última vez y se separaron. Él rebuscó entre sus viejos trastos y sacó el violín. Probó un par de notas y empezó a afinarlo. Mientras tanto, en la cocina, María intentaba elegir el cuchillo adecuado.
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Las niñas se sintieron atraídas por el sonido del violín. Aunque melancólico, hacía tiempo que nada tan bello resonaba en aquella casa. José tocaba apoyando el pie cojo sobre un arcón. Pero las dos jóvenes no fueron las únicas que advirtieron aquel cambio en el monótono y decadente transcurrir de la vida en el hogar. La bestia, el anciano Luís, desde su Agujero gozaba de la armonía de la música por primera vez en mucho tiempo mientras aceptaba su infausta ventura.
En el comedor, todos contemplaban a José tocar. Pero María sabía que debía ir, y, una vez más, aquel rincón nauseabundo suponía para su cabeza una obsesión.
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Se levantó de repente y fue. Abrió la puerta de la habitación pero no entró. La luz del pasillo cegó al anciano, quien empezó a lamentarse con suspiros y aullidos de dolor. Aquel perro herido tenía miedo, miedo de su propia hija, quien, como la muerte, lo miraba anunciándole el fin.
La silueta de María se perfilaba estática y con las piernas abiertas como una gran sombra, debido a la luz que venía del pasillo.
Lentamente se fue acercando a su padre, en silencio, tratando de aguantar estoicamente el hedor de la habitación. Luís chillaba aterrorizado y se agitaba en la cama. Levantaba los brazos huesudos intentando alejar a María y se reabría algunas yagas pretendiendo así que el olor disuadiese a su hija de matarlo. Pero ésta no sólo quería quitarle la vida, también quería acabar con él, quería destruirlo. Agarró su cabeza calva y de tersa textura y empezó a golpearla contra la pared. – ¿Por qué no pudiste morirte solo?- Le gritaba ella a cada golpe. Pero el hombre ya no sabía hacer otra cosa que gritar.
María se detuvo repentinamente al sentirse agotada. Vio su cuchillo en suelo (el cual se le había caído con el forcejeo). Se agachó, lo recogió y se dirigió hacia Luís, quien aún gimoteaba levemente en su cama, posando las manos sobre el charco de sangre que brotaba de su cabeza.
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La muerte de Luís creó en María un sentimiento que llevaría consigo para siempre. Sin embargo, éste nunca fue lo suficientemente grande como para arrepentirse. Aquella tarde, sin embargo, no escatimaron en lágrimas.
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Impresionante relato, muy bien escrito.
Ismael Lorenzo aplicó la palabra exacta: ¡Impresionante! Dramáticamente realista con un final impecable.
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