El ave

El sol del atardecer iluminaba mis ojos, que brillaban al observar la tranquilidad del lugar. Los árboles se balanceaban movidos por la sube brisa veraniega, y las nubes flotaban ágilmente por el cielo. Sentado sobre la silla de playa en la alta hierba del jardín, contemplaba el espectáculo medio dormido. La carabina de aire comprimido descansaba en mi regazo descargada, mientras escuchaba sonar la música del viento en mis oídos. Pero de repente ya no estaba solo. Un gorrión pasó a gran velocidad sobre mi cabeza, y entró en el manzano de más adelante. Observé su llegada con entusiasmo. Una leve sonrisa surgió en mis labios, dejando ver la brillante punta de algunos dientes. Ya no veía al pequeño visitante, oculto en la espesura de su refugio. De repente, el ave empezó a cantar. El trino era una serie de pitidos cortos que lanzaba intermitentemente, y de forma estridente. Era una hembra. Pero fuese lo que fuese, yo me estaba poniendo nervioso. El ruido se me clavaba como el sonido de un despertador en una noche corta y de mucho sueño. Mi cabeza estaba sufriendo las consecuencias. Ya no tenía sueño, tan solo dolor. Estaba solo, y la carabina empezó a pesar en mi falda, como si me pidiese que la usase. De repente, sentí para qué había llegado aquella escopeta a mis manos, todo estaba planeado, se acabó disparar a las latas, esta era una cuestión de vida o muerte. Mi mano izquierda empezó a acariciar suavemente el cañón, quien, como un gato, se retorcía de pasión entre mis dedos. La mano derecha, hasta ahora intentando tapar inútilmente mis orejas, había comprendido también como debía solucionar el problema. El cantar de mi enemigo seguía tan intenso como en el primer segundo. Y yo estaba solo. No se cansaba nunca. Me levanté lentamente sin retirar mi mirada del follaje del manzano, que apenas se movía un poco bailando al son del viento. Ya de pié, me puse una mano en el bolsillo en busca de un perdigón. Al sacarlo, lo levante hasta la altura de la cara para poder observarlo. Tenía forma de tapón, como los que van con las botellas de champán o cava. Volví a mirar el lugar donde debía estar el pájaro. La cara de asustado que había tenido durante todo ese rato se fue. Mis facciones formaban una temible expresión de odio. Pero bajé la vista hasta la escopeta. Puse una mano en el extremo del cañón y lo abrí. Miré por el diminuto agujero, para asegurarme de que nada obstruía la salida de la muerte. La luz en el otro extremo era tenue, como si una pequeña nube de polvo le impidiese mostrarse en su totalidad. Pero eso poco importaba, pues pronto puse el proyectil en la recámara. Cerré de nuevo el cañón, lo que produjo un gratificante ruido, que hizo callar a El Ave. Me quedé inmóvil durante unos segundos mirando el suelo, y esperando. El punzante trino de mi adversario se presentó de nuevo amenazante. Allí, sin apenas moverme, alcé el arma, hasta centrar el visor en el punto en el que creía que se encontraba pájaro. El dedo índice de mi mano derecha fregaba suavemente el gatillo. Yo seguía tranquilo. Dejé de respirar por unos instantes, y disparé. El balín salió a gran velocidad por el orificio de la carabina. La culata de esta me golpeó con furia el hombro. Cuando la bala agujereó las hojas y ramas del manzano, el sonido desapareció. Me quedé impresionado. Una niebla muy oscura cubría mi mirada y no sabía por qué. Repentinamente, algo calló del árbol. Una pequeña bola marrón se soltó de su soporte, y se dejó llevar por la gravedad. Durante unos segundos, el ave estuvo inmóvil sobre la alta hierba, pero de repente empezó a moverse. Me precipité sobre ella muy preocupado, dejando caer sin apenas darme cuenta la escopeta. Sus alas se movían inútilmente por el suelo. Me quedé de rodillas y lo tomé en mis manos. Se retorcía de dolor allí mismo y todo era culpa mía. Su sangre se encharcaba en mis palmas, e iba cayendo al suelo. Roja como el cielo, bañaba las huellas de mis dedos, mientras el inocente pajarito me miraba triste y temeroso. Cuando abría su pequeño pico, podía ver su lengua, que se movía como intentando salir de allí. ‘Yo he maldecido tu nombre’. Sus ojos negros se clavaban en los míos castaños, y ya podía ver su cuerpo relajarse más y más. El pecho dejó de inflarse, y del agujero de su barriga dejó de salir sangre. Me levanté, y puse los pies sobre el charquito de sangre del suelo, donde ya corrían los gusanos. Fui hacia el caseto de las herramientas, y tomé una pala. En la arena blanda ya sembrada, cavé una fosa de tres palmos. Envuelto en dos pañuelos, puse el inocente gorrión en el fondo de su tumba. Me levanté, y miré al cielo. Seguía solo, con el rojo cielo juzgando mi alma. Pensé en decir unas palabras, pero ningún asesino lo haría. Bajé la cabeza, y miré el ave envuelto en los papeles. Dos lágrimas saltaron de mis ojos, y cayeron sobre el cuerpo del muerto. Con la pala arrastré la tierra hacia el hoyo, encerrando para siempre al inocente. Vi de nuevo el manzano donde lo maté, y me dirigí hacia él. Arranqué una rama gruesa, redonda y lisa. Con una navaja dibujé una R y un punto. Pero me quedé mirando el palo, pensé si realmente valía la pena seguir así. Me lancé armado con la estaca sobre el sepulcro, y clavé la señal mientras lloraba sobre la blanda tierra.

Con el sol del atardecer veía las bandadas de pájaros volar en formación preparándose para dormir. Sus dulces cantos me hacían recordar que nunca estuve solo.    

Juanma Díaz