El juego

El viento soplaba en sus oídos como un tétrico ruiseñor por la mañana. El cielo estaba nublado y los coches pasaban por oleadas ante Helena. En la acera apenas había nadie, pues al ser la hora de comer todo el mundo estaba en casa. Los únicos, unos valientes que se aventuraban a comer en la terraza de un bar de más adelante pese al frío que hacía.

Helena se acurrucaba sentada en el pedestal de cemento, justo al lado de la brillante estatua de Goya y sus fusilamientos. El pintor se alzaba recto y erguido contemplando su obra.

Más abajo había un pequeño parterre con  algunos árboles dónde reposaba un mendigo junto con su carrito repleto de chatarra. Yacía tirado sobre un banco que quedaba refugiado tras un muro de metal y piedra, desde donde oía los coches que pasaban a gran velocidad por la calle Aragón. El  hombre era de raza negra y con una barba de tres o cuatro días. Se tapaba con una manta piojosa y agujereada, probablemente conseguida por la bondadosa acción de una familia de bien, de esas que todo lo dan en las fechas indicadas.

Era enero y se notaba en el ambiente. La navidad había pasado, y con ella la generosidad. Helena esperaba la llegada de un joven, pero se retrasaba. En los enormes cables sobre su cabeza aún colgaban las luces con motivos navideños apagadas. Tratando de paliar un poco el frío que se apoderaba de su cuerpo, decidió levantarse y caminar en círculos por el pedestal. Se puso junto a Goya y lo observó. Cruzaba los brazos sobre el estómago para que estos no se le enfriasen y medio cerraba sus bellos ojos evitando así que la tierra levantada por la ventisca pudiese entrar ellos. Su melena volaba danzando al son del cantar del viento. Era tan bella.

Miró al horizonte buscando a su compañero pero este no estaba. Bajo los guantes sus dedos empezaban a helarse. Golpeaba con furia las manos contra sus muslos mientras daba pequeños y breves saltitos para activar sus extremidades. Los árboles se mecían a gran velocidad torciéndose. Helena tuvo que volver a refugiarse por temor a caer en la carretera empujada por Céfiro.

El mendigo se levantó y se dispuso a partir a un lugar más a cubierto. Se envolvió en la manta, tomó su carrito y lo empujó hasta el cruce. Desapareció por las calles.

Empezaban a caer algunas gotas del cielo empujadas por el vendaval. A lo lejos se insinuaban los destellos de los relámpagos absorbidos por los pararrayos de los edificios. Helena juntó sus piernas y se las frotó con ambas manos. Después se sopló con los labios pegados a los guantes. Aquel calor milagroso era como la lluvia sobre el desierto.

Los valientes que comían en la terraza del bar, decidieron coger sus platos y entrar dentro. Pero Helena debía seguir allí aguardando. Se subió la capucha de la chaqueta protegiendo así su cabello inmaculado. Le castañeaban los dientes y tiritaba. Se subió la bufanda para taparse bien toda la cara y juntó las piernas al cuerpo.

Empezó a llover con más intensidad. Los goterones caían inclinados chocando contra el suelo. Las ramas y hojas de los plátanos eran arrastradas y volaban. Algunas motos aparcadas caían. Helena empezaba a no sentir nada. Las plantas de sus pies estaban como flotando. Se sacó un guante, y vio las yemas de sus dedos pálidas y sin sensibilidad. Las frotó intensamente pero parecía que no había nada que hacer. Un leve sopor se iba apoderando de todo su cuerpo. Sus pensamientos eran cada vez más lentos, poco a poco se le iba quedando la mente en blanco.

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Un hombre jugaba en la lejanía con una bola de Navidad, de esas que albergan una figurita inundada en agua y nieve artificial. La agitaba con todas sus fuerzas sin darle demasiada importancia mientras meditaba solitario.