El viajero miserable:

     Día tras día me envuelvo en mis viejos ropajes tratando de no recordar el porqué de mi martirio. Durante incontables siglos, he guiado a los que, como yo, ya no viven, hasta el que va ser su nuevo hogar. Atravesando la laguna Estigia, navegando entre lagos y ríos de desolación y muerte. Cada día conozco a gente nueva. Las caras nunca son las mismas y, pese a que mis intenciones son buenas, la amistad con aquellos que guío entre el mundo de las tinieblas nunca será posible. Mi mala fama de tirano y el poco tiempo del que gozamos los recién llegados y yo no es suficiente para que se forjen lazos de camaradería u odio. Y es por eso que los únicos conocidos que tengo son: el que comparte mi destino, mi compañero el can gigante de tres cabezas, Cerbero; y quien un día me ató al yugo de la esclavitud, el poderoso dios del infierno, Hades.

     Lo que por este trabajo cobro, no sirve más que para aumentar mi enorme colección de monedas que nunca podré gastar. Es el mejor pasatiempo que tengo para cuando no estoy cumpliendo con mi mísero y maldito deber.

     Pero los días son largos y grises, y los que resultan más dolorosos son aquellos en que las almas jóvenes suben a bordo junto a los ancianos. Son siempre las peores jornadas. No puedo evitar cubrir mi cara con la maloliente capucha de mis andrajos y llorar en silencio. Intento no mirar a sus ojos en los que todavía se puede ver el pavor que la muerte y lo desconocido les produce.

     Pese a no saber qué pasa en el mundo de los vivos, puedo adivinar si hay guerra o paz por la cantidad o el tipo de personas que me esperan en la orilla donde Hermes los ha dejado. Muchas veces, los pasajeros de la barca hablan entre ellos de política, de comercio, o simplemente de su familia, de cómo echarán de menos a sus seres queridos. Lo pueril de estos comentarios casi hace entrañables a los recién llegados; aún no entienden cuál es su situación. Por otra parte, hay veces, que estas conversaciones enternecen mi viejo y carcomido corazón, y aumentan mi tristeza, haciendo mi castigo más terrible.

     La espesa y muerta agua, que bajo mis huesudos pies fluye, me hace pensar en la eternidad, en los millones de años que deberé pasar en este triste mundo subterráneo. Tal vez, hasta que no queden hombres que llevar. Entonces, tendré que atravesar este océano de muerte solo una última vez. Ese es otro de mis temores, la soledad. Hace ya tantos años que no oigo la dulce voz de una mujer ni la despreocupada risa de un niño...

     Así pues, en los escasos periodos de descanso que tengo, después de cumplir con mi cometido, entro en mi solitaria y oscura cabaña, construida sobre una islita de una arena oscura y dura, bañada por ese agua putrefacta. Me siento en mi vieja silla de madera, tosca y recia, y observo mis monedas. Después, saco de la bolsa las nuevas y las coloco junto con las demás en el cofre, oxidado por la humedad. 

     Me paso las eternidades pensando si tendrá mi historia un final. Tal vez Hades se apiade de mí y me deje ser un muerto más, dejando atrás estos miles de años de calvario y desaliento. El oleaje se filtra en la arena y aflora la grisácea espuma. ¿Terminará para mi el vaivén perpetuo de las aguas de la Estigia?