Red de Literatura y Cine
Esta es la historia de un hombre que se fue
Acción primera
Esta es la historia de un hombre que se fue. Un hombre que un día salió de casa y partió. Pero no buscaba riquezas en ese viaje. Tampoco esperaba la felicidad, allí donde fuera que fuese. Ni siquiera aspiraba a una vida mejor. Era un estímulo, un sentimiento que le hizo salir para no volver jamás. Dejando su casa intacta y sin avisar ni a sus familiares ni amigos, el hombre cerró la puerta con llave, como todas las mañanas, y bajó las escaleras hasta la calle. Pero esta vez no iba con su maletín para ir al trabajo. Esta vez era distinto. Cargaba en sus hombros una monumental mochila de cerca de un metro y medio de alto. En la mano derecha arrastraba un saco en el que transportaba una gran tienda de campaña. En el pecho sujetaba otra pequeña mochila. Iba ataviado con pantalones largos de excursionista. Llevaba botas de montaña y bajo el grueso jersey portaba una camiseta de manga corta, sin dibujos ni estampados, bastante ceñida. Los calcetines eran largos, y estaban estirados de tal forma que le cogía casi toda la parte inferior de la pierna. Era un auténtico espectáculo.
Caminó durante unos minutos hasta la parada del autobús en la calle Aragón, una calle más hacia abajo de su casa, en el portal 78 de la calle Muntaner. De allí viajó hasta la estación de Sans, donde tomó un tren hacia el oeste. No sabía cual era el final de aquella vía, simplemente sabía que le alejaba de allí. Pasaron las horas y de repente se dio cuanta de lo lejos que estaba. El asolador desierto, los sombríos bosques y las enormes praderas de trigo se iban sucediendo al otro lado de la ventanilla. Lo único estable era el cielo, con esas pocas nubes lluviosas, siempre amenazantes, y con el deslumbrante sol que parecía confinado en algún rincón del infinito.
Cuando el sueño empezó a acosar al hombre, este se dio cuenta de que había llegado a su destino. Se levantó, tomó sus bártulos y se bajó en aquella sombría estación, perdida en algún lugar de la península. No había nadie, ni en el andén ni en el interior del edificio. Empezaba a caer la noche. El sol estaba oculto tras la llanura que se alzaba al otro lado de las vías. De algún modo u otro, el destino le había llevado a aquel lugar, y él no era quién para desobedecer su suerte, así que bajó de la gran plataforma de cemento y empezó a caminar siguiendo una estrecha carretera de tierra que iba en alguna dirección.
Iba muy cargado, y esto más el cansancio del viaje era mortal. Sus fuerzas flaqueaban. Sus piernas empezaban a temblar. El dolor en sus hombros empezaba a ser insoportable. Finalmente, en algún punto indeterminado del camino se detuvo lanzando todas sus pertenencias al suelo. Tras respirar un poco, volvió la vista atrás. Las luces de la estación apenas se veían. Por lo menos había dos quilómetros. Era una noche especialmente oscura. La Luna no tenía fuerzas para atravesar la gruesa capa de nubes. Además, no había ninguna luz artificial que mostrase el camino. El hombre decidió que era el momento de dormir. Pero era ya octubre y hacía demasiado frío para dormir al raso, y no tenía fuerzas ni luz para montar la tienda de campaña. Tras descansar unos segundos, cargó de nuevo sus cosas y penetró en la oscura llanura en busca de refugio. Tras no andar mucho, se dio cuenta de que no era tan llano el terreno. Allí mismo ante él había numerosas paredes de piedra algunas de hasta diez metros de altura. El hombre sabía que en alguna de ellas habría algo parecido a una cueva. Fue palpando hasta encontrar un hueco bastante grande. Sin más dilación desplegó su saco de dormir, y se tapó bien para descansar.
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El sol entraba por la gran abertura de la cueva. Las nubes se habían disipado y el cielo restaba puro e inmaculado. Al observar como era lo que tenía alrededor suyo, el hombre advirtió que no se trataba de una cueva especialmente profunda. Apenas alcanzaba los dos metros.
Así pues, aquella no le servía para establecerse. Por lo que tuvo que recoger sus bolsas y partir de nuevo en la búsqueda de su hogar. Anduvo por las paredes de roca durante un buen rato intentando rodearlas. Más tarde se dio cuenta de que tenía que atravesarlas. Siguió entre los arbustos hasta llegar a un río que hacía ya rato que oía. Resiguió su caudalosa ribera hasta que vio a lo lejos algo que llamó su atención. Al pie de una colina y guardada por dos árboles se hundía en la roca una profunda cueva. Atravesó el río pasando de piedra en piedra, y ya en la otra orilla subió empujado por una fuerza misteriosa hasta estar justo delante. Dejó las bolsas en la entrada y penetró en aquel paraje desconocido. Era por lo menos de diez metros de largo por cinco de ancho. Era un lugar perfecto, oculto en ningún lugar, remoto, seguro y acogedor. El hombre acababa de encontrar su casa, algo en su interior parecía anunciárselo.
Primero extendió un plástico en el suelo sobre el que plantaría la tienda, para que esta estuviera protegida de la humedad. Después, desplegó los planos de montaje de su nueva vivienda, así como todos los fragmentos de esta. En pocas horas la Parda estaba en su sitio, para el que fue creada. Era la hora de desmontar el equipaje, así que abrió la mochila grande y la volcó. Todos los libros y libretas que contenía cayeron al suelo hasta vaciarse por completo. Todas las novelas que jamás tuvo tiempo de leer estaban allí, así como todos los poemas que nunca supo escribir. Cientos de papeles en blanco y cientos de horas de lectura se esparcían por todo el hogar. Era hora de poner orden, aunque desde luego esa no era su mayor preocupación. Para empezar, lo apiló todo en el lado derecho de la tienda. Después sacó las pocas prendas de repuesto, así como las mantas y algunos bártulos de cocina y las puso detrás. Finalmente estiró el saco de dormir y cerró el recinto.
Salió afuera y miró el cielo. Debía ser ya el mediodía, pues el sol parecía que ya no podía hacer más que caer. Contemplaba plácidamente su nueva ciudad, allí, en algún valle, al lado de algún río, justo en ninguna parte.
Apenas no se veían animales. Algún majestuoso pájaro asomaba a veces rompiendo la monotonía de la atmósfera. Algunas curiosas ranas saltaban en la orilla del río, huyendo de los sapos nauseabundos que se arrastraban por los hierbajos. O las frágiles ardillitas, que de vez en cuando bajaban de los secos y polvorientos olmos en busca de nuevas experiencias. Por la noche también se oía aullar al lobo.
Quizá aquel era el lugar más desolado de la tierra. No era bello. No era cálido. Eran unas cuantas plantas marchitándose por la radiación solar, cuyos rayos, sin embargo, apenas daban calor. Era curioso ver las sargantanas correr de roca en roca en busca de la luz, esperando ser cazados por alguna rapaz, más hábil y rápida que ellas. Todo en conjunto tenía un toque amarillento.
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No se había traído nada para comer, pero el hombre confiaba en su instinto para conseguir algo que echarse a la boca. Como se ha comentado antes, allí no es que abundaran los seres vivos, por lo tanto no parecía una tarea fácil. Por suerte, el hombre tenía entre sus libros un manual de supervivencia, dónde hablaba de plantas y animales comestibles, entre otras muchas cosas. Lo estuvo leyendo hasta que no aguantaba más los tirones de su estómago y tuvo que levantarse. Empezó a buscar las plantas que había leído que podían estar por allí. Arrancó una y comió su raíz. De esta sus hojas. De esa su flor. Y así hasta que se sintió más o menos saciado. Todo parecía incluso divertido aunque sentía que empezaba a echar de menos una buena cocina. Aunque aquel era el mundo en el que le había tocado vivir, y pese a todo se sentía agraciado.
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Aquel día, el hombre escribió en su diario:
-Este ha sido el primer día de mi vida, jamás debo olvidarlo, hoy he muerto y he vuelto a nacer, jamás debo olvidarlo.-
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Con el paso de algo más de una semana, el hombre fue comprendiendo se entorno. Pronto aprendió a fabricar trampas para las ardillas y jaulas ocultas con comida para cazar los pájaros.
Los gorriones solían caer con más frecuencia que las demás aves, aunque también es cierto que eran los que más abundaban y casi los únicos con tamaño suficiente para entrar en aquellas improvisadas jaulas de madera. Era tan triste verlos golpearse desesperados contra los barrotes. Pero era el hambre, y sobrevivir es siempre lo primero. Dolía tanto verlos luchar contra su destino. Lo peor era cuando les tenía que partir el cuello. Después, una vez muertos, desplumarlos no daba tan mala sangre, por asqueroso que fuera. Lo malo de todo esto es que era un esfuerzo sin apenas recompensa, pues con un gorrión no se tiene ni para empezar, así que acababa pasando el día arriba y abajo revisando las jaulas por si alguno más había picado, y si no, creando nuevas para aumentar la producción. Las ardillas caían menos en sus trampas, pero además daba más faena el proceso para convertirlas en comida, y muchas veces acababa siendo una maraña asquerosa de pelo que, pese a todo, no había más remedio que comerla. Para intentar compensar lo poco fructuosa que era la caza, siempre tenía que compensarlo con algunos tipos de hojas y plantas hervidas. Ah, y ahora que se dice esto, hay que ver como le costó encender el primer fuego. Pasó el hombre cerca de dos horas probando diferentes formas de hacer brotar una chispa. Primero rascando dos rocas, después una roca y un palo, después dos palos… Al final comprendió que no era tanto la combinación de materiales como la técnica del raspado y los golpes. Aunque le costaría muchos meses de práctica poder encender una hoguera en menos de veinte minutos. No era sencilla la vida autosuficiente en el campo. Al principio estaba tan hambriento que pasaba el día buscando algo de comer, y no podía hacer nada de provecho como leer, escribir o simplemente estar tumbado en la hierba escuchando el viento soplar. Más tarde fue acostumbrando el estomago, y tras mucho dolor y penurias logró adaptarse a hacer poco más de una comida al día.
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Aunque el tiempo pasaba al principio sin que el hombre se diese cuanta, después llegó a la conclusión de que debía contar los días que llevaba en su retiro. Tomó el ejemplo de Robinson Crusoe, y en un enorme tronco que yacía a pocos metros de la cueva marcó con un cuchillo el número de días que llevaba mediante una serie de rayitas. Las más pequeñas representaban los días normales, y los largos eran los domingos. Tras un exhaustivo calculo de los días que habían pasado desde su llegada, lo anotó todo y puso el madero al lado de La Parda, para que cada mañana al salir pudiera marcar el inicio de una nueva jornada.
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Aquel día, el hombre escribió en su diario:
-Jamás imaginé tan doloroso el hambre. Pero no el hambre de no comer, sino el hambre de no saber si vas a poder echarte algo a la boca, eso es lo peor que puede alguien sufrir. Pero cuando veo a esos pobres animales caer en mis garras, mi corazón se estremece.
Los gorriones callan cuando se recuestan en la palma de mi mano: Asustado, pone su cabecita de lado y me mira con sus pupilas negras y grandes, me suplica en silencio. Entonces cojo su cuello con mis dedos y lo tuerzo hasta que cruje, sintiendo como baja el pecho del animal. Cuando aparto mi zarpa su inexpresiva cara cae muerta y su débil cuerpo se escurre entre mis dedos. Ha muerto.-
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Poco a poco fue adaptándose a aquel nuevo mundo en el que vivía, por lo que fue ganando tiempo. Cuando antes estaba dando vueltas desesperado buscando alimento, ahora estaba dando largos paseos por los valles y explanadas de por allí. Caminaba resiguiendo el curso del río o hacia arriba o hacia abajo. Subía las colinas y observaba. Aquel era un paraje realmente abandonado. Las únicas muestras de civilización eran los aviones militares que a veces pasaban a miles de quilómetros por encima del hombre, y la lejana estación de tren que cuando caminaba demasiado se la encontraba. No parecía haber pueblos ni aldeas. No había coches no había gente, solo aquel salvaje hombre viviendo únicamente de su destreza.
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Por la noche, el miedo acosaba al hombre. Sabía que los lobos estaban cerca, pero de momento no había visto ninguno. Tan solo los aullidos en la oscuridad, y las huellas en el suelo eran testimonio de su existencia.
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Aquel día, el hombre escribió en su diario:
-Aún sale hoy el vaho de nuestras bocas. Aún respiramos el aire puro y fresco en aquella iglesia. El hombre que reposa y huye observando los ojos del pantocrátor. Las gotas de agua que impregnan nuestras ropas y nuestra piel por el rocío. Los labios rotos. La nariz roja. Las mejillas secas. Los ojos doloridos. Todos quietos, observando el danzar del vapor en suspensión ante nuestras caras. La chorreante molsa de las columnas. ¡Cómo cae su fruto entre mis dedos al exprimirlo! Todo junto es un dolor tan fresco, que rejuvenece. Y cae una fina llovizna por el hundido techo del templo. Entra toda esa humedad en nuestros huesos, haciéndonos sufrir. Mis manos, blancas, no las siento, ya han muerto. Mi cara, no reacciona, se está dejando llevar. Hay todo un mundo en revolución ahí fuera, pero aquí dentro hay humedad, humedad y calma. No hay viento, no hay hielo. Tan solo la muerte se pasea silenciosa por la nave central, esperando paciente su momento.-
Acción segunda
El tronco junto a La Parda anunciaba el día numero 728. La luz entraba por la puerta de la caverna. Todo estaba en calma. El río susurraba a las ranas y sapos. Algún gorrión sobrevolaba el valle en busca de alimento. Aunque ya había salido el sol, todo el ambiente parecía aún muy dormido. Hacía ya fresco. Un poco de viento se levantaba removiendo las hojas secas del suelo. Aquel solo era un día más en el mundo.
Tras bajar al rio y lavarse la cara, encendió un fuego dónde empezó a hervir agua. Fue donde crecían sus plantas y arrancó una cuantas. Revisó las jaulas, pero no había habido suerte. Regresó, y echó las plantas en la olla. Mientras e cocinaba aprovechó para tomar un baño. Al verse desnudo vio como había adelgazado. Nunca había estado gordo, es más, siempre había sido bastante corpulento. Pero toda esa fuerza se había ido con las dos comidas que tuvo que quitarse con el tiempo. Así pues, descendió de nuevo hacia la corriente, se subió sobre la roca grande y lisa que siempre usaba para bañarse y se puso a meditar. Finalmente, cogió larga melena y la sumergió en el agua. La frotó mucho con las dos manos para que la suciedad y la roña se fueran. Después se sumergió entero. Pero en seguida tuvo que salir, pues estaba tan fría el agua que sentía todos los vellos de su cuerpo erizarse de golpe. Tras unos segundos volvió a entrar en el agua, esta vez para permanecer más rato. Frotó todas sus extremidades así como su torso para que la piel muerta se despegase de la que aún tenía que morir. Finalmente salió de nuevo gritando de dolor. Desde la orilla se escurría la barba, muy densa y larga. Casi le llegaba hasta el inicio del cuello. Corrió evitando los barrizales hasta La Parda, donde se revolcó entre la ropa y las mantas del suelo para secarse y entrar en calor. Se vistió, y salió a ver como estaban sus hojas. Al ver que ya debía ser comestible, apartó la vieja olla de las brasa, echó otro madero al fuego, y se sirvió la comida en el plato menos oxidado que tenía.
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Al atardecer, el hombre recibió la extraña visita de un lobo. Al fin, después de tanto tiempo en las sombras se había manifestado.
Era noche cerrada y el hombre leía junto al fuego. Pero dos misteriosos ojos llamaron su atención en la lejanía. Eran dos puntos naranjas a más de cien metros. Estaban quietos, inmóviles, expectante, esperando un movimiento, una acción del hombre. Pero este decidió no hacer nada. Sin hacer movimientos bruscos, comprobó que llevaba su navaja en el bolsillo. Efectivamente, estaba allí. La sacó y la abrió lentamente y con cuidado. El diálogo que se estableció entonces entre el hombre y la bestia era sorprendente. No había violencia, ni siquiera odio. Ambos sabían el peligro que corrían en aquel momento, pero era la curiosidad la que les impedía romper aquella situación. El viento en la oscuridad movió las telas de La Parda. El animal había desaparecido. Los dos ojos naranjas se fueron en espera del futuro.
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Aquella noche, el hombre escribió en su diario:
-No era el fuego quien alejaba al animal, sino el hombre quien lo acercaba.-
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Sorprendido el hombre por no haber encontrado un alma en los casi ya dos años de retiro, decidió expandir uno de sus paseos. Salió temprano por la mañana y empezó a caminar. Tomó primero rumbo hacia el camino que siguió al llegar allí, largo tiempo atrás, pero al llegar, lo halló olvidado y descuidado. La hierba había brotado, al parecer nadie se había encargado de cuidar aquella remota infraestructura. Siguió andando en dirección ha la estación en la que se bajó, pero al llegar, la encontró en ruinas. El edificio tenía el techo hundido y todos los cristales rotos. Los arbusto y malas hierbas sobresalían entre los raíles. El andén tenía todas las baldosas destrozadas y sucias. El tendido eléctrico, así como toda la infraestructura que se alejaba con las vías estaba destrozado y esparcido por los suelos. Tras pasearse por el exterior, el hombre decidió entrar en el edificio. Bajo sus pies había un puré de cemento troceado, cristales rotos y cachos de plástico de las maquinas expendedoras. Por curiosidad, el hombre tomó una bolsa de patatas del suelo, para ver si el sabor era como lo recordaba. Pero al abrirlo, un humillo saltó a sus ojos, y en el fondo se apreciaba una arenilla mohosa y amarilla.
Todo aquello parecía indicar que el país había sufrido una guerra. Pero él vivía a pocos quilómetros de allí y no había oído nada. Tal vez podía tratarse de una epidemia que había acabado con los humanos, pero allí no se veía ningún cadáver. Quizá un ataque alienígena, pero si de verdad tienen tecnología para llegar hasta allí, ¿Cómo no le habrían detectado?
Fuere lo que fuere, tenía todo un tono fantasmagórico y extraño. El cielo, como si quisiera acompañar los ánimos del hombre se ennegreció. A los pocos minutos los destellos brillaban reflejados en los pedazos de cristal. En seguida se enfrió la atmosfera, y las primeras gotas de lluvia resonaron en la vieja y rasgada chaqueta del hombre. Tomó su larga barba y la ocultó dentro de su abrigo para que no se mojara. Lo mismo hizo con el cabello. Entonces se tumbó apoyándose en los restos de una pared y contempló el cielo, así como la columna de vaho que surgía de su boca.
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En el camino de vuelta, el hombre caminó tranquilo bajo la lluvia. Los rayos caían lejos, así que no temía que uno pudiera fulminarlo. Aun así intentaba mantenerse alejado de los árboles, y tapaba sus objetos metálicos (aunque de esto último no estaba seguro, siempre es mejor prevenir que curar).Mientras andaba pensaba en lo que había visto aquella mañana. Era tan curioso.
Su estómago rugía del hambre, y su boca se humedecía cada vez que pasaba al lado de un arbusto con moras. Cogía unas cuantas y las engullía apenas sin masticarlas. El agua caía cada vez con más fuerza, pero él no estaba dispuesto a acelerar solo por eso. Las aves se habían escondido; iba a ser difícil que algún gorrión o alguna ardilla callera hoy en las trampas, a no ser que hubiera entrado antes de la tormenta.
Los minutos pasaron, y al fin llegó al valle. Veía La Parda a poco más de cien metros, pero antes de entrar debía revisar las jaulas. Fue a la primera y estaba vacía. Lo mismo con las dos siguientes, pero en la cuarta, un pequeño roedor de cola larga y peluda estaba asustado mirando hacia todas partes. Abrió la trampa y lo cogió por el cuello para que no le mordiese. Quiso partirle el cuello allí mismo, pero no pudo hacerlo. El pobre animal le miraba con sus suplicantes ojos negros. Tenía el pelo planchado hacia atrás por la lluvia, y sus bigotitos estaban caídos. Los dedos del hombre, guiados por el hambre, se aproximaban lentamente hacia el cuello del animal, para partírselo. Pero justo cuando lo agarró, no pudo hacerlo, y en lugar de matarlo le acarició la frente. Volvió a poner el animal en la jaula y arrancó esta del suelo para transportarla hasta la cueva. Por el camino arrancó todas las moras y castañas que pudo. Junto a un pequeño fuego le iba dejando los trozos de semillas junto a los barrotes de la jaula.
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El río bajaba con mucha fuerza debido a la lluvia. Aunque hacia ya más de un día que había cesado de caer agua, la humedad y el frescor se sentían en el ambiente. La ardilla estaba aún en su jaula. Al principio no cantaba, estaba demasiado asustado. Pero ya aquella tarde empezó a acostumbrarse y se le oía constantemente. Era agradable para el hombre tener al fin una compañía, alguien que le dijese algo. Pero aquella pobre bestia solo añoraba a los suyos, se lamentaba y soñaba con volver a volar libre. Pero todo le parecía muy lejano. El hombre acabó por darse cuenta, y temió que el pobre animal muriese de pena. Después de haber estado más de una semana alimentándolo decidió liberarlo. Pero como temía que cayese otra vez en una de sus trampas, decidió retirarlas todas. Se había acostumbrado a comer solo frutos y alguna verdura. Se le había olvidado el sabor de la pasta, del tomate y de todas las cosas buenas que había dejado atrás.
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Revolviendo entre sus apuntes y libros, encontró un papel en el que ponía: Awilum edis baltu damqis adannu-El hombre solitario vive mejor su tiempo. Lo intentó con toda su alma pero no sabía qué era aquello. Aquella noche, junto al fuego, observando el oscuro horizonte, recordó una temporada hace unos años en que le dio por el sumerio. Buscó durante meses una gramática y diccionarios de esa lengua, pero en internet apenas encontró nada. Una de las pocas cosas que halló, fue un pequeño diccionario inglés-sumerio. Creó algunas frases de construcciones sintácticas muy simples. Esta fue la última que hizo, un día en que al llegar a casa se sintió más solo de lo normal.
Al día siguiente lo escribió en la roca, justo encima de la entrada. Escaló mediante los huecos de los lados, y con una pintura echa con un mineral rojo disuelta con agua, y un fajo de paja por pincel, llevó a cabo la inscripción de la frase. Aquellas letras tétricas y torcidas parecían destinadas a desaparecer con la primera lluvia que cayese sobre el valle, pero había un brillo en ellas que solo podía ser la esperanza.
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El fuego resaltaba el brillo de las letras, les permitía seguir viviendo pese a la oscuridad de la noche. Los lobos aullaban en la lejanía, y, de vez en cuando, al cesar el viento, se oían sus pasos sobre la graba. Parecía imposible, pero el hombre no los tomaba como una amenaza. Resultaba muy extraña la presencia de los depredadores en aquellas tierras desprovistas de grandes animales que comer. Allí no había nada salvo mucho calor o mucho frío. El agua no abundaba, y la vida escaseaba incluso en forma de vegetales. Salvo malas hierbas, cuatro árboles, arbustos y algo de hierba, allí apenas había nada. Era un lugar horrible, pero tranquilo.
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Aquella noche, el hombre escribió en su diario:
-Cada vez tengo más hambre. Eso de haberme negado las pocas proteínas que consumía está empezando a matarme. Lo noto, es como un manchurrón que por la mañana está en el ombligo y por la tarde sube hasta el cuello. Es tan doloroso… por más moras que como eso no se va. Es doloroso. Últimamente me estoy planteando la opción de cazar un lobo, pero en seguida me doy cuenta de que es una tontería, de que es imposible, no podría hacerlo, me matarían. Pero tengo tanta hambre…-
Acción tercera
Corría tanto como sus piernas le permitían. Cada paso era mortal para la débil estructura de su cuerpo. Sus huesos crujían y sus desnudos pies sufrían al chocar con la helada nieve y la punzante roca. Los harapos que portaba sobre su fina y desgastada piel le molestaban así que como pudo fue quitándoselos. A unos cuantos metros tras él corrían raudos los lobos. Pero el hombre sabía que eran más listos de lo que parecía. Tenían una estrategia.
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Refugiado a cubierto en la cueva el hombre releía las últimas líneas de La familia de Pascual Duarte, de Camilo José Cela. La tenue luz de una vela alumbraba la estancia. Afuera habitaban las bestias, la noche.
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La ventisca chocaba contra su huesudo pecho. La anemia había acabado incluso con su pelo. Aquel repugnante ser pálido huía inútilmente de los lobos, quienes lo perseguían sin mayor esfuerzo. A su izquierda y a su derecha, detrás, y, finalmente, también delante.
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Un todoterreno reseguía el camino que iba des de la antigua estación hacia algún lugar lejano. Hacía días que no había podido repostar combustible, así que, inevitablemente, el coche se detuvo exhausto. Un hombre mostachudo bajó del vehículo. Pese a todo no parecía alterado. Se dirigió hacia el enorme maletero. Allí había un bidón de gasolina, pero estaba vacío. Tras unos segundos de meditación, abrió una mochila y sacó una lata con comida en conservas. No era de esos potes que tienen integrados en la tapa una cuchara o un tenedor, así que usó las manos. El sol quemaba con fuerza, pero no calentaba. El viento era gélido, aunque por suerte soplaba con poca intensidad.
Al acabar el contenido de la lata, la tiró a la cuneta.
Parecía cansado y perdido, aunque se le veía seguro, como si supiese que alguien iría a buscarlo a aquel lugar, justo en ninguna parte. El paisaje era árido y desolador.
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Habían pasado dos días desde que la fortuna detuvo a aquel hombre allí. Sus víveres se iban agotando. Su paciencia también. La tarde anterior había hecho un paseo por la zona. Pero no halló nada. Sí fue el caso de aquella mañana cuando salió a orinar. A penas a quince metros del automóvil, en el lugar donde caía la orina, había un cuerpo. Un esqueleto cubierto por cuatro trapos yacía entre los matorrales.
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Estaba intacto, los lobos no encontraron en él carne para comer. El diario y los libros se perdieron más tarde, cuando las lluvias hicieron crecer tanto el río que todo calló arrastrado hacia el mar.
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