Las luces del Porque

En el cielo no había una puta nube, y el sol brillaba como las pálidas piernas de mis compañeras  cuando van a la playa por primera vez en verano…

Un chico rubio cuyo nombre nunca recordaré, pero que aún sin saber como era su imagen, siempre la he asociado a la de mi compañero Adrià Pagés. Una joven de cara redonda y cabello naranja (como una Calabaza) que no paraba de recordarnos que a sus trece años tenía tetas pero que su madre no le dejaba comprar-se un sujetador. Un simpático gordo que era el único que me trataba como a un ser humano, quizá por empatía, quizá por misericordia. ¿Álvarez? ¿Álvaro? No se como debía llamarse, solo sé que le cambiaba el acento en uno de esos dos nombres, cosa que a él no acababa de gustarle. Después había uno bajito al que, no se por qué, identifico con As (Pokemon) mezclado con la cara de un perro negro, de morro largo y con la punta sobresalida, como una cápsula, no muy diferente a un pene. Si no me equivoco, había por lo menos dos chicas más que casi nunca venían. Eran unos cuatro años mayores que yo, y solo recuerdo que estaban buenas, y que una de ellas, morena, con buenos pechos y bastante alta, ganaba en todos los concursos de eructos. Finalmente, estaba el monitor, un tío de veinte-pocos que se dedicaba a ligar con las mayores mientras nosotros hacíamos lo que nos daba la gana. Era uno de esos pederastas en potencia que creen vivir en un video porno.

Ya des del primer día veía que nada podía salir bien. Mi hermano estaba con unos amigos en otro grupo. No le veía hasta la tarde, y ninguno de mis compañeros del colegio había podido venir. Aun así, decidí no ser derrotista, y quise hacerme amigo rápidamente de los que iban conmigo. Tenía que aguantar dos semanas hasta poder ir a Sitges con mis abuelos.

Apenas hubo diálogos. Todos ellos se conocían de otros veranos, incluso el monitor era el mismo, solo yo era nuevo, como una mosca cojonera que revoloteaba pesado a su alrededor, silencioso pero latente. El Cara-pene parecía que era una especie de guardaespaldas del Rubio-Borde. El Gordo era el que estaba más perdido. Aunque había estado por lo menos un año antes allí, no tenía ningún amigo, así que se me unió un poco más. Ambos teníamos unos diez años y éramos, por poco, los más pequeños. Con los gorros nos protegíamos del sol por los campos de fútbol del polideportivo, y observábamos apasionados Barcelona, bañada por una luz inmaculada. Aquel verano era uno de esos de cuarenta grados. Éramos solitarios.

Aunque no tenía ningún contacto con los demás (excepto con el Gordo) y tampoco hacíamos nada de deporte, se estaba bien. Participábamos en los concursos de eructos, y la Morena (así recuerdo a la mayor de todos) triunfaba. Orgullosa de las miradas del monitor, sus ojos pintados, que le daban un toque de papagayo a sus alas de pavo real, se hacían brillantes y miraban al cielo mientras sus faldas temblaban y entre sus dientes parecía oírse –Esta noche sí.- Por su lado, el monitor, se sentaba detrás de ella mientras le masajeaba la espalda. Nadie parecía advertir que siempre cuando hacía eso se ponía la gorra sobre el regazo.

Pero cuando se acercaba el fin de semana, el Gordo me dijo que a la semana siguiente él no vendría. Al principio me supo mal por él, nunca volvería a verle. Pero al pasar los días, me di cuenta de que yo era quien tenía un problema. Solo, todo el día solo. Me sentía como encerrado en una burbuja, no pudiese caer al mar y liberarme. El Cara-Pene era un autentico troglodita, sobre todo cuando me acercaba a su dueño, entonces se convertía en una fiera y me ladraba. El Rubio-Borde me ignoraba mientras su lacayo me escupía. Supongo que era lo normal.

Llegó un momento en que me cansé de estar rodeado de cabrones, y decidí sentarme solo en la hora de comer. Al acomodarme y sentir que tenía toda aquella mesa para mi solo, me sentí complacido y estúpido por haber tenido miedo a la soledad. Pero entonces llegaron los ojos. ¡Y no paraban de mirarme! Me puse nervioso, y en mi cabeza algo me empujaba a levantarme e ir con los de mi grupo. No tardaron mucho en rellenar mi hueco en el banco, pues en seguida pusieron ahí sus mochilas. La Morena me miraba con los ojos que ponen las chicas después de perder la virginidad. La Calabaza se reía mientras se estiraba, toda orgullosa, los sujetadores que le habían prestado. El Rubio-Borde miraba a su plato erguido mientras, en sus labios, se esbozaba una leve sonrisa al oír lo que su perrillo Cara-Pene le decía acerca de mi. Desde todas las mesas se susurraba y se comentaba. Entonces el monitor se levantó de su silla y desde la distancia gritó: -Juanma el gorro.- Entonces alcé la cabeza a la vez que me secaba los ojos frotándomelos con mis pequeñas manitas. El Violador me miraba con cara de extrañado como si no entendiese porque no me lo sacaba. Con sus brazos y su tórax hizo un movimiento repugnante con el que intentaba decirme que aún estaba esperando. Todos estaban en silencio; tan solo algún leve comentario se alzaba de las lenguas flácidas de mis expectantes compañeros. Los ojos me miraban. Finalmente, arrastré mis dedos por el extremo del gorro hasta que cayó sobre la mesa. Los palurdos se volvieron en pos de otros menesteres, mientras Violador desaparecía. Acabé de comer y me largué. Era la hora del descanso y podíamos no hacer nada, así que me fui a un oscuro rincón entre las rocas y la hierba a esperar a que dijesen por los megáfonos que ya era hora de irse.

No les había dicho nada ni  a mis padres ni a mi hermano. No lo creí oportuno.

Quedaban pocos días, dos, tal vez. Aquella mañana no fue fácil. La piscina había sido especialmente agotadora porque Violador había decidido que ya era hora de que le perdiese miedo al agua. Solo consiguió perder el tiempo. Entre grito y grito, sus ojos se iban siempre a la entrepierna de Morena, derecha con su bikini amarillo y su casquete de baño siempre en la mano para no despeinarse. Su sonrisa era evidente con el paso de los ojos del monitor. Después de un par de horas allí, al fin salimos. Intenté recogerlo todo rápido para llegar al campo y alejarme de los cerdos. Pero el Perrillo y su dueño acabaron antes. Caminamos todo recto por la subida. Tras de mi se alzaba un largo rastro de agua que en pocos minutos evaporaba el sol. Era el único que había tocado el agua. Las acusaciones de mi séquito eran realmente desagradables. Atravesamos la verja del Campus y al fin llegamos. Sin fuerzas para aguantar, cargado con dos mochilas en mis brazos, finalmente exploté al grito de hijo de puta. Le pegué varias veces al primero que pillé, que por suerte fue el Rubio-Borde. Su lacayo enseguida me agarró y me tiró al suelo. Me pegaron hasta que pude levantarme de nuevo y empecé a darles yo. Tenía una herida en el labio y recuerdo que en la camiseta del perro se mezclaban mis lágrimas y nuestra sangre. Pero entonces, apareció Violador, como siempre, en el mejor momento. Me castigó toda la tarde en un árbol, sentado, sin hacer nada, pero solo. No fue ninguna amargura hasta que empezó a pasar la gente que volvía de la piscina.

Cuando el sol estaba ya más más bajo, pude verlos jugar al concurso de eructos, y la Morena sonreía feliz mientras el monitor le acariciaba la espalda amablemente con una amplia sonrisa.

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