Necrópolis

Chirriaba la cerradura de la puerta cuando un mendigo consiguió colarse en un cementerio. Vacío y oscuro. La noche sumía en la calma y el silencio el lugar. Con un ligero temblor en las piernas, el mendigo empezó a buscar un lugar en el que pasar la noche. Primero pensó que tal vez podría meterse en alguna tumba antigua y olvidada cuya lapida hubiera desaparecido con los años. Pero finalmente optó por refugiarse a cubierto en un pequeño mausoleo familiar de mediados del siglo XIX, cuyas puertas de hierro estaban casi desechas por la humedad y la lluvia. Entró en el sinuoso templo de apenas un metro de ancho y dos de largo con cuidado de no cortarse con ninguno de los hierros retorcidos, posó sus mantas y sus cartones sobre el suelo y se tumbó plácidamente. Estaba otra vez bajo techo, y aunque este fuera compartido con unos diez muertos de más de cien años, las paredes de piedra paraban el gélido viento de febrero.

Los ojos del mendigo empezaban a cerrarse. Sus ennegrecidos párpados caían lentamente juntando las pestañas. Su respiración era más y más calmada hasta alargar tanto cada toma de aire que parecía muerto en los intervalos.

Finalmente, cuando el hombre empezó a mezclar la realidad y los sueños y sintió su mundo más claro, un potente viento le hizo incorporarse de golpe y ponerse en pie. Había algo afuera que le llamaba la atención, pero el temor lo retenía aún dentro. Sin embargo, sus inquietos pies iban empujándole hacia delante inevitablemente, hasta que se encontró en el caminito del exterior. La noche era tan cerrada que no veía nada. No había Luna en el cielo, el cual además estaba tapado por completo y era imposible ver las estrellas. En aquel momento, la palma de su mano era un misterio para él. El mendigo apenas osaba respirar.

-¿E… estas vivo?- Preguntó una voz lúgubre y tenebrosa como intentando romper la calma.       -No lo sé.- Respondió el pobre hombre apenas sin aliento. -No… nosotros no.- Comentó la voz de antes. -Ah, bien.- El mendigo empezaba a no sentir la yema de los dedos. -Dime, ¿te importa si te explico la historia de cuando maté a dos pájaros de un solo tiro? Yo creé esa frase.-  El mendigo, más desconcertado que nunca, empezó a pensar una respuesta que no enfureciese a lo que parecía ser un muerto, hasta que de repente, otra voz más potente y joven que la anterior surgió de la oscuridad: -¡No escuches a ese estúpido vejestorio! Yo tengo grandes gestas que contarte de cuando serví al emperador en la guerra.- Pero no era el único; en seguida decenas, quizá cientos de voces empezaron a pelearse por la atención del mendigo, quien aún restaba de pie ante el mausoleo en el que pretendía pasar la noche. –No les hagas caso, yo fui el más agraciado en el amor, te daré los mejores consejos.- -Escúchame a mi, yo fui presidente de la república.- -No, calla rufián, yo fui el rey más importante de la dinastía...- Y así siguió la discusión entre grandes prohombres luchando por ser escuchados mientras las almas humildes restaban hacia atrás observando resignadas al olvido por sus vidas cuotidianas y aburridas.  

-¡Alto, alto! ¡Silencio todos, estéis dónde estéis!- Gritó el mendigo. -Primero, quisiera pediros algo de luz, pues desearía veros.- Pidió el mendigo. -Por mucha luz que pongas, tranquilo que no nos vas a ver.- Dijo una voz. -Bien, pues entonces quisiera pedirles que se fueran y me dejasen en paz.- Tras estas palabras, la fúnebre multitud enfureció. Las quejas de los cientos de muertos resonaban en las paredes de los templos del enorme cementerio. El mendigo, pensando que tal vez la furia de los muertos podía perjudicarle, corrió a esconderse de nuevo en el mausoleo tapándose bajo las mantas. Poco a poco, los muertos fueron callando a medida que iban advirtiendo que sus quejas caían en oídos sordos, pues si algo no quería el mendigo era que le atormentasen más. -¡Pero qué esperáis de mi, no os sirve de nada contarme a mi vuestras penas! ¿Qué no veis quien soy?- Gritó enfurecido el mendigo. -Eres un mortal, eso debería bastar.- Argumentó una voz. -Pues no basta.- Replicó el mendigo.

“¿Acaso no os dais cuenta de que de estar vivos yo no habría sido nada para vosotros? Estáis obsesionados con vuestro pasado y acomplejados por vuestra condición actual. Lloráis y os lamentáis pues no sois más que una llama que un día existió pero que ya nadie recuerda. Decidme, ¿a qué teméis vosotros? ¿Os da miedo el fin de los hombres, el apocalipsis? Sí quizá sea eso. ¿Qué más os da? No sois nada para nadie. Como muertos sólo os tenéis los unos a los otros, y en eso estáis mejor que yo. ¡Miradme! Muchos de vosotros fuisteis reyes y hombres de estado, gente importante y rica. ¿Qué he sido yo? Nada más que una cochambre, un olvidado en vida, y creedme, eso es lo peor que te puede pasar. Estoy seguro de que en vuestras cabezas pasan una vez tras otra los recuerdos de cuando caminabais por el mundo y erais felices, y sólo os preocupaba el miedo por perder esa felicidad. ¡Pues muy bien, ya no tenéis nada que perder! En vida erais orgullosos, tanto que decidisteis construir estos monumentos como último suspiro, sí, éste fue vuestro último acto, vuestra última decisión en vida. Llamar la atención incluso una vez hayáis muerto presuponiendo que a todos los que pasen por aquí pudiera interesarles vuestra mísera existencia. Este es vuestro intento fallido de sobrevivir a la eternidad. Quizá todos los hombres deberían vivir en la calle unos años antes de morir, así no serían tan vanidosos cuando han de ser humildes y aceptar el adiós. Yo ya lo he aceptado, ahora que sólo soy un monstruo que vaga como puede por las calles y recoge la basura que vosotros escupisteis, solo esperando el final, solo esperando de qué morir, solo, para acabar como vosotros.”