Ínfulas y zozobra

Una vez más, disponía de su alma tal y como poseía el día que se le escapaba. Enzarzado en una maraña de sueños y esperanzas desvanecidas, sentía que ya solo le quedaba vagar.

Paseando por las estrechas callejuelas antiguas de la ciudad, encontró un portal lleno de luz y calor. Entró y se dejó llevar entre las galerías repletas de cuadros. Varias temáticas con unos cuantos ejemplares. En su mayoría, solo tenían el valor que tiene una flor en una casa, pero enseguida dirigió su mirada a la delicadeza de unos pétalos y al brillo tenue de unos granos de uva. El tallo perfilado emergía del vaso con un reflejo amarillo en el lomo. Su belleza chocaba con el opaco fondo gris sobre el que estaba dispuesto.

José creyó encontrar algo por lo que luchar, un sentimiento verdadero. Lo que había tras aquello óleos y aquel lienzo podía ser mucho más que un esquema, incluso que una imagen.

Caminó un par de pasos hacia atrás y volvió a contemplar el cuadro. ¿Qué era aquello y por qué le había llamado? Allí había varias decenas de cuadros, muchos de los cuales tenía la misma estructura que aquel. Echó entonces una ojeada a la sala. Vio algunos maniquíes moverse casi estáticos y con ritmo frenético de un lienzo a otro. Sintió en las yemas de sus dedos un frío repentino. Después, una náusea contenida escaló por su cuello hasta la garganta. Salió del edificio.

De nuevo en la calle, tomó una de las dos direcciones. La siguió hasta llegar a una plaza. Tímidamente entre los edificios, una gran iglesia gótica coronaba el lugar. Envuelta de oscuridad y misterio, allí estaba aquella gran señora de otro tiempo resistiendo las vueltas del reloj. José se detuvo y la contempló. El efecto que tenía encontrársela de golpe lo dejó impresionado. Sin embargo, algo llamó su atención a la derecha. Una anciana sacaba trozos de una piña ya cortada de un envase de plástico. La etiqueta con el enorme 1 del precio aún estaba adherida a la tapa. Aquella mujer estaba sentada sobre todo lo que poseía.

José pareció despertar de golpe de un sueño filosófico. Miró al cielo y en la espesa oscuridad le pareció ver un frío blanquecino en el viento. Bajó la cabeza y sus ojos se centraron nuevamente en la anciana. Hurgó en su bolsillo y halló una moneda. Caminó unos metros pero se detuvo de pronto. ¿Tenía sentido aquello? La mujer podía ofenderse. No estaba pidiendo limosna, y él daba por hecho que la quería. Si él era tan orgulloso, ¿por qué no los demás? Por lo menos aquella mujer debía conservar el derecho a ser orgullosa, eso es mucho más importante que una mísera moneda.

Se dio la vuelta y guardó la moneda otra vez en el bolsillo.

-¿Qué le ha hecho cambiar de idea?-

 Se giró nuevamente y caminó un par de pasos. -El hecho de no haber tenido nunca ninguna.-

-Iba usted a darme esa moneda. ¿Por qué no?-

El hombre sacó el disco de metal y lo sujetó entre su índice y su pulgar.

-Se me ocurrió que el orgullo era más importante.-

La mujer quedó estupefacta.

-¿Eso no era un pecado?-

El hombre sonrió.

-Esta moneda no os hará servicio alguno, más que contribuir en la compra de un poco más de comida. El orgullo os mantendrá con vida, os dará dignidad. No hay nada más importante que eso.-

La mujer dirigió una mirada de curiosidad a José.

-No creí que se le pudiera suponer un sentimiento tan alto a una sombra como yo. ¿Alguna vez has habitado en la más absoluta miseria?-

El hombre dijo que no con la cabeza.

-Tienes razón. Mejor no me des esa moneda.-

José asintió y bajó la mirada. Contemplando entre sus dedos la moneda. Se acercó al agujero de la alcantarilla y la lanzó.

-¿Qué te atormenta a ti?-

-Jamás sería tan egoísta.- Afirmó él sonriente.

José se levantó y se fue. Volvió a las callejuelas estrechas y oscuras. Sospechaba que entre los rincones más recónditos de la ciudad podía hallarse la respuesta a sus sentimientos. Se apoyó en un farol y contempló a los viandantes. Envueltos en sus bufandas y con los gorros encasquetados por el frío parecían aún más ridículos.

Una luz en la lejanía llamó su atención de golpe. En lo más alto del cielo, una estrella logró atravesar la densa capa de nubes y hacerse un hueco entre la iluminación de la ciudad. Le vino entonces a la cabeza una frase, como un suspiro lejano, quizá solo el soplo del viento. Era algo que creía del pasado, que desearía haber olvidado. Uno de esos sentimientos oscuros que a veces se presentan en nuestra vida, recordándonos que en otro tiempo fuimos distintos. Se sintió impotente e intentó identificar la frase. Algo en su memoria ardía, había un rincón diminuto que estaba en llamas. Allí, tras el fuego, había algo, pero le era imposible saber de qué podía tratarse.

Se subió el cuello de la chaqueta y volvió a caminar. Atravesó un par de cruces y se plantó de nuevo en otra plaza. Caminó hasta encontrarse frente a la estatua de bronce de un hombre con los brazos extendidos que había en el centro. Levantó una mano e intentó tocarlo, pero justo antes se detuvo. Se acercó los dedos a la nariz y las olió. Era un olor extraño, seguramente a polvo. Se dio la vuelta y contempló la fachada de un edificio. Su mirada retornó al pasado y sintió la misteriosa frase. Ahora no solo le parecía oírla, además creía verla. Se llevó una mano a la cabeza y apretó intentando exprimir su cerebro, pero no salía nada.

De pronto, alguien lo saludó. Vio una silueta a unos metros a su derecha. Quiso acercarse a él, pero no dio un paso. El individuo le hablaba, pero estaba frente a una luz, así que su rostro no era visible.

José huyó. Corrió y se adentró de nuevo en el laberinto de callejuelas. Al fin se paró y  respiró. Al parecer, había conseguido sacarse de encima a aquel ser, fuese quien fuese.

Pero su tortura volvió de pronto. Miró al cielo y volvió a ver la luz. La bóveda que todo lo abarca roció su rostro con algunas gotas de agua. Una armonía plena se respiraba en el aire. José podía oír como el viento susurraba en su oído:

-Te esperaré, como aguardan las sombras en la noche, la salida del sol.-

Tristeza

Fuerza y vida he perdido juntamente,

como he perdido amigos y alegría;

por perder he perdido hasta el orgullo

que me hacía tomarme por un genio.

Al conocer un día la Verdad

creí que se trataba de una amiga;

pero al saber quién era y comprenderla

ya solamente me inspiraba hastío.

Y no obstante quién duda que es eterna,

y que aquellos que le han vuelto la espalda

lo han ignorado todo en este mundo.

Dios habla y es forzoso responderle.

El único tesoro que me queda

es el haber llorado algunas veces.

Alfred de Musset (1841)